✍ El nacimiento del purgatorio [1981]

por Teoría de la historia

Si la escuela histórica francesa de los Annales ha logrado influir en todo el mundo, buena parte de esto se debe al exuberante y erudito medievalista Jacques Le Goff. Como sucesor del célebre Fernand Braudel, Le Goff estuvo al frente de la École Pratique des Hautes Études en Sciences Sociales entre 1972 y 1977, y desde hace tiempo es un espíritu rector de la tan leída [revista] Annales. Al mismo tiempo, en una serie de ensayos y monografías, Le Goff mostró la manera en que el estudio de las mentalités -de las formas y las categorías culturales en su escenario social- puede llevar a la historia medieval por rumbos nuevos. La Edad Media lo atrajo, apuntó Le Goff en un libro de ensayos, porque fue una civilización que duró mucho tiempo y sin embargo estuvo colmada de cambios y del inesperado movimiento de las ideas. Le Goff empezó por una aproximación social a los comerciantes y banqueros de los siglos XII al XIV, estudiándolos como portadores de valores seculares, modificadores usurarios de las nociones medievales de lo justo y la recompensa, y sin embargo temerosos ante la muerte por miedo al infierno. Siguió con los maestros universitarios del siglo XIII, a los que provocativamente llamó Les intellectuels, porque su trabajo los colocaba aparte del copiado y la reflexión sagrados en los monasterios, y la paga que recibían minaba la vieja creencia de que «el conocimiento es un don de Dios, de ahí que no pueda venderse». A partir del estudio del trabajo, Le Goff pasó a la historia de la concepción del tiempo, al contrastar el paso cíclico de las estaciones de los campesinos y el calendario ceremonial de la Iglesia con el día fijado en los contratos comerciales y en la producción artesanal. El tiempo, al igual que cualquier idea, no era algo dado, sino que existía en un espacio social preciso. La cultura medieval no era un todo parejo; uno está obligado a observar, decía Le Goff, las diferencias, y a tratar con la culture populaire de las iletradas masas rurales y con la culture savante de los clérigos. Como Le Goff pasó de una idea social de las cosas a un punto de vista antropológico, se halló con un nuevo material inesperado: las historias o exempla en los sermones medievales; el beso ceremonial, que por un momento hacía iguales a señores y vasallos; un antiguo cuento de hadas en cuyos motivos el historiador logró hallar referencias al crecimiento de la población y a la expansión medievales. En su libro El nacimiento del purgatorio, Jacques Le Goff reúne varias de estas preocupaciones -el tiempo, el trabajo, los niveles culturales y los sexos, las fuentes de novedades- e ilustra cómo piensa que la historia de las mentalidades puede reconstruirse a lo largo de muchos siglos. El libro también se respalda en los voluminosos estudios históricos -del difunto Philippe Ariès, entre otros- de un predicamento humano inmemorial: ¿cómo se prepara la gente para la muerte y cómo se imaginan lo que vendrá después? No es una sorpresa que gran parte de la historia de la fe cristiana haya tenido menos que decir sobre el purgatorio que sobre el infierno, cuyos tormentos aparecen en los portales de las iglesias ya desde el siglo XII y cuyos demonios se apiñan sobre los lechos de muerte en los grabados del siglo XV. El purgatorio era mucho más difícil de visualizar -¿qué había que enfatizar, sus terrores o sus esperanzas?- y casi no apareció en ninguna descripción pictórica sino hasta bien pasado el siglo XIV. No obstante, al purgatorio se le ha pensado como un antiguo descubrimiento que se instaló en la sensibilidad católica sólo entre los siglos XV y XVII, aun cuando los protestantes ya lo estaban borrando de su mapa espiritual. Le Goff modifica esta cronología por ambos cabos. La idea del purgatorio llegó tarde a la cristiandad occidental, si nos referimos al purgatorio genuino: un tercer lugar entre el cielo y el infierno para una categoría intermedia de personas, y no a una noción cambiante de fuegos purificadores en una vida posterior a la muerte. Una vez que «nació» en el siglo XII, sin embargo, la idea del purgatorio tuvo una importancia enorme, al representar conceptos nuevos del tiempo y del espacio, al fortalecer nuevas pretensiones de poder y prestigio, al remodelar los juicios en este mundo. El relato de Le Goff empieza con los varios modelos antiguos de la vida después de la muerte: la metempsicosis platónica, los fuegos infernales de Virgilio, el oscuro Sheol judío y el seno refrescante de Abraham, en donde el justo podía aguardar la resurrección. Lo que aquí le interesa a Le Goff no es encontrar una genealogía del purgatorio; no quiere presentar una anticuada historia de las ideas en la cual los sistemas de fe se vean como partes de un árbol familiar. En lugar de eso, dice, estas primeras imágenes «suministran información sobre las condiciones históricas y lógicas en las cuales pudo nacer una idea como la del purgatorio, así como sobre las condiciones que pudieron interrumpir el desarrollo de esa idea». El antiguo concepto del tiempo era característicamente circular y en él se veía al universo como un ciclo siempre reiterado de creación y destrucción. Esta noción acomodó penosamente al lapso lineal entre la muerte de una persona y el fin del mundo, un concepto necesario para el purgatorio. Los motivos del purgatorio se multiplicaron con lentitud en el primer pensamiento cristiano y medieval. Agustín fue una fuente importante. Afirmó que las oraciones por su difunta madre Mónica podían mejorar su condición en el siguiente mundo -de manera que algo le estaba sucediendo a su alma: no se le había asignado únicamente un nicho permanente hasta el Día del Juicio-. También sostenía que una purga por fuego permitiría a las almas de «los no tan buenos» llegar al cielo aun antes de la resurrección del cuerpo, mientras que los malos y los no tan malos eran castigados en el infierno. También en este punto Le Goff muestra que las ideas están relacionadas con las luchas históricas: las narraciones sobre lo que sucedería en el otro mundo fueron una alternativa para las esperanzas entusiastas en este mundo que tenían los milenaristas cristianos; un fuego purificador para unos cuantos fue una alternativa para el optimismo de quienes, siguiendo a Orígenes, pensaban que la purificación y por tanto el paraíso estaban en el futuro de todos. Agustín mejoró un poco las oportunidades de la gente para el otro mundo, pero sus pautas para éste eran pesimistas y severas. Que el autor de La ciudad de Dios no describiera entonces un purgatorio Le Goff lo explica debido a su repulsión de aristócrata entre el materialismo vulgar y la concreción excesiva de la tradición apocalíptica. Unos doscientos años después, Gregorio el Grande no tuvo tales reservas. Su contribución al desarrollo del purgatorio no vino de su doctrina sino de su retórica. Pastor vigilante, tenía que contar historias que pudiera comprender su rebaño, y las historias-exempla comportaban detalles sobre la localización de los castigos purificadores (Gregorio creía que tal cosa sucedía en este mundo, cerca de la escena del pecado) y sobre su duración. La literatura popular sobre visiones y viajes al otro mundo suministró más detalles -valles de fuego purificados y de frío glacial; emperadores que habían logrado acabar con éxito su purificación gracias a la intercesión de los santos-. En el siglo XI, la orden cluniacense, requerida de manera urgente por las almas que estaban siendo purgadas en una pequeña isla cerca de la costa de Sicilia, establecieron el 2 de noviembre como día de guardar para asistir a los muertos, nuestro Día de Todos los Santos. El infierno era un lugar aterrador para las visitas, pero los fuegos purificadores se encargaron de generar las tramas interesantes. Por último, en el siglo XII, como dice Le Goff, nació el purgatorio. Aquí el lector empieza a preguntarse si tal metáfora es justa con la originalidad del argumento de Le Goff. Aunque ofrece una fecha (1170-1180) para la acuñación del sustantivo purgatorium, detrás de él hay una larga historia de frases, imágenes y elecciones, no siempre relacionadas de manera orgánica entre sí. Como lo dice el mismo Le Goff: «los fenómenos históricos no emergen del pasado igual que un niño del vientre de su madre». Uno preferiría decir que el purgatorio cristalizó en las condiciones adecuadas. Con la palabra viene la idea de que el purgatorio es por definición un lugar intermedio entre cielo e infierno. A la hora de la muerte las almas de los hombres se dividen en tres categorías, no en dos o en cuatro como en los planteamientos de la competencia: los condenados pecadores no arrepentidos van al infierno; los santos y los mártires al cielo; los demás al purgatorio. Lo que lo volvía a uno apto para el estado intermedio eran los pecados veniales o mortales de los cuales uno se había arrepentido y habían sido absueltos en vida, pero por los cuales uno no había pagado la penitencia. Purgadas por el fuego y otros tormentos, llegado el momento todas las almas serían recibidas en el cielo. El tiempo podía abreviarse por medio de oraciones, misas y limosnas de los vivos y entonces, una vez en el paraíso, el alma ascendería e intercedería ante Dios por los vivos y por otras almas que seguirían en el purgatorio. Al llegar la resurrección del cuerpo, el antiguo habitante del purgatorio podía esperar disfrutar de la gloria eterna. Tuvo que pasar un siglo para que se clasificaran estas ideas. Le Goff describe este proceso con un rico acervo de textos, vinculando cada refinamiento del concepto de purgatorio con un medio social y literario. Los maestros de las nuevas escuelas catedralicias de París le asignaron por primera vez su lugar al purgatorio, en una época en que la ciudad estaba llena de actividad comercial y de debates escolásticos, y también los monjes cistercienses con su servicio litúrgico por los muertos. Hubo que defender las fronteras del purgatorio ante los herejes que decían que nada podía cambiar el destino de alma alguna después de la muerte. Los grandes maestros universitarios del siglo XIII erigieron la estructura formal del purgatorio; se la predicó a los laicos en las intensas historias de los frailes mendicantes. No todos los rasgos del purgatorio se describían igual. ¿Se llegaba al purgatorio a través de un lago en Irlanda, como en el purgatorio de san Patricio, o había que pensarlo de manera menos precisa como la parte superior del infierno? Pero la imagen central del tercer lugar se abrió camino y la afirmó una carta papal de 1254. Resulta que hasta el usurero, ése tan reprochado pecador de la ciudad medieval, podía acceder al cielo si moría arrepentido y pasaba por el purgatorio. A partir de este material, Le Goff pasa al verdadero desafio de la historia de las mentalidades: elucidar «las condiciones históricas y lógicas» en las que se forma la nueva idea y se la acepta y se difunden sus acepciones y consecuencias. Su método consiste en sugerir que lo que en la idea del purgatorio era nuevo se encuentra relacionado con otros procesos contemporáneos. La sustitución de un mundo posterior a la muerte dividido en dos partes por uno que está dividido en tres se da no mucho tiempo después de la aparición de los tres órdenes -los que rezan, los que luchan, los que trabajan- como categorías aceptadas ampliamente para describir la escena social. El libro de Georges Duby sobre este asunto atribuye la división de la sociedad en tres órdenes funcionales a una monarquía revivida nuevamente, la cual sostenía que era capaz de evitar que los tres órdenes se encimaran. Le Goff atribuye la inserción de un lugar entre el cielo y el infierno tanto a la política flexible de la Iglesia del dominio cristiano en el amanecer de la reforma gregoriana como a la aparición de una comunidad intermedia en Francia, sobre todo los habitantes de la ciudad, que estaban entre los campesinos y los señores. El purgatorio no es una proyección burguesa, pero pensar en tríos es más fácil cuando andan por ahí los burgueses. Así también, el mapeo del purgatorio se dio en un tiempo en el que los cartógrafos y viajeros medievales tenían más que decir sobre el mundo conocido. Es posible que las visiones correspondieran a tendencias políticas: «Como ya no estaba hecho de frágiles receptáculos puestos uno con otro, como las mónadas señoriales, el purgatorio consistía más bien en territorios grandes, en reinos como algún día los llamaría Dante». En cuanto al tiempo lineal, tan importante para las entradas y salidas del purgatorio, Le Goff lo relaciona con el florecimiento de otros géneros narrativos así como también con la nueva moda de la genealogía entre las familias feudales y principescas. El purgatorio también podía fortalecer los vínculos familiares, en tanto los niños rezaban por las almas de sus padres muertos quienes, eso esperaban, algún día intercederían por ellos. También había nuevas maneras de pensar sobre los pecados y de limitar su costo, cosas ambas centrales para la invención del purgatorio. Aquí convergen muchas tendencias; la propalación de las instituciones judiciales y el desarrollo del derecho canónico estimularon la expectación por sentencias más justas en la vida futura. La difusión de la numeración en las ciudades estimuló una actitud calculadora hacia estas sentencias. ¿Por qué no debían ser proporcionales a la gravedad de los pecados y la frecuencia de las oraciones? Mientras tanto, la nueva insistencia de la Iglesia en la importancia del sacramento de la confesión -la confesión anual se volvió obligatoria por un decreto papal de 1215- estimuló numerosas reflexiones sobre la penitencia y sus frutos. El estado de ánimo general era pragmático y ligeramente optimista. El año 1000 había llegado y pasado y no estaba a la vista ningún milenio trastocador. La civilización urbana estaba aquí para quedarse. El purgatorio podía acomodar a todo tipo de personas en tanto fueran penitentes reales, incluyendo a los prestamistas y otros oficios necesarios si bien deshonestos para este mundo. Ésta es una cornucopia de interpretaciones. Jacques Le Goff sacó una idea de los confines de la teología y de la «religión popular», y expuso de manera brillante que se encuentra en un cruce de caminos del desarrollo cultural. Algunas de sus opiniones resultan francamente especulativas y ya inspiraron estudios especializados con el fin de probarlas. Le Goff dijo que uno de los placeres de ser historiador de la Edad Media es que existen pruebas suficientes para un academicismo sólido, pero no tantas como para sujetar las alas de la imaginación. Lo que aquí se puede preguntar es si existe la posibilidad de plantear con más rigor tales argumentos sobre las mentalidades. ¿Cómo establecemos relaciones convincentes entre procesos culturales similares en una sociedad? ¿El argumento de las mentalidades puede establecerse con la estructura suficiente como para que aparezca una imagen clara de las causas históricas que actúan sobre el tiempo? En pocas palabras, ¿cómo resolvemos la tensión entre los modos de análisis antropológicos e históricos? Éstos son problemas a los que se enfrenta cualquiera que realice historia cultural, y es útil considerarlos en el trabajo de un maestro. Por un lado, el argumento de Le Goff de que «pensar en tríos» fue una tendencia fuerte en la teología y en la sociedad tiene el apoyo de evidencias convergentes y de metáforas extraídas de pronunciamientos políticos y religiosos y de los registros del cambio social, en especial la aparición de los burgueses. Por otro lado, Le Goff afirma simplemente la relación entre la cartografía medieval y el purgatorio -señalando el «realismo» creciente en ambas representaciones, pero no la desarrolla. ¿Es la exactitud lo que en realidad está en juego al visualizar al purgatorio como un lugar o al discutir su localización? Más aún, la pretensión de que existe un vínculo entre la práctica judicial y la justicia del purgatorio se apoya sólo en una afinidad general entre las reglas de la «tolerancia» o de la indulgencia en los libros de derecho canónico y en la bondad angelical, al determinar el tiempo de la estancia de un alma en el purgatorio. ¿Podríamos hallar un vínculo más preciso, alguno que hubiera excitado la imaginación de más personas? Los siglos XII y XIII fueron precisamente el periodo en el cual, tanto para el derecho secular como para el canónico, se empezó a prohibir la ordalía para obtener alguna prueba de inocencia o de culpabilidad a cambio de las pruebas establecidas por la confesión, los testigos y la tortura. Ambos eran procesos muy bien conocidos; de hecho, la ordalía era un ritual religioso público. Tanto la ordalía como la tortura usaban al cuerpo -o a Dios que actuaba a través del cuerpo- para establecer la culpabilidad o la inocencia. Si la herida proveniente de sostener un acero candente sonaba bien, el acusado estaba «purgado»; si el acusado pasaba por la tortura sin confesar, él o ella quedaba «purgado de los indicios de culpa». Los nuevos procedimientos recuerdan más al purgatorio en su esfuerzo por extraer de una manera más racional la culpabilidad al inocente -darle al inocente más oportunidades de quedar limpio- y al asumir que soportar el dolor durante un cierto periodo de tiempo es una manera de purificarse. A la tortura judicial se le dijo Gehenna al poco tiempo, pero ésta era un infierno del que no había salida. Ya sea sólo un esbozo o algo argumentado a profundidad, la relación que hace Le Goff del interjuego entre el purgatorio y otros rasgos de la sociedad en los siglos XII y XIII siempre resulta estimulante. Irónicamente, la misma multiplicidad de contactos que él hace amenaza con oscurecer las fuerzas históricas de largo plazo que su libro querría hacernos creer que funcionaban. Los actores centrales eran la Iglesia y los laicos, y lo que estaba en juego era el dominio espiritual. Desde el principio, clérigos y laicos colaboraron en la construcción del purgatorio -de hecho, el académico soviético Aaron Gurevich discutió que Le Goff no le diera más peso a la contribución popular en las visiones del otro mundo-. A partir de Agustín, el movimiento hacia un tercer lugar ofreció una ruta moderada, al eliminar las pretensiones radicales tanto de milenaristas como de heréticos. Cualquiera que haya sido la gratificación y la esperanza que le dio a los vivos, cualquiera que haya sido la concesión que hiciera a las ciudades y a los banqueros de este mundo, el purgatorio fue el reino de la clerecía posgregoriana, un reino que recibió su mapa conforme la monarquía papal alcanzó su cúspide, durante el momento más brillante de la expansión clerical. La clerecía definió al purgatorio y se convirtió en su portero en este mundo. El purgatorio la tenía atareada, rezando por sus almas. Compitió y al final derrotó a otros visitantes de muertos, tales como los especialistas de pueblo que veían en la noche al pariente muerto del vecino. No es sorpresa que los heréticos medievales rehusaran creer en el tercer lugar y que los protestantes del siglo XVI lo demolieran, y representaran a los sacerdotes como vampiros. Le Goff concluye su relato con dos eventos de principios del siglo XIV que significaron un triunfo de los clérigos y de los laicos sobre el otro mundo: la decisión del papa de abreviar las penas de las almas que estaban en el purgatorio y la composición de Dante del Purgatorio, cuyo texto resulta sumamente enriquecido por el material de este libro. El purgatorio, desde luego, tuvo una vida posterior muy activa en los siglos siguientes, con la multiplicación de las misas para los difuntos, el establecimiento de las fraternidades dedicadas a las almas del purgatorio y la promoción de la venta de indulgencias. Parece factible que la mayoría de los católicos llegara a creer que el purgatorio era el lugar al que se dirigían: las misas por los muertos costaban unos cuantos «sous», y aunque los ricos o los precavidos pagaban en sus testamentos las misas que habrían de celebrarse por ellos hasta el final de los tiempos, mucha gente calculaba que varios años eran con probabilidad suficientes. Si la muerte era la gran niveladora, como en la «danse macabre», el purgatorio era la amplísima avenida del ascenso. Para aquellos que preferían confiar en la divina providencia antes que hacer planes con ansiedad para la otra vida, la insistencia protestante de que los muertos estaban fuera de nuestro alcance llegó como un alivio. La religión de sólo dos lugares, de cielo e infierno, también era la religión del clero de todos los creyentes, la que pedía una idea más severa de la responsabilidad en este mundo opuesta a la segunda, tercera y cuarta alternativas que ofrecía la madre Iglesia. La enseñanza calvinista animó el pesimismo en cuanto a la vida futura, ya que los elegidos eran pocos, el usurero manifiesto tenía asegurado el infierno, y hasta el comerciante justo podía estar ardiendo internamente de pecado. Sin embargo, muchos protestantes de las primeras generaciones de la reforma pudieron creer que el cielo era su destino. Se tomaba como buen signo una muerte tranquila y piadosa; las efigies de almas aladas en las lápidas de Nueva Inglaterra sugieren que a los niños les gustaba imaginar a sus padres en el paraíso. Posteriormente, conforme las sociedades protestantes se asentaron con más claridad en relación con elegido y el reprobado, los fuegos eternos ardieron con más viveza en los sermones y presumiblemente en la vida de la gente. Algunos pastores acongojados empezaron a lamentar la pérdida de un tercer lugar, mientras que para el siglo XVIII -como lo demostró el difunto D. P. Walker en The Decline of Hell-, los místicos, filósofos y sectarios protestantes habían regresado a la idea de un solo lugar proveniente de Orígenes. Después de un adecuado periodo de tormento, necesario todavía para disuadir a los malvados en este mundo, todos podían seguir rumbo a la salvación. Unas décadas después, los pintores de la católica Provence representaban al purgatorio como la escena de la salvación eufórica de las almas; las llamas empezaban a desaparecer de la vista. Estos distintos finales felices pueden parecer modestos para los actuales lectores occidentales, atrapados como estamos en la»decadencia de la muerte», o cuando menos de la muerte natural. Pero como demostró el libro de Jacques Le Goff, para el nacimiento del purgatorio, cada uno puede ser tratado como un sistema imaginativo vinculado íntimamente con las estructuras de poder, clase y control; cada uno es parte de un proceso por medio del cual se han creado amplios estados de ánimo sociales así como cambios en las categorías culturales. Su libro no sólo aclara la historia remota, sino que muestra cómo puede ser usada para penetrar la densa textura del pasado.

[Natalie ZEMON DAVIS. «Finales felices», in Historias. Revista de la Dirección de Estudios Históricos (México), nº 36, octubre de 1995-marzo de 1996, pp. 153-157]