Peter Burke (Londres, 1937) ha sabido compaginar la amenidad y capacidad comunicativa con el rigor, el interés por la teoría y el diálogo permanente con otras disciplinas como la antropología, la sociología, la lingüística o la historia del arte. “Sociología e historia” (1987) o “Hablar y callar: funciones sociales del lenguaje a través de la historia” (1996) son una buena prueba de ello. “La revolución historiográfica francesa: la escuela de los Annales, 1929-1984” (1996) y “Formas de hacer historia” (1993) permiten seguir las transformaciones más recientes en el modo de trabajar los historiadores. En un panorama dominado por los estudios socio-económicos hizo una apuesta por una nueva forma de historia cultural que destacara los préstamos más que las hegemonías. Este es el caso de “La cultura popular en la Europa moderna” (1991) o sus dos títulos más recientes, “Una historia cultural del humor” (1999) y “Variedades de la historia cultural” (2000). Frente a una historia social de la cultura, Burke ha propuesto una historia cultural de la sociedad. Sus libros sobre el renacimiento italiano, traducidos a una treintena de idiomas, han llegado a ser un punto de referencia imprescindible. Por su parte, “La fabricación de Luis XIV” (1995) refleja su interés por la imagen del poder y la utilización de los documentos visuales como fuente documental para la historia. Pocos historiadores británicos han tenido tan buena acogida en nuestro país como Burke. Convencido de que los cambios en la forma de escribir historia no apuntan más que transformaciones en el panorama general de las ideas, Burke se ha convertido en un verdadero sismógrafo de los cambios culturales recientes.
–Usted es profesor de Historia de la Cultura en la Universidad de Cambridge. Los estudios culturales han adquirido un creciente protagonismo en los últimos años, pero las cosas eran distintas cuando iniciaba su carrera académica.
–Efectivamente, la historia cultural estaba muy poco considerada cuando estudiaba en Oxford a finales de los cincuenta. Antes de ir a la universidad había pensado ser artista. Me gustaba pintar y dibujar. En Oxford sólo se podía escoger una especialidad. Una de ellas era el Renacimiento Italiano. Es la que yo elegí. Luego mi “college” me facilitó el dinero para ir a Italia.
–… donde obtuvo una idea bastante distinta a la de Burckhardt.
–Es cierto. Aunque no comparta la visión de Burckhardt según la cual el renacimiento fue un movimiento exclusivamente italiano, antropocéntrico y moderno, todavía admiro mucho sus libros. Pero pienso que tenemos que hacer algo diferente. En primer lugar no podemos seguir escribiendo la historia del “espíritu de los tiempos” como Hegel proponía. Un espíritu caracterizado por la homogeneidad cultural. Tenemos que mirar las diferencias y conflictos; esto es lo que me ha llevado a la noción de “encuentro cultural”. Cuando gente de una parte del mundo descubre gente de otra muy distante, como Colón hizo con el Nuevo Mundo, se produce un encuentro. Me gustaría utilizar este modelo para explicar lo que ocurre cuando la gente de Inglaterra descubre Italia o, incluso, para hablar de la relación entre la cultura de la clase media y la de la clase trabajadora en un determinado país.
–¿Quiere decir esto que una consideración más abierta de nuestro pasado cultural puede ser un buen remedio para los problemas de convivencia en las sociedades multiculturales de hoy día?
–Sí. La convivencia es una cuestión clave. Yo suelo dar a mis estudiantes de Cambridge un curso sobre temas como la España multicultural del siglo XV que ayudan a comprender los problemas derivados de la convivencia. Ciertos problemas del pasado no fueron totalmente diferentes de los actuales.
–Pero una excesiva atención a las cuestiones culturales podría derivar en un constructivismo tanto o más pernicioso que el economicismo que usted ha contribuido a destronar.
–La exageración siempre es peligrosa. Pero quiero romper una lanza en favor del constructivismo moderado. Porque cuando empecé mi carrera como historiador, la gente hablaba de las naciones, las clases sociales o las costumbres como realidades objetivas, inamovibles. Y creo que tenemos que ser conscientes de que, hasta cierto punto, todos nosotros obedecemos a identidades construidas. La construcción es posible en tanto que hay una materia prima. Así pues, constantemente reconstruimos conceptos como el de nación y otros por el estilo. Ahora bien, dicho esto, estoy de acuerdo en que el culturalismo podría ser tan peligroso como el economicismo.
–Usted ha escrito que la forma como se escribe la historia se inscribe en el conjunto de los cambios culturales de mayor amplitud. ¿Cómo interpreta la pérdida de interés por la estructura social y el “retorno de los actores”?
–No estoy seguro de que éste sea un cambio profundo. A nivel popular, la gente siempre ha estado más interesada en la historia de las personas que en la de las estructuras. A nivel académico, no creo que muchos historiadores hayan perdido el interés por las estructuras. Lo que ocurre es que a finales de los cincuenta y durante los sesenta algunos historiadores escribieron una historia económica y social sin personas: una historia de grandes tendencias, macroeconómicas o macrosociales, repletas de estadísticas pero presentando una multitud sin rostro.
–¿Se refiere a trabajos como los de Le Roy Ladurie dedicados a la historia del clima?
–Exacto. Hasta que se dieron cuenta de que no era suficiente estudiar el papel de la multitud en la historia, sino que había que retratar a los individuos, fueran típicos o no, que es lo que luego ha hecho la microhistoria. Mi maestro Hugh Trevor Ropper siempre me decía que la historia ha de tratar sobre la interacción entre lo que se encuentra bajo el control humano y lo que está fuera del control de las personas. Los historiadores han de tener en cuenta ambos factores y encontrar la síntesis.
–El problema es que la reciente explosión de biografías sólo destaca uno de estos factores.
–Pero eso no es nuevo. Las librerías siempre han estado llenas de biografías históricas.
–Y en los últimos años algunos estudiosos han identificado la historia con una narración en la que la objetividad perdería toda razón de ser.
–Creo que la comparación entre historiadores y novelistas tiene un lado bueno, ya que los historiadores dedican buena parte de su trabajo a “contar historias” y, en este sentido, quizá pueden aprender de novelistas recientes algunas de sus técnicas. Pero los historiadores no sólo cuentan historias. También hacen análisis, lo cual requiere teoría. Frecuentemente, los historiadores han sido acusados de ser demasiado empiristas, especialmente en mi país.
–En alguna ocasión ha afirmado que Marx, Durkheim, Weber o Malinowski aún tienen mucho que enseñarnos. Por las páginas de sus libros desfilan constantemente pensadores como Freud, Foucault o Bourdieu.
–Creo que los historiadores más que aplicar la teoría tienen que comprobarla. En este sentido tienen mucho que aprender tanto de las viejas teorías de Marx o Weber como de las más recientes de Foucault o Bourdieu. Tienen que dotarse de instrumentos que les permitan afinar sus facultades críticas. Y prepararse para modificar la teoría si ésta no se adapta a la situación estudiada.
–Un colega suyo en la Universidad de Cambridge, el profesor Quentin Skinner, detectó hace pocos años un retorno de la Gran Teoría.
–Leí el libro cuando apareció y me quedé sorprendido por el título ya que me parece que la Gran Teoría nunca se había ido. Ciertamente, muchos historiadores no están interesados en la teoría, pero otros muchos nunca han dejado de estarlo. Otros analistas, como los sociólogos o los antropólogos, siempre han trabajado con la Gran Teoría.
–Pero usted ha hablado de la atomización de la imagen del pasado que presentan algunos historiadores por falta de una teoría que dé sentido a sus investigaciones.
–Sí. En el siglo XIX los historiadores creían en el progreso porque tenían una teoría que interpretaba el pasado de manera global. El problema empezó cuando se volvieron escépticos acerca de esta posibilidad pero sin plantear nada a cambio. Desde entonces unos pocos historiadores miran a los teóricos sociales y culturales para hallar una alternativa. Pero el resto de la profesión se centra en un periodo determinado a menudo sin mirar cómo se relaciona con todo lo demás. El resultado es desastroso. La especialización es necesaria. Nuestro trabajo consiste en conectar nuestra especialidad con la imagen general. Y para ello la teoría es muy necesaria.
–¿Piensa que podemos hablar de un giro visual de las investigaciones históricas?
–Sí, del mismo modo que en su momento hubo un giro lingüístico creo que podemos hablar del inicio de un giro visual.
–… que podría considerarse como una retroproyección de nuestro universo mediático-icónico.
–¿De la era de la televisión? Sí, claro. Pero éste no es mi caso ya que no tuve televisión en casa hasta, más o menos, los 35 años. Para mí todo esto forma parte del interés por el dibujo y la pintura desde que era niño o mi costumbre de visitar galerías y museos en Londres. Así es como llegué a este proyecto. Durante seis años di un curso a mis estudiantes de Cambridge sobre el empleo de las imágenes como fuente histórica. Y comprobé que algunos de ellos eran muy buenos interpretando imágenes porque son el resultado de la generación de la postelevisión. He hecho el experimento de mostrarles imágenes que nunca habían visto antes, pedirles que intentaran interpretarlas y me he quedado muy impresionado por la forma tan ingeniosa como hacían discurrir sus ideas.
–¿No ve en todo ello un riesgo de empobrecimiento intelectual?
–Por supuesto, si sólo miramos imágenes y abandonamos los textos. Por eso tenemos que encontrar de algún modo un equilibrio. Durante mucho tiempo la historia ha sido logocéntrica porque la noción de prueba era básicamente textual. No pretendo reemplazar los textos, sino emplear también las imágenes.
–En sus libros sobre la fabricación de Luis XIV y de Carlos V ha estudiado el papel de las imágenes en la legitimación de los gobernantes. ¿Ve paralelismos entre los dirigentes del pasado y los del presente?
–Sí, porque viviendo en la era de la imagen la mayoría de los líderes políticos son muy conscientes de su proyección visual. Recuerdo los esfuerzos que tuvo que hacer la señora Thatcher para mejorar la imagen antes de sus primeras elecciones. Las técnicas son similares, son los medios los que han cambiado.
–¿Cree que se está abandonando lo que se llamó “la historia desde abajo” en favor de temas que ponen el énfasis en las elites?
–No estoy muy seguro. Al menos en Inglaterra la gente que se interesa por la historia siempre ha comprado biografías de gente famosa. Es irónico, pero lo verdaderamente popular en historia tiene que ver con las elites. Lo que más interesa a los ingleses de su pasado es la familia real. En cambio entre las elites, al menos las ilustradas, hay un interés creciente por la gente ordinaria. Es una inversión irónica. Yo diría que lo que está cambiando en los últimos años es la división drástica entre la alta cultura y la cultura popular derivada de un mayor interés por los encuentros, la base común y los estadios intermedios.
–Se ha hablado de una creciente fascinación por la historia en manifestaciones como la novela, el cine, las exposiciones, el turismo o los videojuegos. ¿Qué papel cree que están llamados a desempeñar los historiadores en la sociedad del ocio y las nuevas tecnologías?
–Es indudable que el público de los historiadores está cambiando. En el pasado sus patrones fueron los reyes y gobernantes que pagaban para oír sólo una determinada versión de la historia, aquella que favorecía sus intereses. En el XIX, esta función fue ocupada en parte por una burguesía ilustrada. Hoy el destinatario es un público más amplio y diverso. En ocasiones, menos formado. Pero lo que está claro es que se trata de un público que tiene sus propios gustos. Los historiadores tenemos que saber alcanzar un compromiso, hemos de hacer la historia accesible. Hemos de intentar que el máximo número posible de gente se interese por lo que decimos, pero sin alterar lo que tenemos que decir sólo para ganar audiencia.
–En España está teniendo lugar una polémica sobre el contenido de los programas de historia en la enseñanza secundaria. Unos quieren poner a buen recaudo lo que llaman el tronco común de nuestro pasado y otros quieren destacar la diversidad. La diversidad es también una característica en la historia de su país.
–Ante todo, no creo que éste sea el problema principal. Teníamos un programa elaborado en su día por el gobierno laborista que promovía la historia social. Entonces vino el gobierno Thatcher, que quería sólo reyes y reinas, batallas, glorias nacionales y exaltación del imperio. Creo que en la formación de los niños en el colegio no se debería hacer demasiado hincapié en la historia nacional, sino en la del mundo; a partir de ahí, si viven en Europa, han de conocer algo sobre la historia europea en su conjunto y luego habría que dejar algún lugar para la historia nacional e incluso la local. Pienso que es posible compaginar estos cuatro elementos en la educación que los escolares reciben hasta los 15 o 16 años. Por supuesto, esto no está ocurriendo en Inglaterra, donde cada vez más se enseña historia británica.
[Joan-Lluís PALOS. «El público del historiador está cambiando. Entrevista con Peter Burke», in La Vanguardia (Barcelona), 19 de enero de 2001, pp. 10-11]