Teoría de la historia

Universidad Nacional de General Sarmiento. Instituto de Ciencias. Área de Historia. Director del área de investigación "Poéticas de la historiografía". BUENOS AIRES ❖ ARGENTINA

Categoría: ⏏ CINE HISTÓRICO

⏏ Good bye, Lenin! [2003]

Desde su estreno mundial en la Berlinale 2003, Good Bye Lenin! se convirtió no sólo en el mayor éxito del cine alemán en décadas, con más de siete millones de entradas en el mercado local y ventas a 70 territorios en todo el mundo. Esta comedia agridulce del director Wolfgang Becker se volvió también el detonador de un fenómeno sociológico que los propios alemanes han dado en llamar Ostalgie, una súbita nostalgia –a casi quince años de la caída del Muro– no sólo por los productos, objetos y estéticas de la vieja República Democrática Alemana (DDR), sino también por sus valores y utopías perdidas. El punto de partida del guión de Becker y su colibretista Bernd Lichtenberg puede rastrearse en el Rip Van Winkle de Nathaniel Hawthorne –en donde el héroe de la fábula se duerme como súbdito de la corona británica y se despierta como ciudadano libre de los nuevos Estados Unidos– pero alcanza en Good Bye Lenin! un sesgo muy particular, como si los autores del film hubiesen sabido cristalizar en el film, de neta intención comercial, el Zeitgeist, el espíritu de su época. La noche del 9 al 10 de junio de 1989 cae, como si hubiera sido de papel, el Muro de Berlín. Pero Christiane (interpretada por Katrin Sass, una ex estrella del cine germano-oriental) no se entera. Ciudadana de Berlín Este y militante devota del Partido Comunista, al que le dedicó toda su vida, Christiane yace en coma, luego del shock sufrido al presenciar una manifestación de oposición al régimen, en la que su hijo Alex (Daniel Bruhl) es apaleado por la policía de la DDR. Ocho meses después, la bella durmiente despierta, pero los médicos le informan a Alex que cualquier emoción fuerte puede acabar con su vida. ¿Cómo explicarle entonces que todo en Alemania ha cambiado, que el país en el que Christiane creció y creyó ya ni siquiera existe? Sobre esa premisa trabaja el film de Becker. En un acto de amor filial, Alex hará todo lo posible para que su madre siga viviendo en el país ideal en el que creía vivir, aunque tenga que reconstruirlo en el dormitorio de su departamento de Alexanderplatz, donde ha quedado confinada. Primero, simplemente se conforma con no informarle de la nueva situación, pero poco a poco, a medida que las modas y costumbres de Berlín occidental avanzan sobre el territorio oriental, Alex deberá ir perfeccionando paulatinamente su impostura, hasta ir reescribiendo la historia en sentido inverso, para construir –aunque sea en ese microcosmos de cuatro paredes– la utopía socialista que debió haber sido y no fue. Alex pasa de esforzarse por conseguir productos orientales que ya no existen en el supermercado hasta llevar frente a la cama de su madre enferma a un grupo de niños disfrazados de pioneros, dispuestos a cantar los viejos himnos del catecismo socialista por unos relucientes marcos occidentales. Más complicado aún le resulta explicarle a Christiane por qué los estandartes que celebraban el 40 aniversario de la DDR han sido reemplazados por imponentes avisos de la Coca-Cola. Y como la ambición de Alex es la de algún día convertirse en cineasta, no puede escapar a la tentación de practicar con su madre, a quien le prepara emisiones de televisión especialmente diseñadas para su visión del mundo. El apogeo de la farsa llega cuando Christiane sale a la calle y descubre para su felicidad –siempre según la particular construcción de la realidad que le ha ido organizado Alex– que las masas de Berlín occidental, hartas del capitalismo salvaje, han decidido atravesar el fatídico Muro para vivir del lado oriental las ventajas de un mundo mejor, más solidario y más equitativo. No toda la película de Becker es capaz de mantener el ritmo de esta locura y, hacia su segunda mitad, Good Bye Lenin! se hace algo larga, quizá complaciente y sin duda sentimental, con la aparición del padre de Alex para explicar psicológicamente la exagerada devoción política de Christiane. Pero aún así, Good Bye Lenin! tiene en todo caso la virtud de no mirar por encima del hombro a sus personajes, ni hacer leña del árbol caído. Por el contrario, pareciera que la mirada de la película permite descubrir una DDR que no fue solamente la de la Stasi (la temible policía secreta del régimen) y en la que vibraba, pese a todo, una vida cotidiana, hecha de pequeños placeres, de sueños, de sentimientos, que hoy forman parte de la memoria emotiva de una sociedad capaz de reconocerse en sus contradicciones.

[youtube.com/watch?v=hTuJuj2JYO8]

Dirección: Wolfgang Becker. País: Alemania. Año: 2003. Duración: 121 m. Interpretación: Daniel Brühl (Alex), Katrin Sass (Madre de Alex), Chulpan Khamatova (Lara), Maria Simon (Ariane), Florian Lucas (Denis), Alexander Beyer (Rainer), Burghart Klaussner (Padre de Alex), Franziska Troegner (Sra. Schäfer), Michael Gwisdek (Director Klapprath). Guión: Bern Lightenberg. Producción: Stefan Arndt. Música: Yann Tiersen. Fotografía: Martin Kukula. Montaje: Peter R. Adam. Dirección artística: Lothar Holler. Vestuario: Aenne Plaumann.

[Luciano MONTEAGUDO. «La utopía socialista que debió haber sido y no fue», in Página/12, 3 de junio de 2004]

⏏ La cinta blanca [2009]

Soberbia radiología social de la educación de una generación que supondría el germen del nacionalsocialismo alemán. La sospecha no resoluta recorre “La cinta blanca” como arma del discurso hanekiano que invita a la reflexión. Afirma Michael Haneke, radiólogo exquisito de la podredumbre humana, que su intención para con el discurso cinematográfico es la de ampliar ese problemático margen para el espectador en el que no importa tanto lo que se cuenta como lo que no se cuenta, o se cuenta fuera de campo. Lo que otrora se convirtió en la base de la gramática más punitiva del autor, la misma que recorría las excelsas “Funny games” (1997) o “La pianista” (2001) y las hacía insoportables e hipnóticos ejercicios de flagelación moral, alcanza en “La cinta blanca” una nueva dimensión, si cabe más tremebunda: con menos explicitud off-screen, la mayor penetración de ese molesto calado que logra indefectiblemente el cine del austríaco, se erige aquí desde la consciencia que el espectador adopta, apriorísticamente, de la repercusión posterior de aquello que le es expuesto. Rodada en blanco y negro, Haneke refuerza con la elección tanto la contextualización socio-histórica como la opresiva atmósfera de crimen y castigo, la duplicidad moral que pervierte cual veneno lento una pequeña población luterana del norte de la Alemania inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial. A través de una voz narradora que busca más el distanciamiento con los hechos que la visión subjetiva, asistimos a la serie de acontecimientos desgraciados que alteran el status quo al tiempo que la narración alterna su foco con la educación que los niños y adolescentes de la aldea reciben. En ese contexto, figuras única y significativamente bautizadas por su desempeño social, como el barón, el pastor o el doctor sirven a distintos fines: el barón explicita el carácter feudal e introduce la fricción interclasista, como puntos de partida también necesarios para entender el germen del odio; el pastor  hace palmaria la asfixiante obligación de la inocencia en el infante, permanentemente anulado por la aplastante culpa que le ha sido impuesta; y el doctor escenifica los horrores subterráneos de la doble moral, generadores de traumas que también participan de ese fatal caldo de cultivo generacional. Si “El lector” de Bernhard Schlink se posicionaba como obra literaria clave en el sopesamiento de los “círculos de culpa” y la complicidad de una nación en la responsabilidad del ascenso y terror del nacionalsocialismo alemán (algo que, por cierto, ni la adaptación de la novela a manos de Stephen Daldry ni la fallida “Good” supieron trasladar a la pantalla tan bien como un filme en principio ajeno como era  “Vals con Bashir”), no es descabellado señalar a “La cinta blanca” como el reverso germinal de aquella, uno que acude a la raíz misma para relatar lo que Manohla Dargis (The New York Times) ha venido a denominar «una historia sobre la fundación del nacionalsocialismo». Pero, más si cabe, y al margen de fascismos específicos, la cinta de Haneke quiere subrayar el impacto de la educación y los riesgos implícitos en la evolución de una idea, de una doctrina inculcada. Y lo hace con desesperanza y gelidez, infundiendo la sospecha nunca resoluta del espectador sobre la candidez de un grupo de niños que parecieran traducciones hanekianas de los infantes de “El pueblo de los malditos” (Wolf Rilla, 1960), y destrozando sin clemencia el único ápice de inocencia incorruptible, encontrado aquí en Karli, hijo de la comadrona del pueblo que padece síndrome de Down. Otra víctima más, al fin y al cabo, del pesimismo humanístico, marca del autor, aquí conjugado en uno de sus más devastadores ensayos y, también, el más cercano a la historia que éste se ha permitido.

[youtube.com/watch?v=5qGashFMKAY]

Título original: Das weisse band. Dirección y guión: Michael Haneke. Países: Alemania, Austria, Francia e Italia. Año: 2009. Duración: 144 min. Género: Drama. Interpretación: Leonie Benesch (Eva), Josef Bierbichler (encargado), Rainer Bock (doctor), Christian Friedel (maestro), Burghart Klaussner (pastor), Steffi Kühnert (Anna), Ursina Lardi (Marie Louise), Susanne Lothar (comadrona), Gabriela-Maria Schmeide (Emma), Ulrich Tukur (el barón). Producción: Stefan Arndt, Veit Heiduschka, Margaret Menegoz y Andrea Occhipinti. Fotografía: Christian Berger. Montaje: Monika Willi. Diseño de producción: Christoph Kanter. Vestuario: Moidele Bickel. Distribuidora: Golem.

[Jordi REVERT. «La cinta blanca. La educación del odio», in La Butaca. Revista de cine, 15 de enero de 2010]

⏏ El regreso de Martin Guerre [1982]

Una historia real convertida en leyenda es el motivo de la película de Daniel Vigne que no fue aceptada, contra la opinión de la mayoría, en la selección oficial del festival de Cannes de hace dos años. Un grave error puesto que es una de las más interesantes producciones francesas de los últimos años: una película que retoma la tradición de contar esencialmente una anécdota dejando en segundo plano sus posibles significaciones, en caso de que las haya. La de Martin Guerre es la historia de una impostura. En el siglo XVI, y acabada una de sus guerras, regresa a su pueblecito el muchacho que había huido ocho años atrás acusado de impotencia sexual tras su prematura boda, reencontrando a su mujer, sus padres y amigos, con una alegría nueva. La vida renace para él y los suyos hasta que unos impertinentes mendigos le identifican como impostor: no es el auténtico Martin Guerre aunque todos le hayan reconocido como tal. La historia de amor en que se había convertido la película, puesto que la pasión de la esposa cobraba espontaneidad por vez primera, se transforma en un juego de intriga y, a la postre, en un documento sobre la vida rural de aquel siglo. Por la pantalla circulan personajes y temas cautivando al espectador a golpe de sorpresas: en el resultado final puede importar más el divertimento que el reflejo de aquel tiempo en que un hombre fue sospechoso de usar la esposa y el dinero de otro y, por tanto, de atacar los más sagrados cimientos de su época. Pero no es a costa de inverosimilitudes o de descuidos en su realización. La película es pulcra y en la reconstrucción ambiental y el trabajo de los principales intérpretes se apoyan muchos de sus aciertos. Incluso desprende cierta magia en todo el ambiente quizá porque, como dicen sus autores, es extraño encontrar una historia real construida como si de una historia inventada se tratase.

Dirección: Daniel Vigne. País: Francia Año: 1982. Guión: Jean Claude Carrière. Fotografía: André Neau. Música: Michel Portal. Edición: Denise de Casablanca. Reparto: Gérard Depardieu, Nathalie Baye, Roger Plancho, Maurice Jacqemont, lsabelle Sadoyan, Rose Thiery. Producción: Paul Maigret. Duración: 123 mins.

[Diego GALÁN. «Historia y leyenda», in El País, 9 de octubre de 1984]

⏏ Shoah [1985]

Once años tardó el intelectual francés Claude Lanzmann -ex director de la revista Les Temps Modernes, fundada por su amigo Jean-Paul Sartre- en rodar la película Shoah, de nueve horas y media de duración. Testigos judíos que se salvaron de los campos de exterminio nazis y vieron morir a los de su religión, responsables nazis de aquel proyecto del horror que, por vez primera, dan explicaciones técnicas ante una cámara clandestina y polacos que vivieron en los pueblos cercanos a los campos aparecen en este exhaustivo y profundo testimonio. «Shoah pone la memoria en movimiento», dice su autor. […] La versión original incluye diversos idiomas, sobre todo el alemán. De ahí que el temperamental Lanzmann se devane los sesos buscando misteriosas razones y hablando como si Shoah fuese su fantasma de la guarda. Razones tiene para tan intensa obsesión: no en vano de 1974 a 1985 su vida y su aventura de conocimiento y de peligro fue Shoah (aniquilación, en hebreo). Se nota cuando habla que el filme lo determina hasta el punto de hacerle perder los papeles, como en una entrevista para televisión hecha estos días, en la que descalificó con cajas destempladas a un periodista tras preguntarle éste su punto de vista sobre la represión judía en los territorios ocupados. Para Lanzmann, Shoah es una no-ficción: «Lo particular, el tema, es la exterminación de los judíos por los nazis, pero lo importante es que no hay imágenes documentales. Todo ha sido rodado en el día de hoy, por eso se trata de una película del presente». Ese presente ya es pasado para Lanzmann, que leyó una ingente documentación sobre el holocausto en las cámaras de gas y buscó a los supervivientes, tanto judíos como nazis. Diez de estos últimos intervienen en Shoah: «cada nazi que aparece es un milagro». Lanzmann llegaba a ellos, les mentía haciéndose pasar por riguroso y aséptico profesor de historia, les ponía una especie de bolsa delante -el objetivo clandestino de una cámara disimulado por estrellas de fantasía que decoraban el bulto- y les pedía detalles «técnicos, no morales». Uno de los nazis se muestra orgulloso de la precisión en el funcionamiento de la red de trenes que llegaban a Polonia y descargaban en Treblinka, Sobibor o Chelinno el ganado humano convertido luego en cenizas. Otro descubrió la cámara oculta y Lanzmann acabó, apaleado, en un hospital. Los nazis destruyeron aquellos campos y plantaron árboles encima: ahora hay allí paisajes brumosos que la cámara recorre lentamente en Shoah mientras se suceden imágenes de trenes y fríos testimonios que desgranan los detalles y muestran las raíces sobre las que creció el bosque. «No quedan fotos, no quedan huellas, y todo el filme está hecho a partir de esta falta de rastros», dice Lanzmann. «Shoah parte de la muerte, se asienta sobre la nada basada en la nada, presenta testimonios de personas que no se encuentran ni se dan la mano, y por ello es una película imposible». Claude Lanzmann, hijo de uno de los líderes judíos de la Resistencia francesa durante la II Guerra Mundial y resistente él mismo en aquel período, responde a la pregunta de por qué ha hecho este filme: «Por cabezonería; era difícil que pudiera parar una vez que empecé. Una película es siempre una guerra, y ésta fue una guerra absoluta». Añade que en su familia nadie fue deportado, por lo que no hubo razones sentimentales para iniciar Shoah. «Hay cosas que no comprendo ni yo mismo por qué las he hecho. El creador ha de contar con razones opacas. Si se es transparente, la creación es difícil. De ahí que, por dichas razones opacas, la aventura de Shoah me haya hecho cambiar».

[youtube.com/watch?v=rqhaEBZx-Ck&feature=player_embedded]

[Andrés FERNÁNDEZ RUBIO. «Claude Lanzmann presenta en España ‘Shoah’, película sobre los campos de exterminio nazis», in El País, 25 de junio de 1988]

⏏ Camila [1984]

Camila está basada libremente en la historia de una joven de familia aristocrática llamada Camila O´Gorman y su trágico final, fusilada junto con su amante y compañero, Ladislao Gutiérrez, un cura que dejó los hábitos y se fugó de Buenos Aires junto a ella en diciembre de 1847. Instalados en Corrientes, donde gozaban del aprecio de la población, fueron reconocidos, apresados y finalmente fusilados el 18 de agosto de 1848, por orden de Juan Manuel de Rosas, en cumplimiento de las leyes vigentes en aquel entonces. En el momento del fusilamiento ella estaba embarazada. La muerte de ambos fue mucho más que un hecho en sí mismo, la oposición se burlaba de Rosas y del escándalo que suponía la fuga; la Iglesia ejercía presión y los defensores del gobierno lo instaban a tener mano dura. Por ese motivo es que la película Camila es mucho más valiosa, es una crítica que excede a un período o a un gobierno, es más bien una denuncia a la intolerancia y a los manejos políticos de todos los grupos de poder, donde las víctimas terminan siendo dos jóvenes apasionados. Camila se estrenó en mayo de 1984 y fue filmada cuando regresábamos a la democracia. Los temas del film pegaron muy profundo en el público local; la película llevó dos millones y medio de espectadores, convirtiéndose en uno de los mayores éxitos de la historia del cine argentino y en uno de los pocos donde la popularidad iba de la mano con la calidad artística. Premios internacionales y una nominación al “Oscar” como Mejor Película Extranjera, fueron las valoraciones que tuvo el film más allá de nuestras fronteras. María Luisa Bemberg inicia el film con un prólogo donde la abuela de la protagonista – La Perichona, vieja amante de Liniers, recluida en el mirador, como una vergüenza familiar – le pregunta al llegar a la estancia: “¿Te gustan las historias de amor?”, Camila, aun niña, le contesta: “No sé”. Hay tanta profundidad y complejidad en este breve diálogo, que sólo un espectador poco despierto podría ignorar que estamos frente a un film realmente valioso. Camila es un film político que denuncia los mecanismos de poder de las instituciones que siempre dominaron al país y, también, una denuncia contra los valores morales represores de la Argentina católica que aun hoy persisten (hace poco se prohibió, en el conurbano bonaerense, homenajear a Camila y Ladislao con una estatua). Y Camila es aun más. Es, como muchas otras mujeres directoras lo han entendido en el mundo, un ensayo sobre el amor y el contradictorio rol que las mujeres deben jugar frente a él en la sociedad. Desde siempre, Bemberg denunció un patriarcado que afecta a hombres y a mujeres y que – entre otras cosas – se opuso desde siempre al placer y a la felicidad de las personas. No es accidental que todo este interesante entramado ideológico viniera de una mujer directora. Cuando tenía casi sesenta años, María Luisa Bemberg estrenó Momentos, su primer largometraje. A la edad en que la sociedad le dice a las personas que tienen que jubilarse y donde particularmente las mujeres ya no son tenidas en cuenta, ella inició una breve, pero imprescindible, filmografía que marcó un antes y un después en la historia del cine argentino. Había escrito dos largometrajes, Crónica de una señora (1971) y Triángulo de cuatro (1974) y dirigido dos cortometrajes que ya marcaban tendencias en su cine posterior. Bemberg tuvo éxito con la mayoría de sus films; por sus temas y su talento se convirtió en la directora de cine más importante de la historia del cine argentino. Cuando ella empezó a filmar, estaba prácticamente sola, cuando terminó su filmografía y en parte gracias a ella, las mujeres estaban llegando con mayor facilidad a la dirección. Camila fue su mayor éxito, aunque algunos creen que Miss Mary fue su largometraje más logrado. Lo cierto es que su búsqueda no cesó nunca y film tras film fue evolucionando. Yo, la peor de todas, biografía de Sor Juana Inés de la Cruz, basada en el libro de Octavio Paz, es una de las reflexiones más lúcidas y valientes que se han hecho sobre la relación de la mujer con el conocimiento y la cultura. “El convento o el matrimonio” eran las opciones para la mujer, como dicen en Yo, la peor de todas y también en Camila. Sor Juana eligió el convento porque allí estaba el conocimiento, pero Camila se rebeló contra esta regla. Camila es un film de una gran belleza visual, enmarcado en una fotografía artificial que enfatiza el costado de cuento de amor y su retrato no literal del mundo. Porque lo que hoy se impone por encima de todo en este extraordinario melodrama es la apasionada historia de amor. Desde el comienzo, el film pone énfasis en ello. Desde que se conocen, hasta cada momento en el confesionario son de un romanticismo notable. Y Bemberg encara esta historia de amor sin dejar de lado el erotismo, el deseo de los protagonistas y la forma en que lo van asumiendo más allá de las convenciones sociales y de los propios caminos que ellos han elegido para la vida. Sin duda la rebelde y lúcida Camila es quien da los primeros pasos, pero Ladislao le corresponde desafiando a todo el orden (“el matrimonio es el orden”, dice el imperante padre de Camila). Pocos films argentinos habían encontrado la forma de manifestar una pasión carnal y prácticamente ninguno había tratado ese erotismo desde el punto de vista de la mujer. El deseo de la mujer está todo el tiempo en un primer plano en el film. Ese protagonismo hace necesaria una mención a la actuación de Susú Pecoraro, inolvidable Camila que consigue darle a este personaje uno de los rostros más queridos que se hayan visto en nuestra pantalla. Su rostro se volvió inmortal gracias a este film y es por ella también que Camila nunca será olvidada. Si el erotismo está presente, también lo está la emoción. La valentía de ambos y la seguridad con la que se aman es de alto vuelo:“Quiero alguien de quien poder estar orgullosa, quiero salir a la calle y poder gritar su nombre”, dice Camila cuando habla con otras chicas sobre el amor, sin que ellas supieran todavía realmente a quién se refería. El romanticismo auténtico que posee se vive en cada imagen, en cada palabra, en toda la película y, en particular, en su final, uno de los más conmovedores de la historia del cine argentino. Siguiendo las reglas del melodrama, los amantes superan toda barrera, incluyendo la de la muerte. Volviendo a la pregunta inicial del film: “¿Te gustan las historias de amor?”, la respuesta: “No sé”, de Camila, se resignifica por completo al final del film. Nos pueden gustar o no las historias de amor, pero en definitiva no se eligen. Aquello que está latente en nosotros puede no despertar jamás. Si lo hace, como les pasó a Ladislao y a Camila, no existe gobierno, religión o persona que puedan hacer algo por detenerla. Ese es el tema de Camila, ese es el secreto que la hace atemporal y universal.

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Camila (Argentina, 1984). Dirección: María Luisa Bemberg. Reparto: Susú Pecoraro, Imanol Arias, Héctor Alterio, Elena Tasisto, Mona Maris, Juan Leyrado, Boris Rubaja, Carlos Muñoz, Héctor Pellegrini, Claudio Gallardou, Zelmar Gueñol, Jorge Hacker. Guión: María Luisa Bemberg, Beda Docampo Feijóo, Juan Bautista Stagnaro. Fotografía: Fernanda Rivas. Duración: 105 minutos.

[Santiago GARCÍA. «La pasión manda», in Leer cine. Revista de cine & cultura, s.d.]