La nueva historia [1978]

por Teoría de la historia

9788427115200Desde el comienzo de los años 1970, una pléyade de historiadores entre los cuales se encontraban los miembros de la redacción de la revista Annales (Jacques Le Goff, Emmanuel Le Roy Ladurie, André Burguière, Jacques Revel) esclareció y teorizó una nueva corriente historiográfica: la Nueva Historia. En 1974, Jacques Le Goff y Pierre Nora habían dirigido ya una serie de ensayos, «Hacer la historia», verdadero manifiesto epistemológico y metodológico sobre los nuevos enfoques, los nuevos problemas y los nuevos objetos de la historia: era la gran época de la «historia de las mentalidades». Estructurada alrededor de la revista Annales y de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, la nueva corriente deseaba que esta revolución historiográfica se propagara más allá del círculo de los profesionales de la historia. Dos proyectos se llevaron cabo en 1978 para tal fin: el lanzamiento de la revista L’Histoire y la publicación en la editorial Retz de una enciclopedia, «La Nueva Historia», bajo la dirección de Jacques Le Goff, Roger Chartier y Jacques Revel. Esta enciclopedia estaba compuesta por varias entradas de diccionario que remitían a nociones, instrumentos, campos, métodos y actores de esta Nueva historia y por diez artículos más amplios que vertebraban su arquitectura. La reedición en formato de bolsillo en la editorial belga Complexe (2006) sólo recupera esos últimos diez ensayos y los dos prefacios escritos por Jacques Le Goff en 1978 y en 1988. Se trata, en suma, de una simple reimpresión del texto original, sin ninguna actualización bibliográfica desde 1988 y en una tipografía anticuada donde la organización de los títulos y subtítulos no resulta del todo clara. Es de lamentar que, tras haber pasado treinta años, no se incluya un tercer prefacio de Jacques Le Goff. Con todo, la elección de estos diez artículos está completamente justificada puesto que conforman un conjunto coherente, un verdadero manifiesto sinfónico en diez tiempos de una corriente historiográfica que por entonces estaba en su apogeo: una obra que se quiere recapitulativa del movimiento de Annales y entusiasta de su propia fecundidad.  Jacques Le Goff inaugura la obra con un ensayo general e histórico de una corriente que hunde sus raíces en Voltaire y Chateaubriand. Luego, Michel Vovelle, en un artículo denso y sintético, analiza la larga duración dado que la Nueva historia es aún una historia del tiempo largo, hija de Fernand Braudel y Ernest Labrousse. Vovelle recapitula la obra socio-económica de estos dos historiadores junto con los aportes de la historia serial y los articula con el tiempo de las mentalidades y del acontecimiento a partir de un todo que permanece fiel al materialismo histórico marxista: se intenta evitar así una historia inmóvil mientras se conserva lo esencial de una historia total que iría «de la bodega al granero». Michel Vovelle señala de este modo los peligros de una nueva historia que corre el riesgo de negar el acontecimiento y de interpretar la evolución de las sociedades a partir de un colectivo no-consciente tal como lo definió Philippe Ariès: una historia que podría llevar a olvidar la dialéctica histórica de la lucha de clases y del materialismo. Pero la inquietud no sólo es política, sino también epistemológica: una historia que, al borrar lo social, lo económico, lo político y al acontecimiento podría convertirse en una historia etnologizante de las sociedades frías. Este temor es compartido también por François Furet y por Pierre Nora cuyas ausencias en este volumen son particularmente elocuentes. La obra en su conjunto reconoce la influencia de Marx como central en la elaboración de la Nueva historia: «Marx es, desde varios puntos de vista, uno de los maestros de una historia nueva, problemática, interdisciplinaria, anclada en la larga duración y en un alcance global» (Michel Vovelle). Pero «si la adhesión del historiador marxista a las técnicas y métodos que ésta preconiza es indispensable para la sustancia científica del materialismo histórico», señala Guy Bois, la evolución de esta última impone un estado de alerta. Guy Bois, en un verdadero artículo de guerra fría, titulado «Marxismo y Nueva Historia», señala «las múltiples trampas que allí se tienden» y confiesa su «temor ante la invasión de las ciencias sociales norteamericanas». Del mismo modo, celebra un «juicio soviético» en torno del gran historiador marxista Pierre Vilar a quien le reprocha un historicismo demasiado amplio y su prescindencia del modo de producción. Todos los autores son conscientes del riesgo que entraña una historia inmóvil y la transformación51j4MgvXhFL._SL500_ de las sociedades en sociedades frías frente a lo cual todos insisten en la necesidad de no ignorar el acontecimiento y la revolución, y de articular una dialéctica de los diferentes tiempos de la historia (Le Goff, Pomian, Vovelle y Pesez). También son conscientes de la problemática de la memoria que atraviesan las sociedades contemporáneas. Jacques Le Goff entiende que la Nueva historia es también una respuesta, por parte del hombre contemporáneo, a la angustiante búsqueda de su memoria y su identidad pasadas. Philippe Ariès también observa esta presión social: «comenzamos a intuir que el hombre de hoy le exige a cierta historia lo que siempre le ha exigido a la metafísica y hasta hace poco a las ciencias sociales: una historia que retome los temas de la reflexión filosófica, pero situándolos en la duración y el obstinado reinicio de las empresas humanas». Lo mismo ocurre al explicar el éxito de la historia de las mentalidades cuando lo hace a través de un presentismo que teorizará más tarde François Hartog: «¿no es acaso el encuentro reciente entre el presente y el pasado la verdadera razón de la historia de las mentalidades?». Los directores del diccionario explicitan esta conciencia de la tenue relación entre demanda social y Nueva historia a través del artículo de Jean Lacouture sobre la historia inmediata. La presencia de un célebre periodista en medio de profesionales y universitarios de la historia (Philippe Ariès terminará por ser elegido en la EHESS) no es en absoluto anodina. Algunos verán en esa decisión el símbolo de esta escuela histórica a la cual se le reprochará, no obstante, el acercarse demasiado a los medios de comunicación. En todo caso, puesto que hay historiadores que también son periodistas (François Furet, Jacques Julliard), ¿no es posible que se dé el camino inverso? Jean Lacouture no deja de interrogarse cuáles son las relaciones entre la historia y el periodismo sin jamás caer, no obstante, en una confusión de géneros, sino apuntando las convergencias metodológicas. Así pues, arroja una suerte de llamado al deber ético del historiador que indaga lo contemporáneo e invita a pedir ayuda a los periodistas para guiar a una sociedad perdida en la época de la aceleración de la información: «La inmediatez de la comunicación impone un desarrollo de la historia inmediata, señalizaciones en la niebla para una sociedad alucinada con la información y con derecho a exigir una pronta inteligibilidad histórica». A este respecto, en su primer prefacio, Jacques Le Goff lamenta lo poco que la Nueva historia ha invertido en el campo de la historia contemporánea. Estos diez ensayos le han dado poco lugar a lo político y lo contemporáneo e inclusive el artículo de Jean Lacouture no es sino una reflexión historiográfica sobre el regreso del acontecimiento que Pierre Nora ya había teorizado en 1972. Sin embargo, cabe señalar que el trabajo de antropología política de Maurice Agulhon no ha dejado de ser modelizado y retomados en en varios de los artículos, lo que no es sino una manera de abrir un camino hacia la historia cultural de lo político tal como se hará en las décadas siguientes. Con todo, es de lamentar que no se incluyera ningún artículo de Maurice Agulhon, eslabón esencial entre la historia político-cultural y la Nueva historia, así como tampoco se ha hecho con François Furet quien en ese mismo año publicaba «Pensar la Revolución Francesa». La Nueva historia también es una historia 51FBK7XWTML._SY300_estructural y antropológica. Krzysztof Pomian lo recuerda en su artículo «La historia de las estructuras», retomando la expresión de Fernand Braudel: «Los observadores de lo social entienden por ‘estructura’ una organización, una coherencia, relaciones bastante fijas entre realidades y masas sociales. Para nosotros, los historiadores, una estructura es, sin dudas, una combinatoria, una arquitectura, pero más aún una realidad que el tiempo utiliza mal y vehiculiza a largo plazo. Algunas estructuras, al perdurar mucho tiempo, se convierten en elementos estables de una infinidad de generaciones: ocupan el espacio de la historia, incomodando y controlando su flujo. Otras son más proclives a diluirse, pero todas son al mismo tiempo un sostén y un obstáculo […] los marcos mentales también son cárceles de larga duración». Krzysztof Pomian insiste en una articulación necesaria entre estructura sincrónica y evolución diacrónica, una necesidad que André Burguière reivindica para una antropología histórica que debe separarse de una psicología anacrónica y de una historia fugaz de las ideas. Para ello, toma el ejemplo de la historia de la alimentación donde se entremezclan, en el marco de un tiempo largo, historia económica e historia de las estructuras mentales. Esta antropología histórica no deja de hacer un llamamiento a un tipo de historia que tomará forma en las décadas siguientes: una historia de las representaciones cuyo prototipo serán los trabajos de Jacques Le Goff y de Emanuel Le Roy Ladurie sobre Melusina. Evelyne Patlagean evoca esta historia de las representaciones en su artículo sobre la historia del imaginario donde sienta los fundamentos de una historia cultural evocando la importancia que tiene comprender el sistema de representaciones del mundo en el análisis social. Del mismo modo en que Michel Vovelle y Philippe Ariès no dejan de articular la historia de las mentalidades con la historia socio-económica heredada de Braudel y Labrousse, Evelyne Patlagean milita en pos de una historia de las representaciones que necesita de una historia social y de un enfoque estructural, junto con una dialéctica del tiempo largo, de la coyuntura y del acontecimiento. En su artículo sobre la cultura material, Jean-Claude Pesez concuerda con lo dicho por André Burguière y Evelyne Patlagean. Invita allí a hacer una verdadera historia de los objetos y, sobre todo, una historia de los hombres en relación a los objetos, una historia de los gestos y de las costumbres, propia de la antropología histórica. Esta historia también es total: proveniente de Braudel y de su Civilización material y capitalismo, reúne en su seno una historia económica, una historia de las técnicas y de las mentalidades. De la invención a la costumbre, pasando por por la difusión, esta historia se ve obligada a articular los tres tiempos de la historia económica. El artículo de Jean-Claude Schmitt también se inclina por una historia de cultural y de las representaciones: al hacer una historia general de los marginados, el autor actualiza una historia del poder mientras, a su vez, la desplaza. Así, Schmitt pone de relieve el lugar de las masas silenciosas, del mismo que lo hacía Marc Bloch y su «campesino oscuro», pero interesándose, esta vez, por los que viven en la periferia de la sociedad. Esta historia total, pese a que el sujeto tratado parece marginal, permite, en realidad, combinar la historia política —es decir, la historia del modo en que el poder ha tratado a los marginales—  y la historia antropológica en un marco donde es necesario comprender los ritos de pasaje y exclusión de las sociedades. La ambición de la Nueva historia concuerda, pues, con la de una historia total: para Jacques Le Goff, los historiadores «deben seguir conservando el horizonte y la ambición de una historia que incluya el conjunto de la evolución de una sociedad de acuerdo con modelos globalizantes». Sin intención de dogmatismo alguno, Le Goff impulsa, al igual que el resto de los autores, a realizar estudios de casos modélicos. Y algunos otros, como Philippe Ariès, claman abiertamente a practicar la microhistoria. El optimismo de Jacques Le Goff en el prefacio de la edición de 1978 ya no se encuentra en el de 1988: «esta historia nueva que se había convertido en un fenómeno importante de la psicología colectiva y de la vida científica e intelectual» parece hundirse diez años después tras una «crisis de la historia en general y de la escuela de Annales en particular» justo en el momento en que la revista Annales operaba su famoso «giro crítico». Con todo, evitemos confiar en una estimación teleológica de esta obra y concentrémonos en leerla a la luz de esta famosa crisis de los Annales. El hecho de reeditar la obra es, ya de por sí, transformarla en un documento histórico para la historia de la historia y supone, además, considerarla útil desde un punto de vista epistemológico en la actualidad. Rehacer su historia treinta y tres años después implica esclarecer un momento historiográfico esencial para nosotros como historiadores y recordar nuestros orígenes comunes, interrogarnos sobre nuestro destino como herederos voluntarios o no, de manera consciente o inconsciente. También busca que nos entusiasmemos pese a la crisis, el «desmenuzamiento» y la caída en el abismo. Podríamos hacerle mil reproches a la Nueva historia: su soberbia y su afán de seguridad y control; el hecho de que no haya advertido un «desmenuzamiento» de la historia que, sin embargo, Jacques Le Goff ya reconocía de buen grado; el que haya olvidado demasiado a la sociología —sólo Krzysztof Pomian apela claramente a una socio-historia respecto de las revoluciones—; que haya descuidado a la política, a lo contemporáneo y a la cuestión religiosa y espiritual. Las reflexiones de Foucault y laUnknown cuestión del relato, expresadas claramente por Paul Veyne en 1971, aún no han sido asimiladas. Pero, en todo caso, y a riesgo de caer en el anacronismo, ¿resulta útil indicar estas lagunas? Por cierto, convertida ya en un «monumento» foucaultiano, habría que sustraer a la Nueva historia de un continuismo historiográfico poco convincente y concentrarse en su verdadera coherencia epistemológica. Y es necesario hacerlo aunque los autores se hayan visto en ocasiones tentados —¡qué crimen!— por el ídolo de sus propios orígenes y por una historia casi oficial en la cual Jules Michelet, Marc Bloch, Lucien Febvre y Fernand Braudel se convertían en santos que, irremediablemente, era preciso evocar e invocar. De tal forma, lo que debemos retener es la increíble fecundidad de esta historia, la renovación metodológica que ha provocado, la exploración de tierras desconocidas, el descubrimiento de nuevas fuentes, su relectura de fuentes antiguas, la articulación del tiempo largo con el del acontecimiento, el enlace con lo económico, lo social, las representaciones y mentalidades, su coherencia estructural y su fecundo diálogo con la antropología. Retengamos también el placer de un historiador-lector que se sumerge en un tiempo historiográfico dotado de una increíble riqueza donde nunca deja de hacer historia. En suma, esforcémonos por conservar y transmitir el entusiasmo de Jacques Le Goff ante la posibilidad de una historia total y no sigamos petrificados ante una «historia en migajas». 

[Damien BALDIN. «Jacques Le Goff (dir.), La Nouvelle histoire Bruxelles, Editions Complexe, 2006» (ensayo bibliográfico), in Histoire@Politique. Politique, culture, société. Revue du Centre d’histoire de Sciences Po (Paris), nº 2, septiembre-octubre de 2007. Traducción del francés por Andrés G. Freijomil]