✍ Historia de la alimentación [1996]

por Teoría de la historia

historia-de-la-alimentacion--2-ed-rustica-9788497045599La cultura general suele incluir ciertos datos de historia de la alimentación, por ejemplo, que las pastas alimenticias son originarias de China, que Marco Polo las llevó a Venecia y de allí se difundieron por toda Italia y luego por los distintos países de Europa; que el melón lo introdujo en Francia Charles VIII, tras su expedición a Nápoles, concretamente en 1495; que Catalina de Médicis, a quien le encantaban los corazones de alcachofa, los introdujo en el reino y los puso de moda; que la buena cocina francesa se construyó gracias a los cocineros italianos; que la masa hojaldrada, sin embargo, no fue inventada hasta un siglo después por Claude Gellée, llamado el Lorrain (1600-1682), que fue aprendiz de pastelero antes de llegar a ser un gran pintor francés; que el paté de foie gras fue inventado en 1788 en Estrasburgo por el mariscal de Contades, gobernador de Alsacia, o quizá por su cocinero, Jean-Pierre Clauss, con el que hizo fortuna. Esa historia conoce con precisión el inventor y la fecha de invención de todos nuestros alimentos y de todos los manjares que son la gloria de nuestras cocinas. Un arquetipo de ese tipo de historias podría ser el Catálogo de inventores de las cosas que se comen y se beben de Ortensio Lando de 1548 (1). Es una obra peculiar, mezcla de imaginación y de absurdo —muy fantasiosa, aunque con muchas citas eruditas—, en la que se hace el inventario de los improbables inventos de todo tipo de especialidades gastronómicas y enológicas. En esa extravagante obra se rinde un exaltado culto al «mito de los orígenes» —como lo llamaba Marc Bloch— aplicado a la alimentación. Este tipo de historia, que se transmite con el aplomo de los tópicos, se preocupa poco de los documentos que la contradicen y que demuestran que las pastas italianas no vinieron de China ni entraron por Venecia, sino que se extendieron desde el Mezzogiorno, que ya las conocía mucho antes del viaje de Polo a Oriente y, aunque en toda Europa su fama ha llegado a tapar la existencia de pastas nacidas en otros lugares, puede que también se hayan inventado en otros países, como los kluskis polacos, o que hayan llegado de Oriente por vía terrestre, como los kolduni lituanotártaros. También podríamos señalar, contra esa historia tradicional, que los melones se cultivaban en los huertos de Avignon desde finales del siglo XIV; que la cocina francesa de la época clásica está más alejada de la cocina italiana que la de la Edad Media; que ya Lancelot de Casteau, cocinero del príncipe-obispo de Lieja, nos da en 1604 una receta de pasta hojaldrada en su Ouverture de cuisine, receta que probablemente recibió de pasteleros españoles, quienes, a su vez, quizás la hubieran heredado de los árabes; que en 1739 ya encontramos en Les Dons de Comus, «pequeños patés de foie gras» —y un «paté de Perigord» que bien podría haber sido de hígado de pato, como el «paté de Toulouse», con el que compartía en las buenas mesas del siglo XVIII la gloria de ser el más caro de los entremeses— y que en 1740 el Cuisinier gascon habla de «pequeños patés de foie gras con trufas». Ciertamente no todas esas paternidades consagradas son una usurpación, y en principio es posible que grandes personajes hayan propiciado la adopción de un alimento, de una técnica o de un sabor nuevo. Pero hay otras maneras menos fragmentarias, más enriquecedoras y más satisfactorias para el espíritu, de analizar el pasado de nuestra alimentación. Maneras más útiles para orientarse en el presente y, además, más acordes con las orientaciones actuales de la investigación histórica, ya que, en todos los ámbitos, la historia se diferencia ahora claramente de la gesta de los grandes hombres, sobre todo cuando se trata de las estructuras de lo cotidiano, a las que pertenecen las costumbres alimentarias de los pueblos. En esas estructuras, los más mínimos acontecimientos de la vida cotidiana tienen algo de necesario y un sentido concreto. Aunque parezcan inmóviles en relación con otros fenómenos históricos —acontecimientos o ciclos coyunturales— también evolucionan, pero en un tiempo mucho más lento, el tiempo largo de las estructuras, como señaló Fernand Braudel. No pensemos que lo cotidiano carece de historia, que todo se parece desde siempre a lo que conocemos hoy; en realidad, los gestos de cada día se van transformando con todo aquello a lo que están ligados: las estructuras de lo cotidiano dan valor a la historia. Durante siglos, los griegos y luego los romanos de la Antigüedad celebraron sus banquetes recostados; pero desde la alta Edad Media los occidentales abandonaron esa postura para comer sentados y ese cambio de actitud no se puede aislar de las transformaciones que se produjeron simultáneamente: la postura sentada, que libera la mano izquierda, permite cortar los gruesos asados sangrantes con los cuchillos que aparecen entonces en las mesas. Y no por casualidad esos mismos devoradores de carnes que había que cortar con ambas manos, ya acostumbrados a mesas y sillas altas, también fueron los inventores del tenedor. Tampoco es casualidad que el tenedor no haya sido un utensilio de mesa hasta después de la peste negra, entre los siglos XIV y XVIII, en la época en la que los europeos aumentaron la distancia entre los comensales mediante la generalización de los platos, los vasos y los cubiertos individuales. Tampoco el modo de preparar los alimentos varía de un pueblo a otro por capricho, sino en razón de las diferencias tecnológicas, económicas y sociales existentes entre esos pueblos. Por ejemplo, los cereales: en el África negra tradicional, donde existen tantas prácticas colectivas, sin embargo las mujeres los descascarillan y trituran individualmente, dedicando a ello una gran parte de su tiempo. Luego, como no tienen ni horno ni molino los suelen consumir en forma de gachas o de polenta. Por el contrario, en el Occidente medieval, el molino y el horno de los señores, que ahorran mucho tiempo al ama de casa, permiten controlar más estrechamente a los súbditos y es el pan el que predomina en la alimentación. También predomina en el mundo musulmán, donde existen hornos y molinos tanto domésticos como de artesanos que trabajan para el público. Pero son panes muy diferentes: más pequeños, más planos, que hay que consumir pronto. En ningún lado encontramos las grandes hogazas de larga conservación, características de los campos europeos de la Edad Media y de la época moderna. Si se comen cereales no es porque un buen día a un hombre se le ocurrió plantarlos: se consumieron miles de años antes de los inicios de la agricultura y la invención de la agricultura fue un fenómeno muy complejo, con un gran componente religioso, que no se puede reducir a la casualidad ni a la genialidad de un individuo. Además, de sobra sabemos que no basta con aclimatar una especie alimenticia en un nuevo territorio para que sus habitantes lo adopten automáticamente. Si bien el pavo se sirvió en las mesas aristocráticas en cuanto se pudo criar en Europa, la patata o el tomate, por el contrario, tuvieron que esperar varios siglos para entrar en nuestra alimentación, aunque su papel sea hoy mucho más importante. En otras palabras, las estructuras alimentarias —estructuras en las que cada alimento tiene un lugar y una función bien definidos— no dejaron sitio durante mucho tiempo a los productos americanos que, sin embargo, se habían aclimatado en Europa. Posteriormente, en el siglo XVIII, esas estructuras se transformaron debido al crecimiento demográfico, y los nuevos productos consiguieron introducirse en la alimentación. Un último ejemplo, todavía más cercano a nosotros: la «nueva cocina» que triunfa en los restaurantes de los años setenta y ochenta no se puede reducir a una moda, lanzada por dos periodistas gastronómicos. Cuando examinamos sus características descubrimos que muchas se consolidaron al margen de la intervención de Gault y Millau, y a veces mucho antes. Prueba de ello son las cocciones cortas, relacionadas con el descubrimiento de las vitaminas por los nutricionistas; también está relacionado con los avances en dietética del protagonismo de las verduras en las cartas de los restaurantes, la desaparición de la harina para ligar, la disminución de la cantidad de mantequilla o de azúcar en la cocina y la repostería. Con respecto a la cronología concreta y las causas de estas importantes transformaciones, seguimos siendo muy ignorantes, porque los historiadores prefirieron seguir otras pistas de investigación. Antes de la segunda guerra mundial, y más aún después, dedicaron mucha atención a las hambrunas del pasado, así como a sus relaciones con la coyuntura económica, el movimiento cíclico de los precios, la producción agrícola y la demografía. Demostraron que en el estado antiguo de la economía y las técnicas agrícolas, las malas cosechas tenían tendencia a repetirse con regularidad, provocando escasez, fuertes subidas de los precios de los alimentos, hambrunas y un peligroso incremento de fallecimientos (2). Analizaron en profundidad el mecanismo de esas crisis de mortandad, preguntándose si realmente la muerte se debía al hambre, a enfermedades digestivas causadas por los malos alimentos que se ingerían, a falta de pan o a enfermedades epidémicas, como la peste, a las que los organismos debilitados por la desnutrición no podían oponer defensas. En los años 1960-1970, yendo más lejos, trataron de conocer las carencias y los desequilibrios alimenticios al margen de los periodos de crisis. Se dedicaron a analizar, al modo de los nutricionistas de ahora, el régimen de los diversos grupos sociales, en función del sexo y las diferentes edades; determinaron con exactitud la ración calórica de cada uno de ellos, la proporción de glúcidos, prótidos y lípidos, y aislaron la presencia de vitaminas y elementos minerales que la dietética moderna considera necesarias, para una alimentación equilibrada. Cálculos que, a decir verdad, suscitaron muchas reservas; se criticaron los métodos utilizados, bien por la habitual imprecisión y lo poco exhaustivo de los datos procedentes de fondos de archivos, bien por la dificultad de adaptarlos a nuestros sistemas de medida y evaluación. Fundamentalmente, se puso en evidencia que aplicar los parámetros actuales a los alimentos y a los consumidores del pasado presupone una continuidad poco verosímil de las exigencias nutricionales, por un lado, y de la capacidad nutritiva, por otro. Estas investigaciones se centraron sobre todo en los países europeos entre los siglos XIV y XVIII. Aportaron datos relativamente creíbles en lo que respecta a los marinos, soldados embarcados, colegiales y hospitales, y demostraron que en esas colectividades las raciones calóricas eran por lo general suficientes y bastante bien proporcionadas (3). Sin embargo, a falta de fuentes adecuadas, no se pudo medir la de los campesinos, salvo si trabajaban en una gran propiedad como asalariados o sujetos a prestación personal y recibían su alimentación. Pero los campesinos independientes constituyeron durante mucho tiempo la enorme mayoría de la población en Europa occidental. Y hay razones para creer que en ciertos periodos de la historia —no necesariamente los más antiguos— estuvieron muy mal alimentados, tanto por la insuficiencia de calorías como por la casi práctica ausencia de lípidos y prótidos en su régimen cotidiano. En cuanto a la alimentación de los ricos, es menos conocida de lo que podría suponerse. En efecto, era poco habitual que se compraran todos los alimentos consumidos y, por tanto, es difícil encontrarlos todos en los libros de cuentas de las casas aristocráticas o burguesas: las verduras y las frutas solían proceder del huerto —así como el vino—, y el trigo que se usaba para la fabricación del pan procedía de la propiedad o de las contribuciones señoriales, por no hablar de la carne, fruto de la caza o de regalos. Los libros de cuentas tampoco distinguían lo que había comprado el amo o los criados de distintos rangos. No obstante, en esos tiempos, la alimentación era un signo esencial de diferenciación de clase, por eso no tiene mucho interés calcular medias y estadísticas a partir de esos datos tan poco definidos sociológicamente. Además, los cocineros robaban y revendían por lo general una parte de las vituallas, a lo que hay que añadir que los amos nunca comían todo lo que se servía a la mesa y que carecemos de información sobre lo que se hacía con los restos, ya que unos se volvían a servir y otros se daban a los criados, los pobres o los perros. Es muy difícil precisar, como sucede con las carencias de la alimentación popular, la posible sobrealimentación de los ricos o los desequilibrios de su régimen a partir de las cuentas de comida. Si los balances calóricos y la proporción de glúcidos, prótidos y lípidos en los regímenes alimenticios antiguos deben ponerse en tela de juicio, otras investigaciones realizadas en los años 1960-1970, quizá con menor ambición, aportaronFile0631 datos más fiables y útiles. Entre otras, la elaboración de un atlas histórico de las plantas cultivadas (4) el estudio de la densidad de carniceros en algunas zonas campesinas y, según los historiadores alemanes Schmoller y Abel, el cálculo del consumo de carne por habitante en varias ciudades medievales y modernas (5) la utilización de documentos notariales para conocer el régimen de los campesinos (6) o también el examen de la talla de los reclutas, que aumentó considerablemente desde finales del siglo XVIII debido a la mejora del régimen alimenticio (7). Mientras los historiadores desarrollaban sus investigaciones cuantitativas sobre la nutrición, etnógrafos y etnólogos trabajaban sobre las opciones alimentarias, la significación simbólica de los alimentos, los tabúes dietéticos y religiosos, los procedimientos culinarios, los rituales de la mesa y, en general, las relaciones que mantiene la alimentación en cada sociedad con los mitos, la cultura y las estructuras sociales (8). Estas orientaciones en principio sólo interesaron, entre todos los historiadores, a un grupo de helenistas que analizaron las relaciones de lo alimentario con los mitos griegos, los sacrificios religiosos y la vida política (9). Sólo a finales de los años setenta y durante los años ochenta y noventa, algunos especialistas de la Edad Media y de la época moderna adoptaron también un enfoque culturalista, por otra parte bastante diferente; estudiaron las opciones alimentarias de los pueblos y de las distintas clases sociales (10) como prácticas identitarias; compararon los procedimientos culinarios, las preferencias, los rechazos, las evoluciones históricas de unos y otros (11) la influencia de la religión (12) y de la dietética sobre la elección y preparación de los alimentos (13). Así, los puntos de vista se multiplicaron, los investigadores cruzaron sus conocimientos y, poco a poco, fueron construyendo, cada uno por su parte, una nueva historia de la alimentación, profundamente diferente de esta «pequeña historia de lo pintoresco y de lo trágico» contra la que se habían pronunciado, a principios de los años sesenta, los pioneros de la escuela de los Anales. Esta nueva historia ya no es «pequeña», sino que aspira a tratar todos los aspectos de la acción y del pensamiento humanos. Tampoco es —como pudo parecer al principio— una historia «diferente », «alternativa» con respecto a la historia tradicional. Los historiadores de la alimentación han defendido —con humildad, pero con rotundidad— la importancia de su objeto de investigación, su posición estratégica en los sistemas de vida y de valores en las diferentes sociedades, la posibilidad, por lo tanto, de abarcar, a partir de este punto central, todas las variables posibles a la vez. De ello dan prueba los numerosos coloquios y seminarios que desde los años setenta, y sobre todo los ochenta, han reunido y confrontado a los investigadores de disciplinas diferentes y de diversos campos de interés, cuya colaboración sobre la temática alimentaria ha tenido resultados muy fructíferos. El tema de la alimentación es especialmente agregativo e integrador y, además, la vieja distinción entre espíritu y cuerpo, entre materia e intelecto, se desvanece ante la exigencia de comprender, en su complejidad, los comportamientos alimentarios del hombre. Rompiendo con la historia legendaria de los alimentos y la gastronomía, este libro presenta los logros de las investigaciones de los últimos treinta años. Dado que muchos mitos gastronómicos sólo han podido surgir a causa de la ignorancia en la que se estaba en periodos anteriores a aquellos en los que se situaba una innovación, hemos optado por iniciar esta historia en los albores de la humanidad y llevarla hasta nuestros días. Por otra parte, hemos pedido a los colaboradores responsables de los periodos más recientes que integren en su visión histórica de la alimentación la aportación de los historiadores de las épocas más antiguas. Las divisiones cronológicas servirán para no desorientar al lector: la primera parte tratará de la prehistoria y de las primeras grandes civilizaciones del Oriente próximo; la segunda, de los griegos y de los romanos de la Antigüedad; la tercera, de la época bisagra de las invasiones bárbaras y de la alta Edad Media; la cuarta, de las tres culturas —hebrea, islámica y griega ortodoxa— con las que el Occidente medieval estuvo en estrecho contacto; la quinta, de la plena Edad Media y de la baja Edad Media (siglos XI-XV); la sexta, de la época moderna (1500-1800); la séptima y última, de los siglos XIX al XX. Prescindiendo de la forma de relato tan propia de las mitologías, hemos preferido presentar esta historia de modo temático; en la mayor parte de los periodos hemos incluido estudios sobre los aspectos económico y demográfico —en otras palabras, sobre el binomio producción-consumo—, sobre las diferencias entre la alimentación de las ciudades y del campo, sobre el arte culinario, la dietética, las comidas y los rituales de la mesa, los aspectos simbólicos de la alimentación, etcétera. También hemos intentado salir del marco nacional en el que se han constituido la mayoría de las mitologías gastronómicas y situar esta nueva historia en un marco europeo. En primer lugar, contando con historiadores nativos de diversos países que han contribuido al progreso de la investigación en el ámbito de la alimentación; luego, pidiéndoles que mirasen más allá de las fronteras de sus países y que abordasen su tema, en la medida de lo posible, a escala europea. Aun hoy, esto no es nada fácil. Sin pretender escribir una historia universal y, a fin de captar mejor la génesis y las características de la alimentación en Europa, hemos analizado en dos ocasiones sociedades no europeas: las de Mesopotamia, Egipto y los hebreos en la alta Antigüedad, y las de los bizantinos, árabes y judíos, que han sido en la Edad Media los adversarios-copartícipes de los occidentales. Después, a partir de la época moderna, los grandes viajes de descubrimientos, la apertura de los mercados no europeos y la formación de imperios coloniales en todos los continentes han dado a la historia de nuestra alimentación una dimensión mundial.

(1) Apéndice del Commentaire des plus notables et merveilleuses choses d’Italie et autres lieux. (2) Lo esencial de la bibliografía sobre este tema se puede encontrar en M. Lachiver: Les années de misère. La famine au temps du Grand Roi, París: Fayard, 1991, p. 573. (3) Los principales estudios al respecto se pueden encontrar en J.-J. Hémardinquer: Pour une histoire de l’alimentation, Cahier des Annales, 28, París: A. Colin, 1970, p. 317, e Histoire de la consommation. Annales ESC (marzo-junio, 1975), pp. 402-632. (4) J. Bertin, J.-J. Hémardinquer, M. Keul y W. G. L. Randles: Atlas des cultures vivrières, París: Mouton, 1971. Y también las interesantes reflexiones de F. Braudel sobre las relaciones entre el cultivo dominante de plantas comestibles, la densidad de población y el régimen sociopolítico en el primer volumen de Civilisation matérielle et capitalisme, París: A. Colin, 1967, pp. 78-133 (trad. esp.: Civilización material, economía y capitalismo, siglos XV-XVIII, Alianza, 1984, 3 t.). (5) Sobre los carniceros y la ración de carne, véase el segundo capítulo del estudio pionero de L. Stouff: Ravitaillement et alimentation en Provence aux XIVième et XVième siècle, París: Mouton 1970; reed., actual. y rev. para divulgación bajo el título La table provençale. Boire et manger en Provence à la fin du Moyen Âge, Aviñon: A. Barthélémy, 1966. (6) R.-J. Bernard: «L’alimentation paysanne en Gévaudan au XVIIIième siècle», Annales ESC (noviembre-diciembre 1969), pp. 1.449-1.467, y más recientemente, J.-M. Boehler: Une société rurale en milieu rhénan. La paysannerie de la plaine d’Alsace (1648-1789), 2.ª ed., Presses Universitaires de Strasbourg, 1995, t. II, pp. 1.679-1.739. (7) J.-P Aron, P. Dumont y E. Le Roy Ladurie: Anthropologie du conscrit français, París: Mouton, 1982. (8) La pauta la dio C. Lévy-Strauss: Mythologiques, I: Le cru et le cuit, París: Plon, 1964; II: Du miel aux cendres, 1967; III: L’origine des manières de table, 1968 (trad. esp.: Mitológicas, I: Lo crudo y lo cocido, México: Fondo de Cultura Económica, 1968; II: De la miel a las cenizas, México: Fondo de Cultura Económica, 1972; III: El origen de las maneras de mesa, México: Siglo XXI, 1976). Para Francia, véase Y. Verdier: Façons de dire, façons de faire. La laveuse, la couturière, la cuisinière, París: Gallimard, 1979. (9) M. Detienne y J.-P. Vernant: La cuisine du sacrifice en pays grec, París: Gallimard, 1979. (10) Véase M. Montanari: L’alimentazione contadina nell’alto medioevo, Nápoles, Liguria, 1979; Alimentazione e cultura nel medioevo, Roma-Bari, Laterza, 1988; La faim et l’abondance. Histoire de l’alimentaion en Europe, París, Seuil, 1994, y A. Grieco: Classes sociales, nourritures et imaginaire alimentaire en Italie (XIVième et XVième siècle) (tesis mecanografiada), París: EHESS, 1987. (11) J.-L. Flandrin: «La diversité des goûts et des pratiques alimentaires en Europe du XVIème siècle au XVIIIIème siècle», Revue d’Histoire moderne et contemporaine (enero-marzo, 1983), pp. 66-83; o «Le goût et la nécessité sur l’usage des graisses dans les cuisines d’Europe occidentale (XIVième-XVIII siècle)», Annales ESC (marzo-abril, 1983), pp. 369-401; o Chronique de Platine. Pour une gastronomie historique, París: Odile Jacob, 1992. (12) B. Laurioux: «Manger l’impur. Animaux et interdits alimentaires durant le Haut Moyen Âge», en Histoire et animal. Actes du Colloque «Animal et histoire» (14-16 mayo, 1987), Toulouse, 1988, t. I, pp. 73-88; y «Le lièvre lubrique et la bête sanglante, réflexions sur quelques interdits alimentaires du Haut Moyen âge», Antrorpozoologica, número especial: L’animal dans l’alimentation humaine. Les critères de choix, 1988, pp. 127-132. Veáse también J.-L. Flandrin: «La viande. Évolution des goûts et des attitudes», Entretiens de Bichat (27 sep., 1989), editado por el Centre d’Information des Viandes; o, «Alimentation et christianisme », Dossier: religions et alimentation. Nervure, journal de psychiatrie, t. VIII, 6 (septiembre, 1995), pp. 38-42. (13) J. L. Flandrin: «Médecine et habitudes alimentaires anciennes» en J. C. Margolin y R. Sauzet: Pratiques et Discours alimentaires à la Renaissance, Actas del Coloquio de Tours, 1979, París: Maisonneuve et Larose, 1982, pp. 85-95; P. Jansen-Sieben y F. Daelemans: Voeding en Geneeskunde. Alimentation et médecine, Actas del Coloquio de Bruselas del 12 de octubre de 1990, Archivos y Bibliotecas de Bélgica, Bruselas, 1993, 241 pp., pp. 177-192; y M. Waiss Adamson: Medieval dietetics. Food and Drink in Regimen Sanitatis Literature from 800 to 1400, Fráncfort: Peter Lang, 1995.

[Jean-Louis FLANDRIN y Massimo MONTANARI (directores). Historia de la alimentación. Gijón: Trea, 2011, Introducción, pp. 9-18]