Teoría de la historia

Universidad Nacional de General Sarmiento. Instituto de Ciencias. Área de Historia. Director del área de investigación "Poéticas de la historiografía". BUENOS AIRES ❖ ARGENTINA

✍ Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano… Un caso de parricidio del siglo XIX presentado por Michel Foucault [1973]

9788483107300_p0_v1_s260x420Ya no se habla, o parece no hablarse más del “Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano” (1). Parece ser que el “estupor” y el “subyugamiento” no sólo acometieran a los gestores de aquella obra publicada en 1973 y dirigida por Michel Foucault, sino a todos los lectores, impresionados como ellos, por el parricida de los ojos rojizos. Entonces, ¿qué podríamos decir?, ¿qué agregar a un texto cuya sacralidad, a más de ser conjurada en sus inicios fue confirmada con signos rituales o, peor aún, que aunado a la lista de curiosidades literarias, fue condenado a los anaqueles del olvido? A Foucault siempre se le recuerda por sus más renombradas obras: La arqueología del saber, Las palabras y las cosas, La historia de la locura en la época clásica, La historia de la sexualidad, por citar sólo algunas. Pero si bien cada una de ellas comprende una experiencia intelectual diferente, puede leerse, allí mismo, el riesgo de la palabra recayendo sobre esa conciencia interpeladora de los acontecimientos sociales e históricos. Tal vez lo sorprendente del “Yo, Pierre Rivière” esté menos en su inmanencia, como es señalado en el prólogo, que en la complacencia del autor por presentar el caso incidiendo sólo en el arreglo de aparición de los sucesos. No estamos aquí ante el libro-boceto preliminar de una magna obra por venir -como es el caso de La historia de la sexualidad, por ejemplo- sino, más bien, ante el libro-fuente concebido a la manera de un ejercicio archivístico. El ataque y la defensa de la manera de presentar los archivos sin más consideración, ha dado pie a interesantes debates. Es el caso de Philippe Lejeune, especialista de la autobiografía, para quien el “Yo, Pierre Rivière” denuncia una “estrategia política de connivencia subyugada” que “se acompaña de una cierta ingenuidad textual: la idea de una especie de transparencia o de verdad literal del texto”. Jean Pierre Peter, quien se encargó de establecer la memoria de Pierre Rivière, toma la defensa ante estas críticas (2). De otro lado, Carlo Ginzburg, en su obra El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI, acusa que al negar al texto el análisis racional, queda sólo un irracionalismo estetizante que al excluir la posibilidad de mostrar la existencia de una cultura popular, crea apenas relaciones oscuras entre Pierre Rivière y la cultura dominante (3). Aparte de esta querella y a motivo de queja, los lectores de habla hispana no corrimos con buena fortuna, debido a la supresión de los comentarios de la edición presentada por Tusquets en 1976. De no ser por la traducción del comentario de Michel Foucault “Los asesinatos que se cuentan” (4) desconoceríamos en nuestra lengua el acercamiento discursivo a las fuentes contenidas allí. Sin embargo, tal comentario es consecuente con la intención inicial de no superposición a la memoria de Rivière -entendida en un sentido general- de ningún discurso alterador. Todo esto, como ya dijimos, ha contribuido a olvidar no sólo el texto sino la importancia de su profundo contenido. Nadie se arriesga a otra lectura y se estima el caso como cerrado. Pensamos, por el contrario, abierto el caso y nos sentimos impelidos a “profanar” unos signos con otros. Son muchos los aspectos implicados en esta obra y hacia los cuales podría dirigirse la mirada del historiador: relación psiquiatría-justicia -como lo plantea el mismo Foucault y de la cual se desprenden apreciaciones más precisas referidas a jerarquías de poder y lucha por la verdad-, el posible paradigma cuya evidencia se hace implícita en esa lucha, el estatuto del crimen como figura histórica y circunstancial más que natural, la representatividad o no del caso para la época, la emergencia de la historia personal como una condición necesaria para pensar el sujeto, y hasta las mismas formas metodológicas empleadas en la recolección y ordenación del material. Un trabajo de la exhaustividad propuesta sólo es realizable bajo la premisa del acceso a otras fuentes discursivas asentadas en la época: los escritos de Esquirol, Marc, Orfila y Hoffbauer, que ayudarían a conocer a fondo su sistema de pensamiento; la revisión de los Annales d’Higiène referidos al debate sobre la monomanía; también los parricidios famosos de la época, como el de Fieschi, Lacenaire y Magdalena Albert, con el fin de establecer el justo lugar del caso y, por ende, su relación con la mentalidad de la época. Asimismo, los casos clásicos de la psiquiatría y de la criminología. Como vemos, es toda una investigación para quienes en su momento puedan emprenderla y aprovechar la riqueza histórica potenciada por el “Pierre Rivière”. Por el momento, intentaremos un acercamiento desde él mismo, poniendo de relieve procesos no muy evidentes y que son importantes al momento de percibir más que asombro ante el texto. 

Casos que se cuentan

529419449_LEl 3 de junio de 1835, en el pueblo de la Faucterie, no fue un día muy afortunado para la familia Rivière. Victorie Brion, la madre, yacía muerta en el suelo junto a los cuerpos destrozados de su hija Victorie, de dieciocho años, y Jules, de apenas siete. ¿El asesino? Su propio hijo y hermano Pierre, a quien luego los vecinos vieron salir corriendo por el camino con una hoz ensangrentada y gritando “vigile que no le ocurra nada malo a mi madre”. “Acabo de liberar a mi padre de todos sus males”. Todas estas cosas desconcertaban tanto como el acto cometido. Pierre se recluye en los bosques durante varios días en los cuales se alimenta de raíces, champiñones y verduras silvestres; captura pájaros y come cangrejos. Un día decide salir al descubierto, ya por el hambre, ya por el deseo de ser capturado; se entrega cuasi voluntario a esa instancia regidora de la ley: la justicia. A partir de ese momento, todo será un periplo de interrogatorios, declaraciones, acusaciones, casaciones, cauciones, atestados, exámenes y condenas. Rivière, detenido en prisión, escribe una memoria a petición del magistrado encargado del caso y consigna, para sorpresa de todos, los hechos que se convirtieron en motivo del crimen. Sin embargo, aquella memoria concebida inicialmente por su autor como recaudo de cordura ante la sociedad para asegurar su inmolación, fue empleada por las figuras médicas de la época en pro de una defensa por alienación. Pero, ¿qué motivo podía tener un muchacho de veinte años para cometer tan abominable acto?, ¿cuál era la noción de ley que le llevó a no temer al castigo? Inicialmente, se declara mensajero de Dios en aquella empresa y un simple acatador de órdenes. Más tarde, ante la presión de los interrogatorios, decide confesar su verdad: liberar al padre de la influencia de una mala mujer y de su hermana que seguía los mismos pasos de la madre. ¿Y el pequeño Jules, cómo encajaba él en aquella macabra escena? Siendo la adoración del padre, podría consolarle con su presencia una vez pasados los hechos, sensibilizar su dolorido corazón y hacerle perdonar al criminal el delito cometido. No obstante, Rivière estaba tan seguro de su fin, que era necesario ganar también el odio de su padre, asegurándole una completa liberación de todo estado mortificador. El castigo al hijo sería visto no sólo merecido, sino deseado, y ni una lágrima por él sería derramada. Los cambios en el comportamiento de Rivière dejan siempre duda en el jurado con respecto a su cordura; si no hay tal claridad, ha de ser porque el caso mismo se ubica allí como paradigmático. No siendo claro entonces su estado mental, mas sí la magnitud del crimen cometido, es condenado a enmendar la falta con el castigo a los parricidas: la pena de muerte. Pero al momento de ser pronunciada la sentencia es motivado el recurso de gracia, ante la caución de Esquirol, Marc y Orfila. El Rey, en su gran bondad y sabiduría, conmuta la pena de muerte por la de cadena perpetua y, creyendo hacer de esta manera una concesión al prisionero, logra por el contrario turbar su espíritu que buscaba liberarse a través de la inmolación. Una vez enterado de lo sucedido y ante el descuido de los guardias de la penitenciaría de Beaulieu, Pierre Rivière decide continuar con su plan inicial ejecutando por sus propias manos la sentencia que tan ávidamente esperó y cuya dilación se había convertido en su peor verdugo. Su última exhalación atravesará los barrotes de su celda para ser escuchada por la voz popular que la cantará a manera de endecha: «Si en los fastos de memoria se inscriben los guerreros famosos, de algunos bandidos en la historia, se conservan los nombres horribles; el del joven Pierre Rivière, de quien voy a trazaros las fechorías, para horror de la tierra entera, allí figurará para siempre…» (5). 

Circuitos

902074807_LUna sensación queda siempre al enfrentarnos al texto: parece que una redundancia incesante, ora de acontecimientos, ora de discursos reiterativos sobre los hechos, viniera a caldearse en el libro-marmita donde tomarían cuerpo y encontrarían su lugar común. Tal vez, ello se deba no a repeticiones sin sentido, sino a una constitución a partir de declaraciones y certificados, que al momento de ser consignados arrastran consigo, indefectiblemente, el recuerdo memorístico de lo acaecido hasta el momento. Cada nuevo informe convoca un dato aquí, recapitula otro allá. Mallas superpuestas de lenguaje desplazándose libremente unas sobre otras, y requiriendo para una ilación lógica algo más que el ordenamiento cronológico. En esta entresaca de sentidos, salen a flote recorridos más o menos claros, que podríamos llamar circuitos. Un término, que si bien es muy genérico, define no obstante una trayectoria no reductible a un camino lineal y simplificado, aduciendo mejor una aproximación periférica, continente de las relaciones allí imbricadas. El circuito más general es el que relaciona hecho-texto-memoria. El hecho: matar a la madre, a la hermana y al hermano. El texto: la traducción hecha por la justicia como organismo operante de la cultura. Y la memoria, para garantizar la tutela de valores culturales advirtiendo el castigo ante su transgresión. A simple vista, no habría nada que agregar a este triángulo reductor: se ha cometido un crimen, la justicia ha tomado cartas en el asunto; y para escarnio de futuras generaciones, queda inserto en la cultura por medio de la memoria. Pero, ni el crimen adolece de independencia con respecto a la cultura como tampoco ella y sus instancias con respecto a comportamientos que juzga y condena. Sería muy ingenuo pensar, por ejemplo, que siempre, en todas las épocas, los hombres han visto con los mismos ojos y condenado de igual manera actos señalados por nosotros de manera evidente como punibles, incluso el asesinato. Pensar así, sería considerar al crimen no como un elemento adscrito a un devenir histórico -una concepción fijista-, sino como perteneciente a un reducto animal más o menos estanco anclado en el hombre. No entraremos aquí en la discusión sobre la agresividad humana con relación a la animal (6), pero sí es importante subrayar que los cambios ocurridos en el animal son de lenta ocurrencia y siempre bajo cotejamientos hechos con el medio. En cambio los comportamientos humanos manifiestan una gran labilidad, pues su transmisión no se debe a procesos regulares de la herencia génica. Rebasada la evolución biológica por la cultural, la memoria debió ser volcada hacia afuera en términos de exteriorizaciones culturales (7). Y aunque muchas cosas deban ser aprendidas en el transcurso de nuestras vidas, el mundo que nos tocó en suerte resume los aciertos y desaciertos de todos nuestros predecesores. Es entendible, entonces, que al no obedecer a la transmisión genética, cuyo objetivo es conservar la información, las pautas culturales se alteran de manera rápida en el transcurso del tiempo, con lo que pueden ser rastreables los cambios y puntos de quiebre propulsores de su devenir. En otras palabras, los procesos humanos al ser culturales son historiables. Entonces, aunque esta aclaración pueda parecer anacrónica, no es tan evidente el castigo merecido por Rivière, como si de hechos naturales se tratara, ni el dictamen de su estado mental. No debe olvidarse que en última instancia lo que estaba en juego era la determinación sobre la vida o muerte del acusado. Paradoja del poder, que intentando resolver un asesinato con otro expresa su desagrado, no debido a la sangre derramada como al lugar usurpado por el verdugo. Los gobiernos pueden argumentar sus genocidios o ejecuciones aduciendo simplemente seguridad nacional o individual, pero las responsabilidades siempre tienen formas sutiles de disolución en las esferas del poder. Mas un criminal no tiene excusa, y es llamado a encarar su sino. Ya en 1859 Thoreau alzaba su voz para decir: «Todo hombre sabe cuándo está justificado, y todos los inteligentes del mundo serían incapaces de darle luz sobre el tema. El asesino siempre sabrá que se le castiga justamente; pero cuando un gobierno quita la vida a un hombre sin el consentimiento de su conciencia, nos encontramos ante un gobierno audaz que está dando un paso hacia su propia disolución» (8). Pero, no era este el caso de Rivière. El castigo fue un reclamo en todo momento: “Estoy resignado a la muerte” – dice. “Quiero morir lo antes posible”, petición no muy bien recibida en los tribunales, donde al operar la solemnidad como ritual efectista, aquellas palabras significaban una burla para las instancias del poder al crear un sin sentido a su labor. No importa el deseo del acusado; él ya no se pertenece, ni siquiera puede tomar su propia vida. Se ha convertido en la materia prima de la máquina procesal, en un maniquí donde se ensayan prendas, en un felpudo del cual todos tiran. Podríamos decir, sin reservas, que más allá de la sentencia sobre un sujeto llamado Pierre Rivière, el meollo de toda la cuestión es la descarga del poder materializada en su corporeidad. Pues, incluso, durante los interrogatorios en prisión, así como en la memoria, su pensamiento es vaciado de todo valor personal e interpretado a la luz de discursos oficiales potestativos de la verdad. A la justicia no le importa el sujeto llamado Rivière nacido en la Faucterie, provincia de Caen, niño problema debido a sus manifestaciones agresivas con los animales, que asustaba a los demás niños, que se reía idiotamente por absurdidades, considerado loco por medio pueblo y asesino de casi toda su familia; no, a la justicia le interesa, y esto es claro, incidir a través de la coacción popular, en la salvaguardia de valores morales. Apropiarse de ese cuerpo de turno y efectuar el espanto a través de la mueca del poseso. Es el escarnio público, por la vía del temor, la manera irracional de asegurar el orden. Pero, como veremos más adelante, es en el orden de la causalidad criminal cuando comienzan en el siglo XIX la medicina y la psiquiatría, como saberes positivos, a reclamar para sí el ejercicio del poder a manera de peritazgo. En otro momento de ampliación visual, encontraríamos un segundo circuito, que, incluido en el anterior, muestra la estructura jerárquica de los poderes en juego. La figura del juez de paz, quien como máxima autoridad sólo escucha informes y hace requerimientos, es la más destacada al comienzo; hasta este momento su discurso es tácito, soportado por la investidura de su cargo. Todos los personajes confluyen hacia él: el alcalde, el médico, el oficial de sanidad; todos le suceden en el orden descrito, abriendo un círculo que tiene su cierre en el punto de apertura. Aquí la razón, como potestad del ejecutor de la ley, es una estructura cuñada en la base por los otros discursos subordinados. Y aunque tal enunciado no entrañe ninguna novedad, el hecho de efectuar el despliegue de los saberes y ponerlos a dialogar sobre un mismo plano de acontecimientos, crea una llave perfecta que le confiere solidez a toda la maquinaria judicial. De este entramado se colige la importancia de incluir todos los informes existentes sobre el caso; son, por así decirlo, las citas de las revisiones que no pueden faltar en una historia inmanente. Pero las estaciones que marcan los circuitos no se enlazan ingenuamente. Hay en ellas, toda una semántica intencionada: informes, acatamientos, requerimientos, constataciones, órdenes, capturas y condenas. Así, en el proceso de captura de Rivière, el ritual jerárquico toma su repetición. El fiscal del Rey de Vire, en compañía del lugarteniente y después de informar al juez de instrucción se desplazan al lugar de los hechos. Una vez allí, se acata el atestado del juez de paz realizado con antelación. Ordenan, entonces, a los alcaldes de comunas emprender la búsqueda. Para tal efecto se reclutan guardias nacionales, obteniéndose la captura de Rivière. Por último, el fiscal de Falwse informa al fiscal del Rey de Vire, cerrándose el circuito. Esta terminología “técnica” explica por sí misma la jerarquización de los discursos. Y la veremos discurrir a lo largo de todo el texto.

Paradigmas

9782070328284«En 1836 estaban en plena discusión sobre la utilización de conceptos psiquiátricos en la justicia penal. Para ser más exactos, se encontraban en un periodo preciso de este debate: concretamente a la noción de “monomanía homicida”, que Esquirol puso en circulación (1808), hombres de ley como Collard de Montigny, médicos como Urbain Coste, y sobre todo los magistrados y los tribunales (especialmente desde 1827) oponían una gran resistencia» (9). En el sumario se encuentra -como ya lo habíamos resaltado- que a partir de los interrogatorios se lleva a Rivière a confesar el verdadero motivo de su crimen: liberar a su padre de una mala mujer y de sus hijos implicados. Ahora bien, la justicia tiene que construir el móvil del crimen para liberarlo de la absurdidad en que había caído. Un hecho tan execrable no podía ser atribuido al mero impulso irracional, a un ataque de frenesí momentáneo. De ser así, la justicia quedaría burlada; no sólo porque al ser ella agenciadora del poder no podría operar ante un caso completamente esclarecido: hecho, pruebas, infractor, castigo estipulado; sino, porque entre la lucha razón-sinrazón el caso actúa como bisagra, acercando y alejando los dos conceptos, requiriéndose tres elementos: razón, crimen, sinrazón; o mejor: justicia, crimen, locura. Si Rivière es declarado loco y por esa vía escapa a la pena de los parricidas, el discurso penal habrá sufrido un desplazamiento debido a un saber positivo cuya objetividad a través de pruebas científicas comienza a sentir incómodo su papel de subordinado: el discurso médico. En el interrogatorio, la justicia quiere establecer su verdad: un crimen, un motivo y un conocimiento de causa y efecto. Pregunta: “Tiene usted inteligencia suficiente como para saber que no es posible evitar el castigo que la ley les infringe a los asesinos y a los parricidas, ¿cómo es que esta idea no le hizo cambiar de proyecto?” Respuesta: “Obedecí a Dios, no creo que sea ningún mal justificar su providencia” (10). Y más adelante se le vuelve a interpelar: “Hasta ahora no ha querido doblegarse a la justicia, no ha hecho honor a la verdad, parece que ayer estaba mejor dispuesto, díganos con franqueza hoy, ¿qué razón pudo llevarlo a asesinar a su madre, a su hermana y a su hermano?” (11). Esta razón será la que habrá de ser investigada, con ella se producirá la descarga de toda la maquinaria procesal; sin ella se parte la bisagra, se da el desplazamiento del poder y las instituciones estatales serán presa del pánico ante unas manifestaciones transgresoras de la ley y camufladas bajo una fachada de locura. Pierre Rivière tiene que ser declarado cuerdo y culpable. ¿Pero qué era, en sí, lo que ocurría en el saber médico, y específicamente en el psiquiátrico a comienzos del siglo XIX? Dos teorías, hijas del movimiento enciclopedista, verán su emergencia: el transformismo de Lamarck y la frenología de Gall; ambas lo suficientemente controvertidas en su época, pero sin el poder de permanencia suficiente para ser aceptadas de manera consistente por la comunidad científica. Gall, médico y anatomista de profesión, realiza muchas disecciones hasta llegar a ubicar la corteza cerebral en el nivel más elevado del encéfalo, característica que compartiría el hombre con los demás mamíferos. Pero Gall no se contenta con la simple ubicación general, sino que quiere localizar allí las facultades “morales e intelectuales”. Para ello emprende, no como podría pensarse una esquematización del encéfalo, sino del cráneo en su parte exterior. Según su teoría, desde la óptica naturalista y fisiológica, existen facultades mentales que son innatas y de cuya presencia pueden dar cuenta las protuberancias craneanas. La lista se establece de modo empírico, con base en biografías de hombres ilustres y en las desviaciones mentales o monomanías que serían exageraciones de esas facultades (12). Gall será acusado de materialista, pues su teoría prescinde de toda recurrencia a una explicación del comportamiento a partir de estados del alma. Si se encuentra una de las protuberancias definidas, querrá decir que bajo ella se alberga la parte del cerebro que gobierna dicho comportamiento. Entonces no habría en el hombre una cierta voluntad intencionada para obrar de tal o cual manera, ya se hable del instinto de propagación -o sexual-, el amor a la progenie -o maternal- o del gusto por los riesgos y la lucha -o agresividad. La frenología no fue el punto de llegada en la expurgación del cerebro, pero sí sirvió de punto de partida para otros hombres interesados más en las relaciones entre el cerebro y el cuerpo que entre el cráneo y el cerebro. Uno de ellos fue el alumno de Gall, Bouillaud, quien fundaría la anatomopatología del lenguaje, convertida luego en neuropsicología, abonada con los descubrimientos hechos por Broca. Retomando el hilo del proceso, podemos ver en el certificado del médico del pueblo, el doctor Bouchard, alusiones a la nueva ciencia: “No he hecho investigaciones frenológicas, pues aunque esta ciencia está muy poco evolucionada, debo decir que en este punto mis conocimientos son demasiado imperfectos para que pudiera aplicarla a una circunstancia de esta gravedad” (13). Y es cierto. Bouchard se dedicará a dar un parte de normalidad llegando a la conclusión de que el acusado fue presa de un “estado de exaltación momentánea” que lo condujo a cometer el crimen. No recurre para nada a la frenología, pero nos advierte de su existencia. Pero con los demás psiquiatras no ocurrirá lo mismo. Vastel, por ejemplo, no tendrá reparos en declarar a Rivière como un alienado mental “[…] y tuve la profunda y completa convicción de que la inteligencia de Rivière no era sana, y que la acción que ante los ojos del ministerio público pasaba por un horrible crimen, no era sino el deplorable resultado de una auténtica alienación mental” (14). Además, hará explícita su certeza de que tales conclusiones las ha extraído del análisis exterior del acusado y del estado de sus facultades mentales desde su infancia. No le busca las protuberancias al cráneo, pero sí pone en circulación todo el lenguaje concordante con su sistema de pensamiento. Las facultades mentales, como vimos, pueden ser de diversa índole, pero en todos los casos tendrán un carácter innato, “La herencia es realmente una de las causas más poderosas en la producción de la locura” (15), dice Vastel, y concluye su informe, no como quien sólo dice lo que le compete, sino como quien desea una transformación: “La sociedad tiene pues el derecho de pedir, no el castigo de este desgraciado, ya que sin libertad moral no puede haber culpabilidad, sino el secuestro por vía administrativa…” (16). Con esta sugerencia a modo de reclamo, Vastel hacía eco de Pinel en su lucha por mejorar el trato a los insanos, eliminando la idea de que eran posesos o criminales, sino más bien enfermos como los otros. Pero aun así, Pierre Rivière es declarado culpable. No obstante, una vez consultados los eminentes médicos de París: Esquirol, Marc y Orfila, y habiendo ellos dado su veredicto según el cual Pierre Rivière manifiesta signos de alienación desde su infancia, las dudas del tribunal quedan disipadas al solicitarse la petición de indulto ante el Rey Luis Felipe. Su majestad conmuta la pena de muerte por la de cadena perpetua y Rivière es “ejecutado” por vía monárquica. Esquirol se saldría con la suya al lograr la inserción del concepto de “monomanía homicida” en las filas penales. Por aquí no sólo se abonará el camino a una sicopatología “laicizada”, sino que también la psiquiatría como ciencia abrirá un boquete en las estructuras del poder, donde el tiempo, como variable ausente hasta el momento en términos de dimensión explicativa de un presente, vendrá a tomar asiento en un espacio, donde, por la vía de la biología el sujeto en adelante será un sujeto histórico. Cabría preguntarse ¿quién gana en dicha conquista? ¿el acusado, la psiquiatría, el Rey? No nos convence la pena capital como tampoco el internamiento; ambas a su manera son formas de regentar una razón que reclama para sí el derecho por la vida negando a su vez la libertad. Habrá que esperar, incluso, hasta el siglo XX para encontrar bosquejos de tratamientos, salvadores de cadalsos y también otorgadores de la libertad de ser diferente. Es necesario un orden, pero no a costa de ejecutar las víctimas del poder que los excluye.

NOTAS. (1) Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano. Un caso de parricidio del siglo XIX, presentado por Michel Foucault, Barcelona, Tusquets, 2ª edición, 1983. (2) La alusión aparece en el artículo de Michel Kajman “Presencia de Foucault”, en: Le Monde, París, noviembre 29 de 1991, p. 23, traducida por Luis Alfonso Paláu para el “Seminario de Historia de La Biología” de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín, publicado el 22 de diciembre de 1991. (3) Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos. El cosmos, según un molinero del siglo XVI, Barcelona, Muchnik Editores, 1981, p. 19. (4) Del comentario de Michel Foucault “Los asesinatos que se cuentan” existe una traducción de Luis Alfonso Paláu, en: Revista de Sociología Unaula (10), Medellín, Universidad Autónoma Latinoamericana, julio de 1987. (5) Hoja volante repartida en la época y publicada al final del comentario de Michel Foucault bajo el título “Endecha sobre este sujeto”. (6) Sobre el problema del instinto y la agresividad, ver los trabajos de Konrad Lorenz, Niko Tinbergeny y William Thorpe. (7) Nunca se hará suficiente énfasis sobre la importancia de la obra El gesto y la palabra, de André Leroi-Gourhan. (8) Henry D. Thoreau, Desobediencia civil y otros escritos, Madrid, Tecnos, 1987, pp. 108-109. (9) Michel Foucault, en la presentación del “Yo, Pierre Rivière…”, Op. cit., p. 9. (10) Ibíd., p. 37. (11) Ibíd. (12) Sobre la frenología, ver: Jean-Pierre Changeux, El hombre neuronal, Madrid, Espasa-Calpe, 1985. (13) Certificado del doctor Bouchard, que aparece en el capítulo 4, denominado “Consultas médicolegales”, en: Michel Foucault, Yo Pierre Rivière…, Op. cit., p.136. (14) Ibíd., p.138. (15) Ibíd., p.139. (16) Ibíd., p.148.

[Jorge William MONTOYA SANTAMARÍA. «A propósito del “Yo, Pierre Rivière…”, de Michel Foucault», in Historia y Sociedad (Medellín), nº 12, noviembre de 2006, pp. 239-249]

✍ Lo sano y lo malsano. Historia de las prácticas de la salud desde la Edad Media hasta nuestros días [1993]

vigarelloEl cuerpo, prometeico y miserable, lugar de luz y de sombra, de transparencia y de confusión, de dolor y de placer, de pensamiento y de vida. La pregunta por el cuerpo es una de las inquietudes fundamentales, una interrogación cuya naturaleza quizá ha cambiado a través de los tiempos, pero que testimonia la existencia de ciertas constantes, de algo que podría llamarse la «condición humana». De esta cuestión se derivan, a su vez, múltiples problemas, en ocasiones percibidos como enigmas: el planteamiento metafisico de la relación cuerpo-alma, el tema de la interioridad, de la sensación, de la afección, del vínculo entre lo psíquico y lo somático, de la pasión o del pensamiento, ámbitos todos relacionados, de alguna manera, con la enfermedad. Objeto de reflexión de la filosofía desde tiempos inmemoriales, la historia sólo lo empieza a explorar en toda su complejidad hace poco tiempo. Le sain et le malsain es, de alguna manera, una expresión de esta preocupación. Allí, Georges Vigarello aborda indirectamente las dimensiones antes mencionadas, pero en su itinerario se ocupa de cómo en cada uno de los siglos posteriores a la Edad Media, se pensó la forma de preservarse de la enfermedad, percibida siempre como representación del mal. Se dedica a la disección de los desplazamientos, las rupturas y las continuidades relativas a la idea de preservación y de cuidado de sí. El camino de su reflexión es diverso; podría decirse que se sitúa en ese lugar abismal, intermedio, pero también de convergencia o intersección entre el discurso científico y el no científico; entre la cultura sabia y el mundo de las creencia. No se ubica sólo en la perspectiva de la episteme aislada, pero tampoco se detiene en el estudio doxológico. Esta intención fue la que, quizá, determinó la elección de sus fuentes: obras médicas, científicas, literarias, filosóficas, además de textos de vulgarización como periódicos y revistas varias; sin ceder, a pesar de ello, a la tentación de la vana y bulímica erudición. Basándose en varios de los postulados de la sociología de Norbert Elias, que aparecen en El proceso de la civilización, donde se establece una teoría que busca explicar cómo se construyeron las formas de comportamiento que se consideran hoy típicas del hombre civilizado, Vigarello pretende explorar específicamente cuáles fueron los usos y los comportamientos de prevención con que cada sociedad acostumbraba a sus miembros en las épocas postmedievales. El texto está dividido en cinco partes. En la primera, «Obéir au cosmos» (XIIIe-XIVe siècles), el autor muestra cómo, durante aquella época, el cuerpo estaba inmerso en los ciclos cósmicos. Presenta la imagen de un cuerpo que, según la medicina hipocrática, era un microcosmos compuesto de cuatro sustancias: tierra, agua, aire y fuego; portadoras a su vez, de cuatro cualidades: seco, frío, cálido y húmedo; cuyas combinaciones formaban los temperamentos, cada uno de los cuales se caracterizaba por la preeminencia de un humor: sangre, pituita o flema, bilis y atrabilis. El cuerpo permanecía así, pasivo y gobernado por fuerzas invisibles o espíritus naturales, vitales o animales. Allí recrea la antigua idea de naturaleza -physis-, uno de los conceptos fundamentales del pensamiento griego. Según ella, cada cosa como individuo posee una naturaleza singular que se define por propiedades constantes o, más exactamente, por fuerzas actuantes, de las cuales hacen parte también los procesos biológicos normales o patológicos, siempre definidos bajo la metáfora de la lucha. Estudia los principios que durante el medioevo determinaron la eficacia curativa de ciertos objetos: el principio del contacto y el de la pureza; las prácticas de defensa contra la enfermedad: sangrías y objetos protectores, prácticas reveladoras de la sensibilidad y del estado del saber de la época, que evidencian la importancia que tenía entonces el contacto, pensado como medio por excelencia para la transmisión del mal. El autor explora las ideas que subyacen en la eficacia preventiva de los anillos, los metales y algunas piedras preciosas. Ello mostraría un rezago de pensamiento mágico, la creencia de que es posible actuar sobre la naturaleza por medio de procedimientos ocultos y producir así efectos extraordinarios, pensamiento que reposa, a su vez, en la afirmación de que existe entre los seres de la naturaleza una relación regular, de leyes de correspondencia -por simpatía o por antipatía-. Así, la enfermedad no se atribuía a una causa endógena, interna, del cuerpo sino a una causalidad exterior. Sobre esos procesos externos se fundaron las etiologías de las alteraciones corporales. La enfermedad es, pues, percibida como una transgresión de la dimensión cosmológica, una pérdida del equilibrio entre el mundo humano y el extrahumano. Esta idea, de antigua herencia aristotélica -a quien el autor no evoca quizá porque la mención aristotélica implicaría caer en una cierta visión metafísica del cuerpo- aparecía en su tratado Del cielo, allí el pensador griego expone buena parte de sus tesis, cuyos comentarios ocuparán el pensamiento de la física medieval: la idea de una armonía prístina del universo que es comparable a un organismo vivo. Las maneras de preservarse estaban entonces inexorablemente unidas a las ideas de transmisión del mal, como el mal era atribuido al contacto,la preservación debería hacerse con el alejamiento físico de aquellos que habían sido «tocados por el mal», mal encamado en la lepra primero, y en la peste, la sífilis y los pobres después. Al respecto resulta interesante traer a colación las investigaciones de la antropóloga Mary Douglas, a propósito de los rituales de contaminación y los tabú es en las comunidades juzgadas como primitivas, las cuales conciben el cuerpo como símbolo de la comunidad. Las excreciones del cuerpo, como las de la comunidad. eran consideradas «impuras» y «peligrosas», pues lo que ha salido del cuerpo no debe nunca volver a entrar. El modelo de entradas y salidas del cuerpo humano guarda similitud con el cuerpo social, porque el cuerpo humano es, para cada comunidad, el símbolo de su propia estructura y, en este sentido, la enfermedad revela una diferencia que excluye de la vida social y no permite la reintegración, so pena de una contaminación general. Así pues, toda sociedad se defiende como un organismo contra todo lo que amenaza su armonía o integridad. Hay, sin embargo, un temor que se acentúa gracias a la atención que gana el aire, un miedo que va a devenir dominante: la idea de que era el estado del aire el que desencadenaba la enfermedad. Ese aire «pútrido» sería, a su vez, producto de extrañas y fatales conjunciones astrales que se agitaban como veneno. Con la peste, la idea de un cuerpo más permeable se acentúa. La aparición de la sífilis a finales del siglo XV desencadenará más agudas inquietudes, sin embargo, el estudio de esta nueva enfermedad conoce un elemento sui generis; la transmisión es reconocida como sexual, como debida al contacto íntimo. Esta afirmación permitió una primera modificación en la comprensión de las epidemias: la infección no estaría ligada a un cierto estado de la naturaleza sino a una especie de semilla (semence) presente en quien transmite la enfermedad, un veneno directamente comunicado por los sexos. En cuanto al régimen alimentario, estaba en concordancia con la prevalencia de una concepción humoral del cuerpo. El interés que empiezan a ganar por aquella época las especias, desplaza un poco la utilización de los metales y las joyas como elementos de preservación, aunque no totalmente (aún hoy pueden percibirse restos de estas creencias en el actual interés por el cuarzo, por ejemplo). Los efectos de las especias, sugeridos por el olor y el gusto, se oponen a la descomposición, y ayudan a la ventilación y a la evacuación de los humores. De otro lado, el principio de la dieta estaba dado por el equilibrio humoral, de ahí las recomendaciones de prudencia y moderación alimentaria, regla que preparará el comportamiento noble de la elite. Pero, en forma simultánea, se desarrolló en las clases populares, una cultura del exceso alimentario. Se reúnen allí dos sensibilidades culturales que aún hoy es posible percibir. Durante el siglo XVI, la conciencia de un consumo socialmente diferente permite el desarrollo de una cultura de elite alrededor de la alimentación, que coincide con la desvalorización de la imagen del pobre. A finales de este siglo se verá también cómo el cuerpo empieza a independizarse de las potencias invisibles y gana atención el estudio de los procesos mecánicos. El cuerpo es entonces descrito como una armada o como una ciudad que obedece a un orden, como una unidad físicaUnknown jerarquizada. Sin embargo, ello no transforma las prácticas que se habían instaurado a su alrededor. La segunda parte «Évacuer les humeurs» (XVIIe siècle) se dedica a indagar la idea de la percepción mecánica del cuerpo. Esta referencia es, al decir de Vigarello, uno de los indicios que permite vislumbrar la lenta ascensión del individuo moderno: la liberación del cuerpo de los ciclos cósmicos. Las repetidas alusiones a las nuevas máquinas del siglo XVII lo confirman: el cuerpo deviene fuente, surtidor o también reloj, con la difusión de las referencias cartesianas, es un cuerpo sometido a las evacuaciones mecánicas, cuyos argumentos se refuerzan con el descubrimiento de la circulación sanguínea y linfática. En el espacio abandonado por las pestes, se sitúan ahora enfermedades menos avasalladoras, menos espectaculares: la malaria y la disentería por ejemplo. Un nuevo mal permite objetivar esta nueva categoría de males: los vapores, esas especies de brumas, producto de fermentaciones internas de la materia orgánica. La importancia de los vapores indica el nuevo interés por los fluidos sutiles del cuerpo. Esta palabra, vapor, revelaría al mismo tiempo, un refinamiento de la sensibilidad, que impone códigos de urbanidad como una forma más sofisticada de preservar el cuerpo. Sin embargo, la cultura popular permanece anclada en una concepción del cuerpo dependiente de solidaridades cósmicas. Lo que evidencia la existencia de diferentes niveles de creencias en una época determinada. A la defensa ante las enfermedades, aun basada en la exclusión, se une ahora la metáfora de la purga de los pobres. Preservarse sería retirar lo que obstaculizaba, el humor «viciado», es decir, el pobre. A las protecciones de entonces vienen a sumarse los excitantes venidos de América o de Oriente: té, café, chocolate y tabaco. Ellos entran en ese proceso que se lleva a cabo junto con la lenta conquista del azúcar: en los nuevos rituales de excitación. La preeminencia de estas sustancias hace que se opere un desplazamiento en el consumo de las especias; ello porque empieza a percibirse un particular trabajo sobre el gusto. No obstante, el valor gustativo de estas nuevas sustancias se borra ante sus virtudes estimulantes. La asociación del café con las nuevas formas de sociabilidad, y del tabaco como coadyuvante de la razón, paradigma del excitante moderno, desempeñan un rol importante. Café y tabaco son elementos culturales importantes en una sociedad que poco a poco accede a un nuevo tipo de placer, a algo que bien podría denominarse una «concupiscencia del decir» o una «voluptuosidad de la conversación»; aunque juegan también un papel de prevención, pues sanean los humores y permiten hablar mejor. La tercera parte «Résister et endurcir» (XVIIIe siècle), se ocupa de la gran revolución que se produce en las prácticas de preservación con la medicalización de la inoculación antivariólica. Este acontecimiento habría acompañado una transformación en la imagen del cuerpo, pues la práctica inoculatoria se funde en la existencia de una fuerza interna de los órganos, una suerte de resistencia que le es propia. Aquí se acude para curar a una reacción orgánica, no ya a una pócima o a un elixir maravilloso. La trascendencia de esta práctica se evidencia desde varios puntos de vista: el debate que suscitó su aplicación dio el fundamento al establecimiento de la primera modernidad de las instituciones científicas británicas; ella, por decirlo así, transforma los argumentos preventivos pues para señalar sus virtudes se recurrió, por vez primera, a un inventario estadístico; se constituyó además en el primer intento de inmunización colectiva. Otro de los temas caros a este siglo fue el proyecto eléctrico, proyecto que confirmó la referencia a una nueva concepción del cuerpo, a una íntima arquitectura corporal constituida por fibras. Así, durante el siglo XVIII la fibra se convierte en la más elemental unidad anatómica, y la enfermedad viene a entenderse como una debilidad de los nervios. Por ello, las prácticas de preservación se orientarán hacia la resistencia, idea que se conjuga con uno de los conceptos claves del siglo XVIII: el progreso, la creencia en la posibilidad de un paulatino perfeccionamiento del género humano, y la necesidad de la inversión en el futuro. En este sentido, el ejercicio, la acción física se erigió como fundamental, ya que el cuerpo debía trabajar sobre sí mismo. La preocupación por el aire encuentra nuevos elementos de reflexión, el aire comienza a ser re-pensado. Esta nueva consideración va a traer consigo renovadores postulados a cerca de las ideas arquitectónicas, de la ubicación de los cementerios, de la imagen del médico, quien adquiere un status diferente, más estimado. Todas estas ideas, fueron reforzadas por el aislamiento del oxígeno, realizado por Lavoisier en 1777. «La force de soi, la force des autres» (XIXe siècle), aborda la cuestión de cómo el siglo XIX debió asistir a la aparición de nuevos proyectos que redefinieron el territorio de la higiene pública: trabajar sobre los «desechos» sociales para, así, controlar mejor los peligros. Esos «desechos sociales» comprenderían no sólo los de orden físico: alcantarillas, inmundicias, establos de animales; sino también los de orden moral: prostitutas, andrajosos, obreros. Presencias juzgadas arriesgadas, mórbidas. Toda sociedad se defiende, como un organismo, de todo lo que amenaza su permanencia interna, aunque cada vez lo juzgado como peligroso varíe. De otro lado, en la práctica de la vacunación antivariólica se revela un nuevo compromiso estatal con la salud del pueblo. La vacunación está relacionada con la constitución de una organización médica jerarquizada, a partir del establecimiento del Comité Central de la Vacuna, del cual dependían los comités departamentales y barriales. Ello se ve como una renovación de la imagen de la salud colectiva. El proceso que termina con la obligatoriedad de la vacuna sienta las bases de una obligación primera en su género: la de toda persona a sufrir un cierto mal físico para evitar un mal colectivo, cuestión ésta que podría ligarse también con cierta idea de la ética. El nuevo papel de la higiene social se orientará desde entonces, específicamente, hacia una higiene del trabajo, producto del proceso de industrialización, cuya aparición y desarrollo, al final del siglo XIX, están ligados a una empresa política de domesticación de los obreros, de las clases populares y de moralización de las costumbres. En cuanto a las referencias dietéticas, conviene decir que la dieta coincide con el proyecto del cuidado y de la apariencia, testimoniado por la presencia hechizante, en ocasiones juzgada frívola, del dandy, encarnación de una inquietud extrema por el culto de sí, como inversión en la apariencia y en la salud. Se impone también la delgadez femenina como modelo de salud y belleza. Al final del siglo XIX, Pasteur revoluciona los temores higiénicos, el tema del microbio vuelve inútiles algunas antiguas preocupaciones, pero hace entrar la lucha antiepidémica en su atención a las zonas más íntimas del cuerpo, hacia las zonas escondidas o casi invisibles. Revolución que fue coronada con los estudios de Virchow, quien en 1858 transforma la concepción del cuerpo, desde entonces visto como un conjunto de innumerables corpúsculos microscópicos. Antiguas inquietudes ceden espacio a nuevas preocupaciones, generadas por la nueva gramática de la vida, por los fenómenos de industrialización y masificación, por el temor al fracaso: la salud psicológica, objeto, a partir de entonces de cuidados y atenciones insospechadas. Para las reflexiones de la última parte del texto «Bien-être?» (XXe siècle) el autor toma como modelo el SIDA. A partir de él explica algunos elementos importantes de la visión contemporánea sobre la salud: las fatales consecuencias de los procesos de industrialización de la salud, los desplazamientos entre el individuo y la comunidad; una nueva idea de la responsabilidad de sí, la tendencia a controlar el propio cuerpo, la salud «consumida» y la noción de cuerpo informatizado. El SIDA representaría, como ningún otro fenómeno epidémico en la historia, el lazo existente entre la sangre, el sexo y la muerte. El autor se refiere también a la diferencia entre peste y SIDA, contrariando a quienes, en principio, pretendieron crear un ambiente de pánico absoluto alrededor de dicho síndrome. !Br+htl!BGk~$(KGrHqUOKjEEvVt0No5DBL2FG!3CFQ~~_1Aunque también marca las constantes simbólicas que presentan los fenómenos epidémicos a través del tiempo y recoge la multiplicidad de comentarios que la enfermedad ha suscitado. Es, de alguna manera, un texto que sintetiza parte de las preocupaciones actuales inscribiéndolas en el itinerario de su reflexión. La única práctica de prevención que se erige hoy como posible es el cambio de comportamiento íntimo y la educación como fundamento último de esta práctica preventiva. Aunque queda planteado el nuevo problema sobre cómo la información que puede recibir un individuo respecto a esta enfermedad puede traducirse en un cambio real y efectivo de su comportamiento sexual. La otra consideración que le ocupa en este capítulo es la relativa a algo que el autor denomina «la salud consumida», queriendo significar con ella la búsqueda incansable del hombre de una productividad creciente en las sociedades industrializadas y de cómo ello ha contribuido a «racionalizar» el cuerpo, trabajando sobre su rentabilidad potencial, transformándolo en un «cuerpo informatizado» o en una máquina cibernética, es decir, en un sistema automatizado de operaciones, comandado por la recepción y la emisión de mensajes que pueden interpretarse en términos de mayor o menor posibilidad de producción. En un sistema de salud se tiende a privilegiar la vigilancia sobre sí, promueve un determinado estilo de vida para alcanzar el «bienestar», pero es un modo de vida que se compra, que se encuentra mediado por las lógicas del mercado, la oferta de bienestar es innumerable: nuevas prácticas, nuevas tecnologías aplicadas al cuerpo, millones de publicaciones y de material audiovisual. A propósito de esto, resulta interesante el problema de la situación contemporánea del cuerpo, la existencia de una ilusión de control del cuerpo, la expansión de las actividades deportivas y de ocio en general ha contribuido a forjar una imagen mítica de un hombre sano, libre, en armonía con el mundo. En la actualidad se asiste a una suerte de sacralización laica del cuerpo, idea esta que se une con el deseo, ya presente en el siglo XVIII, de un hombre perfectible ad-infinitum. El libro revela, de manera interesante cómo el pensamiento ha sido siempre atraído por un estado ideal que presenta siempre, sin embargo, la particularidad de aparecer ante la conciencia como perdido o como porvenir. Sólo una ausencia inquietó a la lectora: la omisión de referencias relativas a un fenómeno, en ocasiones juzgado corno el más importante descubrimiento terapéutico del siglo XX: el «milagro antibiótico». Ello ¿no habría tenido repercusiones en cuanto al comportamiento preventivo? La idea, expuesta por algunos, de que sólo la medicina empezó a curar realmente en este siglo gracias a los antibióticos ¿no tuvo efectos en el ámbito que interroga el autor?

[Adriana ALZATE ECHEVERRY. «Reseña bibliográfica», in Historia y Sociedad (Medellín), nº 6, 1999, pp. 262-270]

✍ Latinoamérica. Las ciudades y las ideas [1976]

latinoamerica-las-ciudades-y-las-ideas-jose-luis-romero_MLA-F-3937808444_032013La reedición de la obra del historiador argentino José L. Romero, en la colección «Clásicos del Pensamiento Hispanoamericano», abre al panorama editorial universitario de nuestro país una perspectiva que es nueva y, a la vez, vieja. Se trata en este caso de retomar los proyectos editoriales que desde la Independencia, con Andrés Bello y García del Río desde Londres, hasta la actualidad, particularmente con la «Biblioteca Ayacucho» en Venezuela, han prefigurado una identidad cultural propia hispanoamericana, cifrada en una utopía continental. La peculiar tarea que se ha trazado en este caso está acuñada en esa larga tradición intelectual, pero se quiere dar un giro particular, un acento que la hace propia. Su idea es recuperar una serie de textos que podemos considerar como «clásicos», es decir, básicos para la construcción de una ciudadanía ideal para América Latina. En una palabra, se trata de dar nuevamente a luz obras que por su alta significación científica e intelectual deben servir de textos obligados de referencia, de libros de cabecera para el estudioso de nuestro continente. La sugerencia puede sonar extraña en un medio acusadamente provinciano, pero no se arriesga sobre un proyecto de esta naturaleza sino se cuenta con la convicción de que el patriotismo chico no es la mejor manera de comprender nuestra realidad, aunque sirva para exaltar en forma exhibicionista nuestra pretendida singularidad. La lista que encabeza la obra de José Luis Romero, con prólogo de Rafael Gutiérrez Girardot y con una bibliografía completa del autor y un índice analítico para facilitar su consulta, comprende obras claves y figuras de las ciencias sociales y de las letras que desafortunadamente han caído en penoso olvido. Anota con certeza Lévi-Strauss en su ensayo «Raza e historia» que lo que diferencia a los países avanzados y los que se consideran subdesarrollados es que estos últimos carecen de capacidad de acumulación. Ciertamente, un pertinaz olvido acompaña nuestras prácticas académicas, y lo que es más cierto es que la selectividad está cifrada más por defecto que por conocimiento. Cuando hablamos de Latinoamérica acaso podemos coherentemente articular una comprensión que, justamente, Romero decide cotejar con una seguridad pasmosa. El continente no es susceptible de especulaciones pseudo-ontológicas, en pos de identidades imaginarias que son generalmente sólo peticiones de principio rudimentarias. La complejidad histórico-cultural del continente sólo puede ser examinada, en forma crítica, sobre diversos presupuestos científicos, académicos e intelectuales de los que, por lo regular, carecemos. Carecemos, en primer lugar, de una satisfactoria comprensión del desarrollo histórico europeo que nos garantice enfrentar la complejidad y diversidad cultural latinoamericana. Justamente, de esta posibilidad comparativa con la rica y abigarrada tradición occidental sobre la que descansa el carácter «clásico» de una interpretación sobre el desarrollo de las ciudades latinoamericanas y sus ideas, podrá disfrutar nuevamente el lector de nuestro país en una edición sensiblemente cualificada, por su diseño, impresión, papel, tipo de letra y caja. La importancia de Romero como historiador requiere de diversos acercamientos, pero es importante anotar algunos rasgos característicos que explican esta obra. Primero, se trata de una obra de madurez, escrita justamente un año antes de morir, y que parecía resumir su sobresaliente capacidad sintética, su generosa comprensión de la vida histórica. Romero se consideraba un historiador de la Edad Media europea, pero supo dar a sus libros sobreLatinoam_rica_las_ciudades_y_las_ideas Argentina y América Latina un sello inconfundible. Aprovechó sus vastos conocimientos -que lo ubicaban como un prestigioso investigador a nivel internacional del tránsito del medioevo al Renacimiento- para contribuir a la aparentemente indescifrable realidad propia. Sus obras sobre la Antigüedad clásica, sobre la Edad Media y el Renacimiento, sobre el mundo contemporáneo como El ciclo de la revolución contemporánea, dan testimonio de una ardua labor comprensiva de la historia europea y ofrecen las claves para explicar un resultado excepcional como es el libro que comentamos. Ese toque magistral de Latinoamérica: las ciudades y las ideas procede de una vasta cultura histórica, acaso sin parangón en nuestra lengua. Además habría que advertir que el esfuerzo que aquí se emprende se basa en una larga reflexión del «problema latinoamericano». Ya había otorgado Romero una primera versión en su obra Historia de las ideas políticas en Argentina (para el Fondo de Cultura Económica) en 1948, en la que elevó a tesis central un fenómeno fundamental en la constitución político-cultural del continente: la clásica oposición formulada por Sarmiento entre «campo-ciudad» para definir algún eje comprensivo sobre el cual gira la turbia realidad nacional. Este trabajo fue suplementariamente completado con El desarrollo de las ideas en la sociedad Argentina del siglo XX de 1964, en el que adelantaba una innovación metodológica sumamente provechosa: se trata de entender los escenarios de la vida pública en los cuales se construyen los canales de divulgación de las ideas. Este acento sociológico de la historia intelectual y de las ideas se anticipa a los desarrollos que en ese momento -es de pensar en obras como las de Jaime Jaramillo Uribe en Colombia, Leopoldo Zea en México, Ricardo Donoso en Chile- se elaboraban en el continente. Pero la importancia de la obra de Romero no se limita a estos dos aspectos: Él también ofrece un panorama completo y sintético derivado de un método de estudio singular. Se trata de una muy personal interpretación de las fuentes históricas, es decir, que entiende como fuente no el fragmento que reposa en un archivo, sino el texto que cumple con una interpretación del momento. En este sentido, su obra se orientó a desentrañar la peculiaridad latinoamericana, apoyado en una versión metodológica «heterodoxa», si consideramos «heterodoxa» la «Histórica» de Droysen que brinda una definición de fuente histórica en el camino trazado por el propio Romero: fuente es todo aquello que ofrezca una unidad histórica de sentido. Esto le permitió ganar, por sobre los detalles regionales, una imagen continental sobre la que construyó, complementaria, una periodización ejemplar del desarrollo de las ciudades que hasta el presente se manifiesta como inigualada: las ciudades criollas, ciudades patricias, ciudades burguesas, ciudades masificadas. Una sugerente periodización que desafortunadamente no ha entrado como patrimonio científico (para adecuarlo críticamente) en nuestras historias de la ciudad. La pregunta por la significación de una reedición de la obra «clásica» de Romero en la Editorial Universidad de Antioquia, es una pregunta que subyace a un reto científico: el de confrontamos con los historiadores hispanoamericanos que se han elevado de promedio; vale decir, es la pregunta por el sentido de los estudios universitarios, por la labor de divulgación científica universitaria en la búsqueda de unos referentes científicos, académicos, culturales, con los que cuenta nuestra lengua. Somos lo que seamos capaces de asimilar como provechoso: de aquí y de otras partes. Es de recordar que la idea de la nación, de la identidad cultural nacional nace al contacto de la idea cosmopolita de la «literatura universal»: es un toma y dame, un dar y un escoger sin complejos, como quien se asoma al mundo con la tensión de la espera (que no se resuelve en la nada).

[Juan Guillermo GÓMEZ GARCÍA. «Reseña», in Historia y Sociedad (Medellín), nº 7, 2000, pp. 274-277]

✍ La herencia del pasado. Las memorias históricas de España [2011]

herencia_pasadoHistoria. La memoria histórica se ha convertido hoy en un objeto de culto por múltiples razones, entre las que destacan la necesidad de superar el Holocausto a escala global y la necesidad de superar la Guerra Civil a escala española. Todo lo cual ha abierto un complejo debate público que es a la vez científico (controversia entre historiadores), político (polémica sobre los derechos de las víctimas) y hasta jurídico (como en el caso Garzón), pero desde luego siempre mediático, dada la profusa celebración de todo evento conmemorativo. Pero es que, además, entre memoria histórica y discurso mediático hay una evidente afinidad electiva, dada la común metodología que ambos géneros emplean para rememorar lo ocurrido. En efecto, para narrar el pasado hay que recurrir a un procedimiento análogo al montaje cinematográfico. Ante todo, proceder al découpage o fragmentación selectiva de los hechos narrados: ¿qué debe ser recordado (para imprimirlo en la memoria) y qué olvidado (para dejarlo en elipsis)? En segundo lugar, hay que proceder a la edición de los hechos rememorados, empezando por su puntuación secuencial: ¿cuál fue su origen (planteamiento), cuál su sintaxis consecutiva (nudo argumental), cuál su clímax crítico (conflicto dramático), cuál su desenlace? Y hay que elegir un encuadre interpretativo, identificando los vértices del triángulo agonístico (plano-contraplano según el eje de cámara) que oponen a «nosotros» contra «ellos» según la perspectiva del narrador que dirige la mirada del espectador. Un encuadre (framing) que siempre es moral, dado que reinterpreta el conflicto que opone a los antagonistas en términos de justo/injusto, legitimidad/ilegitimidad. Por eso la memoria histórica siempre resulta sectaria, retraduciendo la historia real a una película de buenos y malos. Pero no es el caso del libro que nos ocupa. Precisamente, para evitar ese posible sesgo tendencioso, su autor contrapone las diversas memorias plurales que se enfrentan entre sí, sin tomar más partido entre ellas que el derivado de la veracidad. Pues en efecto, hay que distinguir entre la memoria veraz de los hechos reales y la memoria falaz de los mitos (falsos hechos históricos), que muchas veces se confunden y revuelven en el relato mediático que tiende a dar gato por liebre. Y tras descartar las falsificaciones, García Cárcel pasa a contrastar las opuestas memorias históricas con que los españoles han venido reinterpretando su pasado, desde sus orígenes fundacionales (en que algunos comenzaron a reconocerse como nosotros los españoles, nosotros los catalanes, etcétera) hasta sus desenlaces provisionales en el presente actual (cuando las memorias están divididas en función del nosotros y ellos ocupados en torno al clímax de la guerra civil). En este último punto es donde quizá se pueda echar de menos alguna mayor atención sobre la memoria histórica de las víctimas del franquismo, ayer elípticamente ignorada por la generación de sus hijos y hoy públicamente reivindicada por la generación de sus nietos, sin encontrar más reparación que la insuficiente Ley aprobada por las Cortes y el indignante procesamiento del juez Garzón. Entre ambos extremos (planteamiento y desenlace), la crónica de las sucesivas memorias históricas que aquí se ofrece resulta necesariamente sintética, dada la opción pluralista escogida desde un principio que obliga a García Cárcel a seleccionar sólo algunas de las múltiples líneas de conflicto (cleavages) que han dividido las memorias históricas de los españoles. Ante todo, el conflicto entre centro y periferia, es decir, la polémica de la España plural, aquí representada sobre todo por los conflictos vasco y catalán. Después, el conflicto entre derecha e izquierda, o sea la polémica de las dos Españas, que se amplían a tres si consideramos las memorias neutral e imparcial (en la que se sitúa el autor). Y por fin el conflicto más sugestivo de todos entre «adanistas» (voluntaristas que pretenden rehacer la historia a discreción partiendo de cero) e «historicistas» (fatalistas del determinismo teleológico, ya sean conservadores con «memoria auto-satisfecha» que sacralizan el pasado o progresistas con «memoria doliente» que maldicen el fracaso congénito). Y es en esta última polémica entre los dos encuadres antitéticos de quienes propugnan una «historia corta», haciendo de la memoria una mera invención interesada, frente a quienes proyectan una «historia larga», convirtiendo la memoria en una predisposición hereditaria (path dependency), donde destaca a mi juicio lo más brillante de este libro notable.

[Enrique GIL CALVO. «Recordar y olvidar», in El País (Madrid), 20 de agosto de 2011]

➻ Alexander Petrie [1881-1979]

Sin títuloHe must have been the best-known nonagenarian in Pietermaritzburg -a kenspeckle figure [that may be easily recognised; remarkable in appearance -Editor] in his own Presbyterian church, in the Victoria Club, at University of Natal celebrations, at St Andrew’s Day dinners of the Caledonian Society, and of course everywhere in the streets of the capital. For his age, too, he was undoubtedly the most genial personality for miles around, with a collection of jokes that in due course percolated-so good were they-to almost every social stratum in the town. My first meeting with him came about as a result of a need to contact a friend or contemporary of R.D. Clark (famous headmaster of Maritzburg College, 1879-1902). I wanted Professor Petrie to write an article about his friendship with Clark who had died in 1917. During our talk at the Victoria Club the professor sat quietly listening to my plea, the only sign of awareness being a slight flicker of his eyes as he listened to my Scottish accent. From this casual meeting there came about a friendship despite the fact that he gently refused to write the article. What developed instead was a mutual interest based on Dr Jamieson’s famous Etymological Dictionary of the Scottish Language which first appeared in 1808 with further revised editions in 1825, 1846, and 1867, culminating in a grand 1880 edition of five large octavo volumes, now a collector’s piece. The five volumes had been given to me by an elderly Scottish friend. Among the scores of ancient Scottish words there were some that particularly appealed to him. One was burdalane, an old word from the Maitland MSS «used to denote one who is the only child left in a family; a bird alone, or solitary …» Another was the infinitive gar, to cause, force, or make as in the term «That’ll gar ye greet». Also to chap meaning to knock or tap as «to chap at the door.» Then there was hantle meaning a considerable number, for example «a hantle 0′ siller», derived from the Swedish «antal or handtal», that which may be counted by the hand. The professor seemed to derive considerable pleasure from searching the close-packed columns of Jamieson’s Dictionary for old words heard in his childhood nearly a century previously. In addition there were his jokes and witticisms, so good that over the introduccion-al-estudio-de-grecia-petrie_MLA-F-4179153899_042013years they were remembered and quoted by public speakers. I know one retired businessman who has a considerable collection of ‘Petrieana’ on tape. His letters, however, are not quite so well-known. I have seen some of them and they bear out the old saying that the style is the man, for they contain anecdotes humorous and revealing relating to incidents of the past concerning friends and colleagues in the University and schools. All of them, of course, had passed on. But he selected new friends from later generations, too. One letter written some months before he left Pietermaritzburg for good he signed off with ‘Ever yours’ in Latin, adding that he understood this was a frequent letter-usage of the late General Smuts. For many years his home was at the Victoria Club where everyone, members and staff, was quietly proud of having so distinguished a person under their roof. The Indian staff cherished him and saw that he lacked nothing in the way of attention or comfort. He had visits from his daughters and friends both inside and outside the club. There were up-to-date newspapers and periodicals for his reading and TV was available when he wished to view a special programme. His daily examination of The Natal Witness impelled him to send occasionalletters for publication. One of them was about the hottest day experienced in Pietermaritzburg. The letter appears in an April issue of 1959 and shows how logically he could present his case: «Sir, -The hottest day ever is apt to be the one with which people are struggling at the moment and an appeal to cold statistics -though even these, one would imagine, must have got warmed up a bit during the past week -to correct their estimate will not do much to make them feel cooler. But I believe that such an appeal would disprove the claim made in a recent Witness report for the comparatively modest figure of 106 degrees as an all-time Pietermaritzburg ‘high’. It is, of course, very much a case where chapter and verse are essential, so I would specifically name Friday, January 14, 1924, when a temperature of 110 was recorded at the Botanic Gardens. This figure, to my knowledge, has not been equalled since; nor, as far as I can gather, is there any general desire that it should be. But it supports the probability that a scrutiny of the records would show that 106 has been topped more than once within fairly recent years. The 110 degrees, however, of January 14, 1924, has I believe been checked and confirmed before now and can be accepted as reliable . . . A. PETRIE». Towards the end of his life he contracted pneumonia but made a good recovery despite his advanced age. However, his daughters felt that the time had come to take him to Johannesburg where he could be with the family. In due course he celebrated his 98th birthday on October 26, 1979, receiving of course many congratulations from his friends in Natal. He died in his sleep on Saturday morning, December 1, 1979, having been spared a long illness of severe pain. The Natal Witness published the news on the front page, paying tribute to the grand old man. In his day he had employed his facility in verse-composition in commemorating various occasions, including obituaries, and there is a certain appropriateness in concluding this tribute with the lines which he composed on the death of his friend R.D. Clark. They apply perhaps even more strongly to himself. «Yet in our ears, till hearing dies, One set slow bell will seem to toll The passing of a genial soul As ever looked with human eyes.»

[John CLARK. «Alexander Petrie», in Natalia (Pietermaritzburg), nº 10, 1980, pp. 48-50]

NOTA BENE DEL EDITOR. Among the other tributes paid to Professor Petrie was that of the Principal and Vice-Chancellor of the University of Natal, Professor N.D. Clarence, who delivered the address at the Memorial Service held in the Pietermaritzburg Presbyterian Church, Longmarket Street, on Tuesday, 11th December, 1979. The present Professor of Classics, Professor Magnus M. Henderson, also wrote an obituary which was published in The Natal Witness on 12th December, 1979. Professor Petrie was the first Professor of Classics at the University of Natal (or Natal University College, as it was then known), and thus was one of the foundation professors of the College, which was established in 1910. He held the Chair until his retirement in 1947. He has been described as «the Nestor of classical studies in South Africa». Not only was he a skilful and dedicated teacher with a lecturing style all of his own, but he also published six books. In 1948 he was designated Professor Emeritus of Latin and Greek; while in 1950 a further honour was conferred upon him by the University of Natal with the award of the honorary degree of Doctor of Literature. Professor Edgar H. Brookes, who wrote the History of the University of Natal, which was published in 1966, «respectfully and affectionately» dedicated this book to Alexander Petrie.