Teoría de la historia

Universidad Nacional de General Sarmiento. Instituto de Ciencias. Área de Historia. Director del área de investigación "Poéticas de la historiografía". BUENOS AIRES ❖ ARGENTINA

➻ Karl Marx [1818-1883]

250px-Karl_Marx_001Karl Marx, el hombre que por primera vez dio al socialismo y al movimiento obrero de nuestros días un fundamento científico, nació en Trier en 1818. Estudió en Bonn y en Berlín, eligiendo al principio leyes y dedicándose exclusivamente en seguida a la historia y la filosofía. En 1842 estuvo a punto de convertirse en profesor ayudante de filosofía cuando los movimientos políticos que habían surgido a raíz de la muerte de Federico Guillermo III dirigieron su destino por otros derroteros. Con su colaboración, los líderes de la burguesía liberal renana, los Camphausens, Hansemanns, etc., fundaron el Rheinische Zeitung en Colonia, y en el otoño de 1842 Marx, cuyas críticas hacia los procedimientos de la Dieta Provincial del Rhin habían llamado enormemente la atención, fue nombrado redactor jefe del periódico. Naturalmente, el Rheinische Zeitung debía someterse a la censura, pero ninguna censura pudo con el periódico. (El primer censor del Rheinische Zeitung fue el Consejero Policial Dolleschall, el mismo hombre que, en una ocasión, había puesto una nota de advertencia en el Kölnische Zeitung acerca de la traducción de la «Divina Comedia» de Dante hecha por Philalethes, (después Rey John de Saxony), en la que decía: «No se deben hacer comedias acerca de los asuntos divinos». Nota de Engels). El Rheinische Zeitung casi siempre conseguía que sus artículos más importantes pasaran la censura; se le echaba bien de cebo insignificante al censor para que atacara hasta que se veía obligado a retroceder por sí solo, o bien se le obligaba a retroceder bajo la amenaza de no publicar el periódico al día siguiente. Diez periódicos más con el mismo coraje, con editores dispuestos a gastar unos cientos de táleros extra en composición, y la censura habría sido imposible en Alemania ya en 1843. Pero los propietarios de los periódicos alemanes eran tímidos filisteos de estrechas de miras, y el Rheinische Zetitung tuvo que luchar en solitario. Consiguió echar a un censor detrás de otro hasta que, finalmente, tuvo que someterse a una doble censura; primero la estatal y luego otra. Pero fue inútil. A comienzos de 1843 el gobierno declaró que era imposible mantener el periódico bajo control y lo prohibió sin más preámbulos. Marx, que mientras tanto se había casado con la hermana de von Westphalen, quien más tarde sería un ministro reaccionario, se trasladó a París y allí, en colaboración con A. Ruge, publicó el Deutsch-Französische Jahrbücher en el que inició la edición de una serie de artículos socialistas, comenzando por la «Crítica a la Filosofía Hegeliana del Derecho» y después, junto con F. Engels, «La Sagrada Familia. Contra Bruno Bauer y Compañía», una crítica satírica de la última y más torpe forma de idealismo filosófico alemán del momento. A pesar de dedicar su tiempo al estudio de la economía política y de la historia de la gran Revolución Francesa, Marx tenía tiempo aún de atacar de vez en cuando al gobierno prusiano, que se vengó en la primavera de 1845 presionando al ministro Guizot para expulsar a Marx de Francia –se dice que Herr Alexander von Humboldt actuó como mediador–. Marx trasladó su domicilio a Bruselas y en 1847 publicó allí en francés «La pobreza de la filosofía», una crítica de la obra de Proudhon «Filosofía de la pobreza», y en 1848 la «Disertación acerca de la cuestión del Libre Comercio». Al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para fundar una sociedad de trabajadores alemanes en Bruselas y comenzar así la agitación política. Ésta se convirtió en una actividad aún más importante para Marx cuando él y sus compañeros de política se unieron a la Liga Comunista Secreta en 1847, liga que llevaba operativa unos años y que transformó entonces radicalmente su estructura. La asociación, que hasta el momento había tenido un carácter más o menos conspirativo, se convirtió en una simple organización de propaganda comunista secreta sólo en la medida en que lo exigían las circunstancias. Aquella organización fue el origen del Partido Socialdemócrata alemán. La Liga estaba presente dondequiera que hubiera obreros alemanes; en casi todas las asociaciones de este tipo en Inglaterra, Bélgica, Francia y Suiza, y en muchas de las de Alemania, los líderes pertenecían a la Liga, de modo que su labor en el incipiente movimiento obrero alemán fue muy considerable. Más aún, nuestra Liga fue la primera que hizo hincapié en el carácter internacional de todo el movimiento obrero y que lo demostró en la práctica, la primera que aceptó a ingleses, belgas, húngaros, polacos, etc., como miembros, y la primera que organizó mítines obreros internacionales, especialmente en Londres. La transformación de la Liga tuvo lugar en dos congresos mantenidos en 1847, el segundo de los cuales terminó con la elaboración y publicación de los principios fundamentales del Partido en un manifiesto que prepararían Marx y Engels. Así surgió el Manifiesto del Partido Comunista, que apareció por primera vez en 1848, poco después de la Revolución de Febrero, y que desde entonces ha sido traducido a casi todas las lenguas europeas. El Deutsche-Brüsseler-Zeitung, en el que participó Marx y que expuso sin miramientos las bendiciones del régimen policial de la Madre Patria, provocó una vez más otro intento de expulsión de Marx por parte del Gobierno prusiano, pero esta vez en vano. Sin embargo, cuando la Revolución de Febrero dio lugar a movimientos populares también en Bruselas, amenazando con cambios radicales inminentes, el gobierno belga arrestó a Marx sin más ceremonias y lo deportó. Mientras tanto, el Gobierno Provisional francés le envió una invitación a través de Flocon para que volviera a París, invitación que Marx aceptó. Tras la Revolución de Marzo, Marx fue a Colonia y fundó allí el Neue Rheinische Zeitung, que se mantuvo en circulación desde 1 de junio de 1848 al 19 de mayo de 1849. Fue el único periódico que representó los puntos de vista del proletariado dentro del movimiento democrático de la época, como lo demuestra su liderazgo sin reservas en las revueltas insurgentes de París de junio de 1848, lo que le costó al periódico la retirada de casi todos sus accionistas propietarios. En vano el Kreuz-Zeitung destacaba el ramalazo de insolencia con que el Neue Rheinische Zeitung atacaba todo aquello que era sagrado, desde el rey y el regente hasta el último policía, y eso, además, en una fortaleza prusiana con un destacamento de 8.000 hombres; en vano hervían de rabia los filisteos liberales renanos, que de pronto se habían vuelto reaccionarios; en vano la ley marcial de Colonia suspendió temporalmente la publicación del periódico en el otoño de 1848; en vano el Ministerio de Justicia del Reich denunció artículo tras artículo ante el Juzgado de Colonia para que se iniciaran procedimientos legales contra el periódico; el Neue Rheinische Zeitung seguía tranquilamente editando sus artículos delante de las narices de la policía, y su distribución y reputación aumentó a la par que la vehemencia de sus ataques al gobierno y a la burguesía. Al producirse el golpe de estado prusiano en noviembre de 1848, el Neue Rheinische Zeitung incitó al pueblo a negarse a pegar los impuestos y a responder a la violencia con violencia en la cabecera de cada uno de sus números. En la primavera de 1849, el periódico fue llevado ante los tribunales en dos ocasiones tanto por esta razón como por otro artículo, pero ambas veces fue absuelto. Finalmente, cuando se sofocaron las insurrecciones de mayo de 1849 en Dresde y en la provincia del Rhin, y comenzó la campaña prusiana contra la insurrección de Baden-Palatinado, con una considerable movilización de tropas, el gobierno se sintió lo suficientemente fuerte como para prohibir la publicación del Neue Rheinische Zeitung por la fuerza. El último número –impreso con tinta roja– apareció el 19 de Mayo. El intento de continuar con la labor del Neue Rheinische Zeitung, editando una revista (Hamburgo, 1850), tuvo que ser rápidamente abandonado ante la creciente violencia de la reacción que suscitaba. Inmediatamente después del golpe de estado en Francia en diciembre de 1851, Marx publicó «El 18 Brumario de Louis Bonaparte» (Nueva York, 1852; segunda edición Hamburgo, 1869, poco después de la guerra). En 1853 escribió «Revelaciones acerca del Juicio Comunista de Colonia» (primera impresión en Basilea, después en Boston, y otra vez recientemente en Leipzig). Tras la condena de los miembros de la Liga Comunista de Colonia, Marx se retiró de la agitación política y se dedicó durante diez años, por una parte, al estudio de los ricos tesoros que ofrecía la biblioteca del British Museum en el campo de la economía política y, por otra, a escribir para el New York Tribune, que hasta la declaración de la guerra de Secesión americana publicó no sólo contribuciones firmadas por él, sino también numerosos y relevantes artículos acerca de la situación en Europa y Asia salidos de su pluma. Sus ataques a Lord Palmerston, basados exclusivamente en el estudio de documentos oficiales del British, fueron reimpresos en Londres en forma de panfletos. El primer fruto de sus muchos años de estudio de economía apareció en Londres en 1859: «Contribución a la Crítica de la Economía Política», Primera Parte (Berlín, Duncker). Este trabajo contiene la primera exposición coherente de la teoría marxista del valor, incluyendo la doctrina del dinero. Durante la guerra italiana, Marx atacó el bonapartismo desde el periódico de lengua alemana Das Volk que se imprimía en Londres, bonapartismo que en aquella época fingía ser liberal y jugaba a dárselas de libertador de las nacionalidades oprimidas. Atacaba también la política prusiana del momento que, bajo la tapadera de la neutralidad, procuraba pescar en río revuelto. En relación a esto fue necesario atacar además a Herr Karl Vogt que, por entonces, y a petición del Príncipe Napoleón (Plon Plon) y pagado por Louis Napoleón, promovía la neutralidad y hasta la simpatía de Alemania por sus intereses. Cuando Vogt descargó sobre Marx la más abominable y deliberadamente falsa de las calumnias, él respondió con su «Herr Vogt» (Londres, 1860), en el que desenmascaraba a la banda de Vogt y otros caballeros de la supuesta democracia imperialista, demostrando con pruebas externas e internas que Vogt personalmente había aceptado sobornos del imperio bonapartista. La confirmación se produjo diez años más tarde: Vogt apareció en la lista de los sobornados por Bonaparte encontrada en las Tullerías en 1870 y publicada por el gobierno de septiembre. En agosto de 1859 Vogt había recibido 40.000 francos franceses. Finalmente en 1861, en Hamburgo, apareció «El Capital, un Análisis Crítico de la Producción Capitalista», vol I, la principal obra de Marx en la que se exponen los fundamentos de su concepción económica socialista y las características principales de su crítica a la sociedad vigente, el modo capitalista de producción y sus consecuencias. La segunda edición de esta obra histórica apareció en 1872; el autor está actualmente elaborando el segundo volumen. Entretanto la labor del movimiento obrero en varios países europeos ha ganado tanto peso, que Marx acaricia ya la idea de llevar a la práctica su sueño largamente esperado: la fundación de una Asociación de Trabajadores que abarque a los países más avanzados de Europa y América, lo cual demostraría de hecho el carácter internacional del movimiento socialista tanto para los trabajadores mismos como para la burguesía y los gobiernos, infundiendo coraje y fuerza al proletariado y miedo en el corazón de sus enemigos. El mitin masivo celebrado el 28 de septiembre en St. Martin’s Hall, Londres, en favor de Polonia, recientemente aplastada de nuevo por Rusia, proporcionó la ocasión de sacar a la luz este asunto, que fue asumido con entusiasmo. En el mismo mitin se decidió fundar la Asociación Internacional de Trabajadores y se eligió de hecho un Consejo General Provisional con base en Londres, del que el alma fue sin duda Marx, como siguió siéndolo en todos los Consejos Generales hasta el Congreso de La Haya. Marx redactó casi todos los documentos promulgados por el Consejo General de la Internacional, desde el Discurso Inaugural de 1864 al Discurso acerca de la Guerra Civil en Francia de 1871. Describir la actividad de Marx en la Internacional es describir la historia de esta Asociación, que en cualquier caso vive aún en la memoria de los trabajadores europeos. La caída de la Comuna de París colocó a la Internacional en una situación imposible. La dejó al frente de la historia europea en un momento en el que resultaba imposible el éxito de la acción práctica en cualquier parte. Los acontecimientos que la habían elevado a la posición de séptimo Gran Poder simultáneamente le impedían movilizar sus fuerzas combativas para la acción, provocando una dolorosa e inevitable derrota y un012777 retroceso del movimiento obrero durante décadas. Además, surgieron por diversos lugares elementos que pretendían explotar la repentina fama de la Asociación para su propia vanidad y ambición personal, sin comprender o sin importarles realmente la verdadera función de la Internacional. Había que tomar una decisión heroica, y de nuevo fue Marx quien lo hizo y quien lo puso de relieve en el Congreso de La Haya. En una resolución solemne, la Internacional rechazó toda responsabilidad en las actividades de los bakunistas, el origen de todos esos elementos irracionales y desagradables. Luego, ante la reacción general, y en vista de la imposibilidad de satisfacer las crecientes demandas que se le hacían, o de mantener su eficacia sin enormes sacrificios que hubieran acabado con el movimiento obrero, la Internacional se retiró temporalmente de escena y el Consejo General se trasladó a América. Los resultados han demostrado hasta qué punto esta decisión, tan censurada en su momento, fue correcta. Por una parte, puso punto final en ese mismo instante y para siempre a cualquier intento de insurrección en nombre de la Internacional; por otra, la continuidad del estrecho intercambio entre partidos socialistas obreros de distintos países demostró que la conciencia de identidad de intereses y la solidaridad del proletariado proclamadas por la Internacional tenían ya el suficiente peso por sí mismas como para subsistir sin la necesidad de un lazo oficial que, de momento, se había convertido en una atadura. Tras el Congreso de La Haya, Marx encontró por fin la paz y la tranquilidad necesarias para reiniciar su trabajo teórico, y esperemos que pronto tenga el segundo volumen de «El Capital» preparado para su impresión. De los muchos e importantes descubrimientos que inscriben el nombre de Marx en los anales de la ciencia vamos a detenernos aquí en sólo dos de ellos. El primero es la revolución iniciada por él acerca del concepto mismo de la historia universal. Según el punto de vista tradicional de la historia, ésta se basa en la idea de que las causas últimas de todo cambio histórico deben buscarse en los cambios de ideas de los seres humanos, y de entre todos los cambios históricos, los más importantes y los que dominan la historia son los cambios políticos. Sin embargo, nadie se preguntaba por qué causa o cómo surgían las ideas en las mentes de los hombres, ni cuáles eran las causas directrices de los cambios políticos. Sólo en la nueva escuela de historiadores franceses, y en parte también entre los ingleses, se había llegado forzosamente a la convicción de que, al menos desde la Edad Media, la fuerza directriz de la historia europea era la lucha de la burguesía emergente contra la aristocracia feudal por la dominación social y política. Ahora Marx ha demostrado que toda la historia anterior es la historia de una u otra lucha de clases, que en todas las múltiples y complejas luchas políticas, el único objetivo en cuestión ha sido la dirección social y política de las clases sociales, el mantenimiento de la dominación por las viejas clases privilegiadas, y la conquista de esa dominación por las clases emergentes. ¿A qué, sin embargo, deben estas clases su origen y su continuada existencia? Se la deben a unas condiciones materiales, tangibles, particulares, condiciones en las cuales una sociedad concreta de una determinada época produce e intercambia sus medios de subsistencia. El orden social feudal de la Edad Media se apoyaba en la economía autosuficiente de las pequeñas comunidades agrícolas que la constituían, que producían por sí mismas casi todo lo que necesitaban, entre las que apenas había intercambios comerciales, y a las cuales el brazo armado de la nobleza prestaba protección sin necesidad de una cohesión nacional o política más amplia. Cuando surgieron las ciudades, y con ellas una industria artesanal separada de estas comunidades, además del comercio, al principio sólo interno y más tarde internacional, la burguesía urbana se desarrolló, y ya en la misma Edad Media logró, luchando contra la nobleza, su inclusión en el orden feudal como estamento también privilegiado. Pero con el descubrimiento del nuevo mundo más allá de Europa a mediados del siglo XV en adelante la burguesía conquistó una esfera mucho más amplia de comercio, y por tanto un acicate para su industria; en las ramas más importantes la artesanía fue sustituida por la manufactura, ahora a escala industrial, que, a su vez, de nuevo fue sustituida por la industria a gran escala, lo cual ha sido posible sólo gracias a los descubrimientos del siglo pasado, especialmente el motor de vapor. La industria a gran escala, a su vez, influyó sobre el comercio, marginando el trabajo manual en países retrasados, y creando los actuales medios de comunicación; motores de vapor, ferrocarriles y telégrafos en los países más desarrollados. De esta forma la burguesía acabó amasando más y más riquezas y poder social, mientras permanecía aún excluida del poder político durante mucho tiempo, que seguía en manos de la nobleza y de la monarquía que se apoyaba en ella. Pero en un determinado momento –en Francia a partir de la gran Revolución–, conquistó también el poder político, y ahora le toca convertirse en la clase dominante sobre el proletariado y los agricultores. Desde este punto de vista se explican todos los fenómenos históricos de la manera más simple posible –con un conocimiento suficiente de las condiciones económicas de una sociedad, cosa de la que, ciertamente, carecen por completo nuestros historiadores profesionales, y de la misma forma las ideas y concepciones de cada época histórica pueden explicarse sencillamente por medio de las condiciones económicas de vida y de las relaciones sociales y políticas que, a su vez, están determinadas por estas condiciones económicas. Por primera vez la historia se basa en sus verdaderos fundamentos; el hecho, obvio aunque hasta ahora completamente ignorado, de que el hombre necesita en primer lugar comer, beber, refugiarse y vestirse y, por tanto, debe trabajar, antes de poder luchar por la dominación, perseguir ideas políticas, religiosas, filosóficas, etc.–. Este hecho palpable recupera por fin sus derechos históricos. Esta nueva concepción de la historia, sin embargo, fue de una significación vital para el punto de vista socialista. Demostró que toda la historia previa se había movido por antagonismos y luchas de clases, que siempre habían existido las clases dominantes y las dominadas, las clases explotadoras y las explotadas, y que la gran mayoría de la humanidad había sido siempre condenada a una trabajo arduo con apenas esparcimiento. ¿Por qué es esto así? Sencillamente, porque en todos los estadios anteriores de desarrollo de la producción humana el progreso era tan exiguo, que la historia sólo podía proceder de forma antagónica, de modo que el progreso histórico como un todo se debía únicamente a la actividad de una minoría privilegiada, mientras la gran masa permanecía condenada a producir con su trabajo sus propios miserables medios de subsistencia, al tiempo que producía los crecientemente ricos medios de vida de los privilegiados. Pero la misma investigación de la historia, que de esta forma proporciona una explicación natural y razonable del orden social que, de otro modo, sólo sería explicable por la maldad del hombre, nos lleva también a darnos cuenta de que, como consecuencia de la tremenda fuerza productiva actual, se ha desvanecido incluso hasta el último pretexto para la división de la humanidad en dominados y dominadores, explotados y explotadores, al menos en los países más avanzados; que la gran burguesía dominante ha satisfecho su misión histórica, que ya no es capaz de liderar la sociedad, y que incluso se ha convertido en un obstáculo para el desarrollo de la producción, como han demostrado la crisis del comercio, y especialmente el último gran colapso, y las condiciones de depresión de la industria en todos los países; que el liderazgo histórico ha pasado a manos del proletariado, una clase que, debido a su posición en la sociedad, sólo puede liberarse a sí mismo aboliendo definitivamente toda dominación social, todo servilismo y toda explotación; y que las fuerzas productivas sociales, que han superado el control de la burguesía, sólo están esperando a que el proletariado unido tome posesión de ellas con el objeto de establecer un estado de cosas en el cual todo miembro de la sociedad pueda participar no sólo en la producción, sino también en la distribución y administración social de la riqueza, y en el cual, por tanto, se incrementen las fuerzas productivas sociales y su rendimiento mediante una planificación operativa de toda la producción, de modo que se garantice la satisfacción de toda necesidad razonable de cualquier persona en una medida creciente. El segundo gran descubrimiento de Marx es el esclarecimiento de la relación entre capital y trabajo; en otras palabras, la demostración de cómo, en la presente sociedad y bajo el modo capitalista de producción actual, tiene lugar la explotación del trabajador por parte del capitalista. Desde el momento en que la política económica ha puesto sobre el tapete la idea de que el trabajo es la fuente de toda riqueza y de todo valor, una pregunta se ha hecho inevitable: ¿cómo es posible, entonces, reconciliar esa idea con el hecho de que el trabajador no reciba a través de su salario la totalidad del valor creado por su trabajo, sino que deba renunciar a parte de él en favor del capitalista? Los economistas, tanto burgueses como socialistas, trataron de dar una respuesta científicamente válida a esta pregunta, pero en vano, hasta que al fin Marx llegó a una solución. Y esa solución es como sigue: hoy en día, el modo capitalista de producción presupone la existencia de dos clases sociales: por una parte la de los capitalistas, que están en posesión de los medios de producción y subsistencia, y por otra la del proletariado que, viéndose excluido de esta posesión, sólo tiene un bien que vender, su fuerza de trabajo, y que, por tanto, tiene que vender esta fuerza de trabajo para obtener la posesión de medios de subsistencia. El valor de un bien está determinado, sin embargo, por la cantidad de trabajo necesario socialmente para su producción, y, por tanto, también para su reproducción: el valor de la fuerza de trabajo de un hombre medio durante un día, un mes, o un año viene determinado, por tanto, por la cantidad de trabajo implicado en la cantidad de medios de subsistencia necesarios para el mantenimiento de esta fuerza de trabajo durante un día, un mes o un año. Supongamos que los medios de subsistencia de un trabajador durante un día requieren de seis horas de trabajo para su producción o, lo que es lo mismo, que el trabajo implicado en su producción representa una cantidad de trabajo de seis horas; entonces el valor de la fuerza de trabajo de un día se expresará en una suma de dinero que, a su vez, implica seis horas de trabajo. Supongamos, además, que el capitalista que emplea a nuestro trabajador le paga esta suma a cambio. Le paga, por tanto, el valor completo de su fuerza de trabajo. Entonces, si el trabajador trabaja seis horas del día para el capitalista, le está reembolsando por entero su desembolso –seis horas de trabajo por seis horas de trabajo–. Pero entonces el capitalista no ganaría nada, y por tanto ve el asunto de un modo muy diferente. El capitalista dice: yo he comprado el valor del trabajo de este hombre no durante Karl_Marx2seis horas, sino durante todo el día, y por consiguiente le hace trabajar 8, 10, 12, 14 o más horas, según las circunstancias, de modo que el producto de la séptima, octava y siguientes horas es un producto del trabajo no pagado que, para empezar, va a parar al bolsillo del capitalista. De este modo, el trabajador al servicio del capitalista no sólo reproduce el valor de su fuerza de trabajo, por el cual recibe un salario, sino que además, y por encima de todo, produce un valor añadido del que, en primer lugar, se apropia el capitalista, y que posteriormente se divide según las leyes económicas concretas que rigen la clase capitalista, formando el stock del cual surgen las rentas, los beneficios, la acumulación de capital, en resumen; toda la riqueza consumida y acumulada por las clases no trabajadoras. Esto, sin embargo, demostró que la adquisición de riquezas de los actuales capitalistas consiste en la apropiación de la fuerza de trabajo no pagada de otros, exactamente igual que los señores se apropiaban del trabajo de sus esclavos o los nobles feudales explotaban el trabajo ajeno, y que todas estas formas de explotación se distinguen únicamente por la forma y modo como se realizan. Y también refutó la última justificación de todas esas hipócritas frases de la clase dominante, según las cuales en el orden social vigente hoy en día prevalece el derecho y la justicia, la igualdad de derechos y deberes y, en general, la armonía de intereses, desenmascarando a una sociedad burguesa que, no menos que sus predecesoras, es una gran institución para la explotación de la amplia mayoría de la gente por una pequeña y siempre menguante minoría. El socialismo científico moderno se basa en estos dos importantes hechos. En el segundo volumen de El Capital se desarrollarán éstos y otros no menos importantes descubrimientos científicos relativos al sistema social capitalista, y por tanto aquellos aspectos de la política económica aún sin tratar en el primer volumen se verán afectados también por la revolución. Concédasele a Marx el que pronto lo tenga listo para la imprenta.

[Friedrich ENGELS. On Marx (1878). Pekin: Foreign Languages Press, 1975. Traducción del inglés por Isabel Blanco]

✍ Por la fuerza del arte. Velázquez y otros [2005]

9788493677602-3658-largeEl nombre de la historiadora del arte Svetlana Alpers saltó a un público más amplio con la publicación en 1983 de su libro The Art of Describing. Dutch Art in the Seventeenth Century . Conocida hasta entonces, sobre todo en el aislado mundo académico, por sus artículos de portentosa erudición e inteligencia o, en forma de libro, por su ortodoxa monografía (fue su tesis doctoral) sobre la decoración de la Torre de la Parada por Rubens, el volumen IX del Corpus Rubenianum Ludwig Burchard , de 1971, su ensayo sobre la «holandesidad» de la pintura barroca holandesa, que rehuía las habituales simplificaciones naturalistas, al modo de Taine o Fromentin, conmocionó no sólo a los especialistas, sino al público culto en general. Contraponiendo la pintura de los Países Bajos a la italiana, y estableciendo como su característica principal la voluntad descriptiva de aquélla, antes que la narrativa de ésta, vinculándola, por otro lado, a la ciencia contemporánea de la visión antes que a la tradición clásica, Alpers abrió con su obra una original vía de aproximación a la cultura artística holandesa en su Siglo de Oro. A pesar de toda su brillantez y originalidad, The Art of Describing mantenía todavía, sin embargo, un formato ajustado al modelo académico convencional, una estructura de encadenamientos lógicos, firmemente anclados en una erudición abrumadora. Pero la monografía de 1983 marcó también un giro en la metodología de su autora. Sus publicaciones posteriores fueron adoptando un tono cada vez más directo, basado más en sugerencias, alusiones e impresiones que en evidencias, digamos, científicas; sus enfoques, por otro lado, se tornaron cada vez más oblicuos y, en ocasiones, desconcertantes, hasta el punto de que, a menudo, se tiene la sensación de estar leyendo un diario personal, su diario privado, donde hubiera anotado sus filias y sus fobias, sus impresiones y recuerdos. Esta transformación de la historiadora no ha dejado de sorprender en el mundo académico, particularmente porque la autora se ha resistido a ser encasillada dentro de ninguna de las nuevas tendencias historiográficas, como la llamada New Art History, por más que algunas de sus reflexiones pudieran coincidir con ella. La presente obra, Por la fuerza del arte, lleva un punto más allá esta tendencia, tanto en la inteligencia y sabiduría desplegadas en sus páginasthe_vexation_of_art como en lo imprevisible y, a veces, arbitrario de sus argumentos. Quizá deberíamos empezar, en cualquier caso, por matizar la traducción de su título, del inglés The Vexations of Art. Alpers parte de una cita de Francis Bacon, quien afirmaba que la Naturaleza se revela mejor «vejada» (vexed) por el arte que en su libertad natural. Es evidente que el filósofo se refería a cómo la ciencia debe experimentar con la Naturaleza, «mortificándola» en el laboratorio para hacerla suya, comprensible. Justamente la tesis central de buena parte del libro gira en torno a la analogía que establece la autora para la pintura barroca holandesa entre el estudio del artista y el laboratorio del científico, en la medida en que, en ambos espacios, la Naturaleza se ve «vejada» para que revele sus secretos, un sentido que no queda claro en el título español. El «espacio-estudio», en efecto, permitía al pintor experimentar con la luz, con las composiciones, con los modelos, de un modo que hubiera resultado imposible en un trabajo «del natural», creando así un convincente simulacro de realidad. Como afirma la autora, «en el estudio, la experiencia que el individuo tiene del mundo se puede escenificar como si estuviera en sus comienzos». Otra consecuencia aún más relevante: la práctica de la pintura en el estudio llevaba implícita una tendencia a la defunción de la pintura tradicional de «historias», es decir, vinculada a textos, al condicionar su propio espacio lo físicamente representable. Sólo tenemos que pensar (aunque Alpers no lo señale) en la indudable relación entre los grandes lofts industriales estadounidenses alquilados como estudios por los artistas por sus bajos precios y la evolución entre los expresionistas abstractos de la escuela de Nueva York hacia formatos cada vez mayores. La importancia del estudio en la práctica pictórica, poco tenida en cuenta hasta ahora, encuentra en Alpers una penetrante crítica que nos hace ver la pintura holandesa del siglo XVII bajo una nueva luz. [Lástima que no añadiese algún comentario al reciente traslado del estudio de Francis Bacon desde Londres hasta la Hugh Lane Gallery de Dublín, como si de una Santa Casa de Loreto laica se tratase]. De la reflexión general sobre el estudio, Alpers pasa a la reflexión particular sobre el estudio de Rembrandt, o, quizá mejor, sobre Rembrandt en su estudio. Para ello estudia una obra que combina la «holandesidad» y, podríamos decir, la «italianidad»: la Betsabé del Louvre, de 1654. En efecto, en esta obra, Rembrandt se enfrentaba a un tema medular en la tradición clásica: el desnudo femenino monumental. La manera en que el pintor lo interpretó, condensando lo narrativo en la figura pensativa de Betsabé, pero «describiéndola» de forma betsabeplenamente contemporánea, sin fuentes reconocibles, nos convierte, al ignorar Bestsabé nuestra mirada, en voyeurs, de una manera particularmente perturbadora. El capítulo final de esta primera parte está dedicado a lo que podríamos definir como la holandesidad de los holandeses en tiempos de Rembrandt, razonamiento que parte de un brillante análisis de su Conspiración de Claudius Civilis, de 1661, actualmente en el Museo Nacional de Estocolmo. Para Alpers, la obra, hoy mutilada, constituye una metáfora del espíritu confederal de las Provincias Unidas, pero también de la propensión de los holandeses al grupo, a lo colectivo. Hasta aquí, como vemos, nada que concierna a Velázquez; pero los dos capítulos que forman la sección central del libro sirven de enlace entre Rembrandt y la pintura holandesa, por un lado, y Velázquez, por otro. Alpers ha bautizado esta sección con el intraducible título de «The Painterly Pacific» y en ella analiza los diversos modos en que tanto los pintores holandeses como Velázquez, a pesar de vivir unos momentos en los que la guerra era omnipresente, eludieron o sublimaron en sus representaciones la violencia inherente a ella o incluso la violencia en general, creando imágenes llenas de humanidad (el Mercurio y Argos , de Velázquez o el Soldado a caballo , de Ter Boch), pero rehuyendo cualquier rasgo de crueldad. La parte final del libro se centra en Velázquez: en primer lugar, en el análisis de Las hilanderas. Las observaciones que hace Alpers sobre este cuadro constituyen uno de los principales atractivos del libro, no sólo en cuanto al cuadro en sí, sino a lo que de él llega a inferir. Es, efectivamente, un cuadro «raro», poco mencionado por las fuentes antiguas y suficientemente enigmático en su significado para haber suscitado la controversia. Pero a Alpers le interesan más otras cosas del cuadro: su aparente «falta» de composición, la práctica ocultación de los rostros de sus figuras en un pintor tenido como retratista y, sobre todo, la «modestia» pictórica en su ejecución. Ya Mengs, al que cita, había observado cómo Las hilanderas parecía ejecutado, más que con la mano, con la voluntad: hasta tal punto está desmaterializada su pintura. Se trataría de una muestra de esa suprema virtud teorizada ya por Castiglione de la sprezzatura, pero de una sprezzatura no exhibida ostentosamente, sino ejecutada de una forma casi reticente, que Alpers pone en relación con la virtud de la «modestia» defendida por Gracián como esencial para el cortesano. Y Velázquez, no lo olvidemos, era un sutil cortesano, si nos atenemos a Palomino. Finalmente, Alpers incluye un capítulo titulado provocadoramente «El parecido de Velázquez con Manet». Ya es un tópico historiográfico el coup de foudre del pintor francés con Velázquez y, en consecuencia, se ha revisado exhaustivamente la influencia de éste en aquél, pero Alpers se plantea una relación menos mecánica entre ambos artistas y encuentra más bien una «congruencia» entre ellos que resulta particularmente estimulante para el espectador. Para Alpers, la contemplación de uno sugiere interrogantes para el otro, de modo que se convierten, en feliz expresión de la autora, en «parejas reverberantes», como sucede también, por ejemplo, con Veronés y Tiépolo. El libro de Alpers resulta tan estimulante, tan lleno de sugerencias, que la arbitrariedad de algunos de sus juicios o, incluso, la banalidad de determinados criterios, como la romántica noción de considerar la corte una «cárcel» para Velázquez, cuando era el ideal de cualquier pintor tanto por lo que podía aprender de las colecciones reales como por las oportunidades que se le abrían, quedan fácilmente olvidados por sus brillantes intuiciones. Da la sensación de que Svetlana Alpers, a estas alturas, se encuentra verdaderamente más allá del bien y del mal y escribe con una libertad estupefaciente dentro de lo que podríamos llamar el «gremio» de historiadores del arte. Y ese cierto espíritu heterodoxo siempre resulta estimulante.

[Vicente LLEÓ. «Intuiciones heterodoxas», in Revista de libros de la Fundación Caja de Madrid, nº 153, septiembre de 2009]

➻ Ricardo García Cárcel [1948]

ricardogarciacarcel1_3Ricardo García Cárcel (Requena, Valencia, 1948) es catedrático de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Barcelona y ha sido decano de la Facultad de Filosofía y Letras también de la UAB. Es correspondiente de la Real Academia de la Historia, miembro del Consejo Asesor de la Fundación Carolina, miembro del consejo asesor de revistas de historia como Historia Social, Estudis, L’Avenç, Pedralbes, La Aventura de la Historia, y presidente del Taller de Estudios de Historia de España e Hispanoamérica. Sus líneas de investigación se han centrado en el estudio de las culturas del Siglo de Oro, la Inquisición, la Leyenda Negra, la revuelta de las Germanías y la imagen y la opinión de Felipe V. La obra por la que ha sido galardonado con el Premio Nacional de Historia de España, La herencia del pasado. Las memorias históricas de España (2011), es fruto del trabajo de toda una vida y constituye la primera historia de la España plural desde los orígenes de la Hispania romana hasta nuestros días.

[Fuente: Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España]

✍ El matrimonio sagrado en la antigua Súmer [1969]

978848881051Hace cinco mil años, los sumerios desarrollaron la escritura y con ella una civilización urbana altamente sofisticada, de la que se han conservado numerosas tablillas de arcilla referentes a la administración, la economía o la justicia; aunque algunas de ellas también se refieren a los rituales de fecundidad con los que se regenera la vida social. Los mitos sumerios hablan de un matrimonio sagrado entre Inanna (también conocida como Isthar) y el rey pastor Dumuzi (también llamado Tammuz), mito que fue recreado por las poesías de los juglares de corte iletrado o por los músicos cantores del templo, cuyos textos han llegado fragmentariamente hasta nosotros. Ahora tenemos la rara fortuna de agregar a nuestro anaquel de obras maestras la antología, traducción y comentario que el insigne estudioso Samuel Noah Kramer hizo de esos textos en una pulcra edición en lengua castellana. Es evidente que el lector moderno no puede darse cuenta de todo el cromatismo descriptivo de la lengua original, pero se hará una idea del fondo poético, que conecta los viejos poemas sumerios con el “Cantar de los cantares” atribuido a Salomón, uno de los libros más enigmáticos contenidos en la Biblia. El interés de este libro es por tanto doble. Primero, tenemos el placer que significa leer una poesía amorosa de hace milenios, una poesía eterna, cuya reiteración, paralelismos, epítetos y símiles la convierte en una experiencia total, y donde se narra el itinerario espiritual de un hombre en busca de su ser más oculto sin necesidad de recurrir a artificios conceptuales o rítmicos. La narración mítica da lugar a un verso limpio, que sabe iluminar lo mejor del alma humana. En segundo lugar, nos es posible aprender de los comentarios del insigne erudito sobre la ubicación histórica, el sentido social, político y religioso de esas poesías, surgidas en un momento decisivo, en el umbral mismo de la historia. Ambos objetivos están legítimamente unidos en este libro: es una excelente presentación de los096602f31f1df27597a472f6177444341587343 poemas y al mismo tiempo es un jugoso comentario de ellos a través del estudio de la fascinante civilización sumeria. El elemento que los une es la práctica del matrimonio sagrado, donde las fuerzas de la naturaleza adquieren rasgos personales, según es costumbre en la narración mítica. A lo largo de los siglos, las andanzas de unos dioses en busca de la regeneración cósmica dieron lugar a cuentos poéticos de enorme belleza, que servían para alegrar las fiestas y llenar de entusiasmo a sus celebrantes. El mundo se transfiguraba en algo bueno, soportable, cuando los amores de los dioses traían consigo la fertilidad del suelo, es decir, excelentes cosechas y abundante comida. La manera de narrar del mito era, además, un principio educativo: leía el mundo situando las fuerzas naturales en su exacto lugar, hablaba del cortejo nupcial ofreciendo una explicación al misterio de la atracción entre hombres y mujeres. El canto de la amante del rey Shu-Sîn (2036-2028 a.C.) es inesperadamente el más erótico de todos, inmerso en una ardiente pasión difícil de superar. Es el relato del acercamiento de un hombre a una mujer a través de la intensidad de una luz en el jardín donde se producirá el encuentro. Ella espía sus movimientos, y los gestos de su carne temblorosa, sin atreverse a mirar cara a cara, cautivada por las maneras, las caricias, el brillo de los ojos, agradecida a todo lo que el amante ha aprendido de otras mujeres sabias en los anteriores viajes estelares por el pubis o más allá, sin renuncias, apasionadamente, como si sólo existiese ese momento de arrebato, de salida de sí, de comunión con lo divino, de éxtasis, por qué no decirlo, aunque aquí todo es vital, sin misticismos, ni mistificaciones (que para el caso es lo mismo). Sólo dos seres que se aman en el laberinto del mundo. En la poesía sumeria no hay engaño: hay la voz de una mujer que ha descubierto por fin que su cuerpo está accedido (penetrado) como debe estarlo, con suavidad, sin equívocos, placenteramente. Y esa voz de mujer tiene cinco mil años. Toda una lección del pasado. Una turbadora delicia para los sentidos que al mismo tiempo es buen manual educativo, pues en las cosas del amor nunca se sabe demasiado.

[J. E. RUIZ-DOMÈNEC. «Los amores de los dioses sumerios», in La Vanguardia (Barcelona), viernes 29 de junio de 2001, p. 4]

➻ Salvador de Madariaga [1886-1978]

Salvador de Madariaga Memorias2Salvador de Madariaga nunca fue un historiador profesional, en el más literal sentido de la palabra. Su compleja actividad (ingeniero de minas, catedrático de literatura española en la Oxford University, diplomático, conferenciante, político…) limitó su dedicación intelectual y su pasión por la Historia, en una época en la que en las primeras décadas del siglo XX comenzaba lo que Peiró y Pasamar han dado en llamar «el viaje a la profesionalización de la historiografía española». Esa profesionalización, que tuvo sus pioneros en Menéndez Pidal o Altamira, impregnó, sin duda, a la generación de Madariaga que estuvo representada por ilustres historiadores como Américo Castro, Sánchez Albornoz, Ferran Soldevila, Pere Bosch Gimpera, Agustin Millares Carlo, Pedro Aguado Bleye, Josep M. Ots Capdequi, Juan Mª Aguilar… generación rota por la guerra civil de 1936 y su subsiguiente estela represiva y depuradora. Madariaga aprendió Historia no en España sino en París, donde estudió su bachillerato francés (1900-1905), y su carrera universitaria en la Escuela Nacional Superior de Minas de París (1900-1911). Su formación de historiador le venía del viejo romanticismo de Michelet y de la capacidad de síntesis de Henri Berr. Sin duda, una formación atípica entre los historiadores de su generación, muy dependientes del positivismo canovista y del ideologismo menendezpelayista y formados mayoritariamente en Alemania. Madariaga fue, en Historia, como en tantos otros frentes, un outsider, un intelectual que fue por libre. Su metodología fue la propia de un ensayista, de un ensayista muy leído, que busca aportar ideas —«ocurrencias», decía él— más que dotarse de legitimidades científicas adventicias. Su dedicación como historiador se concentrará en tres frentes: la explicación, a su manera, de la Historia de España, con especial énfasis en la Historia Contemporánea (España. Ensayo de Historia Contemporánea, 1931; Spain. A Modern History, 1971); la racionalización de la expansión y la decadencia del Imperio español en América (El auge y el ocaso del Imperio español en América, 1959); y, por último, sus tres biografías, sobre Colón (1939), Hernán Cortés (1939) y Bolívar (1951). Su diagnosis de la Historia de España es la diagnosis propia de un anglófilo liberal como era Madariaga. Nunca entró en el debate esencialista, típicamente post-noventayochista, de Castro y Sánchez Albornoz. España no le interesó como problema. Tuvo siempre claro, como Ortega, que la solución era Europa, lo que significaba, en definitiva, ser coherente con las viejas raíces europeas de España. Vio un permanente «aire de familia» en las tres hermanas latinas de Europa (Francia, Italia y España) y se empeñó en superar los viejos arquetipos nacionales contrapuestos por la vía de crear conceptos nacionales complementarios (el inglés, hombre-isla; el francés, hombre-cristal; el español, hombres-castillo; el alemán, hombre-río; el italiano, hombre-florete…). Si Altamira se había atormentado con el análisis de la psicología del pueblo español, desde la óptica de la angustia ante el viejo problema de la función de España en Europa, Madariaga da un giro a sus caracteres nacionales planteados no en términos de angustia dramática, sino de relativismo cultural o antropológico. A la Historia de España le ha sobrado autoritarismo y le han faltado clases medias. Ésta es su conclusión. Su análisis del Imperio español en América participa plenamente del regeneracionismo de Altamira. Ni la Leyenda Negra ni la leyenda rosa. Simplemente, la evidencia de la capacidad de influencia de una civilización extraordinaria. Tan atlantista como europeísta, América para Madariaga fue siempre la prolongación de Europa a través de España. El papel de América después de 1945 no sería, para Madariaga, sino la compensación de la vieja deuda de América con Europa. Las biografías escritas por Madariaga han sentado un estilo particular. La más famosa es la de Colón (última edición, Planeta-Agostini, 1995), para él, un judío de raíces familiares sefardíes, castellano transplantado a Cataluña o Mallorca y establecido después en Liguria. Su Cortés es el arquetipo de la vocación imperial española con los límites morales del arribismo. Bolívar sería el contrapunto de Cortés: el criollo con mala conciencia histórica, el legado moral de la conquista. Los hombres biografiados por Salvador de Madariaga nunca son héroes épicos. Siempre tienen un perfil sombrío. La cualidad que más y mejor comprendió Madariaga fue la ambición; la que menos, la humildad. A sus tres biografiados les unió la ambición. Como buen liberal, Madariaga siempre creyó que el éxito tiene un precio. El problema es estar dispuesto a pagarlo o no. Sus personajes, sin duda, lo pagaron y Madariaga los premió con sus respectivas biografías, que tuvieron un extraordinario éxito, del que la Editorial Sudamericana de Buenos Aires fue su primera plataforma de lanzamiento. Del Madariaga historiador, hoy sus biografías son la estela intelectual más vigente.

[Ricardo GARCÍA CÁRCEL. «El Madariaga historiador», in ABC Cultural (Madrid), 13 de diciembre de 2003, p. 9]