✍ Los benandanti. Brujería y cultos agrarios entre los siglos XVI y XVII [1966]

por Teoría de la historia

getImg.spyEn 1966, aparecía en Einaudi, con el título de I benandanti. Stregoneria e culti agrari tra Cinquecento e Seicento [Los benandanti. Brujería y cultos agrarios entre los siglos XVI y XVII], el primer trabajo de un joven historiador italiano, Carlo Ginzburg. El libro prácticamente no tuvo resonancia en momentos en que eran muchos los historiadores que se interrogaban sobre la epidemia de brujería que afectó a Europa en la unión de los siglos XVI y XVII. Basta recordar los trabajos de Trevor-Roper, Mandrou, Monter, Macfarlane y Midelfort. Quince años después, la traducción de ese mismo libro, publicada al mismo tiempo que la de otro estudio de Ginzburg, Il formaggio e i vermi [El queso y los gusanos] (que data de 1976), suscita un interés considerable, no sólo en el gremio historiador, sino también en lo que se ha convenido en llamar los medios, que multiplican artículos y programas dedicados al historiador de Bolonia. Inadvertido hace unos años, el trabajo de Ginzburg interesa hoy grandemente a los fabricantes y lectores de historia. Dos razones hay para ello. Ante todo, en cada uno de sus libros, Ginzburg define una manera original de describir lo que se designa como la cultura popular. La sitúa siempre en su relación compleja y móvil con la «otra» cultura, la de los dominantes, la gente de Iglesia, los hombres de pluma. La cultura campesina, unas veces confirmada por lo que toma de la cultura erudita, otras veces transformada o dislocada por ella, nunca es tratada como un conjunto cerrado de representaciones y prácticas de las que bastaría hacer un inventario. Lo que importa ante todo es caracterizar las relaciones móviles que existen entre los horizontes culturales de una sociedad. Hay allí, pues, una perspectiva a la que los trabajos sobre la cultura popular no siempre nos acostumbraron. Por otra parte, en los dos libros recientemente traducidos, Ginzburg propone un tratamiento del material histórico que no se ajusta para nada a las costumbres de los historiadores franceses. La historia de vida, el relato minucioso de existencias individuales entrecruzadas, la escucha atenta de confesiones personales son efectivamente allí los instrumentos privilegiados del análisis cultural. Esta «microhistoria» que nunca disuelve la singularidad individual en las regularidades de lo colectivo y que no obstante apunta a enunciar una verdad general, obviamente contrasta con la historia de las mentalidades «a la francesa» tal como se definió en los años sesenta. Por eso los libros de Ginzburg convocan a una revisión del conjunto de las categorías que fundaron (generalmente de una manera no sabida) las investigaciones de historia cultural; por eso también, pueden ser entendidos ahora como una historia menos segura de sí misma, más consciente de los límites de sus procedimientos y preocupada por hacer otras preguntas de otra manera. Los benandanti y El queso y los gusanos, publicados a diez años de distancia, tienen en común un territorio y un archivo. Los dos relatos tienen como marco el Friul en los años 1575-1650. Arrinconado entre mar y montaña, situado en las márgenes de la Europa de las aculturaciones humanistas, el Friul en este fin del Renacimiento constituye un conservatorio de creencias y prácticas donde se cruzan las tradiciones eslavas y germanas. Sin embargo, este mundo cerrado y periférico, donde subsiste una sociedad feudal arcaica, fue penetrado desde comienzos del siglo XVI por influencias externas: la del poder veneciano que apoya a los campesinos friulanos contra la nobleza local, posible enemiga de su dominación, la de la Iglesia contrarreformada que instala en 1551 un tribunal de la Inquisición, el Santo oficio de Aquilea y Concordia. Por otra parte, la sociedad friulana no permanece al margen de la circulación del libro, aunque más no sea en razón de la proximidad de los talleres venecianos, y los libros impresos penetran hasta en los pequeños burgos. Comprados en un viaje a la ciudad, prestados de uno a otro, a veces son confiscados por orden de un cura, pero siempre nutren las ideas y los diálogos de los lectores de pueblo -más numerosos sin duda de lo que durante mucho tiempo se creyó-. Si esta sociedad friulana es más conocida que muchas otras, es sin duda debido a la Inquisición. Los procesos inquisitoriales, conservados en los archivo de la Curia arzobispal de Udine, constituyen el fundamento de dos estudios de Ginzburg, uno relacionado con un grupo, el de los benandanti, el otro con un hombre, Domenico Scandella alias Menocchio, molinero en Montereale. Como muchísimos otros, estos dos libros se basan por lo tanto en la utilización de archivos judiciales, pero estos se ven sometidos a un tratamiento que en otras partes es radicalmente distinto. No se trata, efectivamente, de establecer una estadística criminal que pese los distintos delitos, mida su evolución y los remita, llegado el caso, a los distintos grupos de la sociedad, Ginzburg rechaza esta objetivación de los delitos porque ella supone que estos son identificados a través de categorías claras y perennes (lo cual constituye la condición de toda comparación) y porque implica un trámite contable donde las singularidades, las anomalías se pulen en beneficio de los promedios de frecuencias. Pero ocurre que, justamente, en el diálogo siempre singular entre el acusado y su juez se constituye la figura misma del delito, más allá de que el discurso de la víctima se reduzca por la fuerza a la tipología erudita como lo es la de los inquisidores o que la persuasión de estos sea tal que convenza a los acusados mismos de que son absolutamente culpables de las acusaciones que se les hacen. La puesta en serie de los delitos pierde inevitablemente este diálogo esencial, ya que ordena en las clases objetivas y previas (sortilegio, lesa majestad, blasfema, etc.) no la «realidad» supuesta del crimen, sino lo que los jueces – y a veces los acusados- dicen que es. Lo que toma Ginzburg como objeto es este trabajo de «nominación», situándolo en el cruce del enfoque erudito, que impone sus esquemas, sus nomenclaturas, sus designaciones, y de la actitud popular, que se resiste y se somete a ellos interiorizándolos. De ahí una segunda distancia respecto del tratamiento clásico de las fuentes judiciales: leer al pie de la letra lo que dicen los acusados y no reducir sus discursos unas veces a la traducción que hacen de ellos los jueces, otras a su supuesta función dentro de la comunidad. También en este caso, la puesta en serie eludiría lo esencial que es, no una taxinomia criminal, sino la manera misma en que se enuncia un contenido de creencia o el dispositivo de una práctica. Esta vuelta a la palabra de la confesión no significa que el acusado pueda dar, con una total transparencia, el sentido «verdadero» de sus ideas o sus actos; pero es la condición que permite evitar toda reducción funcionalista de los sistemas de representaciones, identificados con extrema frecuencia como formas circunstanciadas de funciones invariantes. Escuchar lo que dicen quienes las comparten, en el detalle mismo de su confesión, es darse una posibilidad de captar otra cosa: la apropiación que un grupo o un individuo hace de motivos sueltos, de creencias dispersas, de fragmentos de discurso, para constituir una figura prestada y sin igual, común y radicalmente nueva, donde él reconoce su identidad misma. Es el caso de los benandanti. Entre 1575 y 1580, el inquisidor de las diócesis de Aquilea y Concordia registra toda una serie de declaraciones que prueban la existencia de una secta cuyos participantes se llaman a sí mismos benandanti (o sea «los que van hacia el bien») y cuyas creencias no son en absoluto reducibles a lo que enseña la demonología erudita. A medida que avanzan las confesiones, se construye una imagen de la secta: esta agrupa a los que nacieron «tocados» (i.e. la cabeza recubierta por la membrana fetal) y, bajo la conducción de un capitán, libran batalla en los Cuatro Tiempos (i.e. durante los tres días de ayuno prescritos por la Iglesia en cada una de las estaciones) contra los brujos y las brujas. Del resultado de estas batallas nocturnas, donde cada ejército combate con sus propias armas -las ramas de hinojo para los benandanti, los tallos de sorgo para los brujos-, depende ante todo la suerte de las cosechas si ganan los benandanti, la tierra será fértil y el año abundante, de lo contrario habrá hambruna. Pero el combate es también un combate por la fe de Cristo contra los maleficios de los brujos, combate al que los benandanti se entregan «en espíritu». Su alma o su espíritu sale efectivamente de su cuerpo inanimado para ir a batallar y este lo reintegra a su antojo, salvo cuando el cuerpo adormecido ha sido devuelto -lo cual provoca la separación definitiva de los dos elementos que componen la persona humana-. Las mujeres también viven estas salidas «en espíritu» en los Cuatro Tiempos, no para ir a combatir a los brujos sino para «ver» a los muertos en sus procesiones nocturnas. Frente a semejante conjunto de creencias, la incomprensión de los jueces de la Iglesia es total. Por un lado, en ellas no encuentran nada de los esquemas a los cuales los demonólogos los acostumbraron: ni los benandanti ni sus adversarios profanan los sacramentos o apostatan la fe, y el diablo no desempeña ningún papel en sus batallas de la noche. En el cuerpo de creencias que los benandanti presentan a sus jueces, no se puede reconocer ninguno de los rasgos «clásicos» del sabbat, tal como estaban enumerados en el Malleus maleficarum. Por otra parte, los jueces no comprenden lo que significan los viajes «en espíritu» de los hombres y las mujeres de la secta. Para el juez, la persona es una y su disociación temporaria impensable; las batallas descritas son o bien una fábula o bien una lucha real, pero en ningún caso una «realidad en espíritu» que no fuera ni una cosa ni la otra. ¿Qué es la persona? ¿Qué es la realidad? A estas preguntas, acusados e inquisidores dan respuestas contradictorias, sin considerar quizás en todos los casos en qué medida lo son, ya que utilizan la mismas palabras. Sobre la base de estas incomprensiones radicales se construye su sorprendente diálogo y se establece el encuentro ambiguo entre dos culturas. A su vez, después de los inquisidores, Carlo Ginzburg intenta comprender el conjunto de las creencias enunciadas por los benandanti. Es evidente que sus dos ramas no tienen el mismo status: las procesiones de los muertos a la que van las mujeres tienen una creencia ampliamente probada en toda la Europa germana, pero ocupa un lugar secundario en el Friul; a la inversa, el motivo de las batallas nocturnas, que rara vez aparece (Ginzburg cita solamente un proceso lituano de fines del siglo XVII), constituye el elemento central de las confesiones. No obstante, las dos creencias coexisten y unen entre sí a benandanti agrarios y benandanti fúnebres, hombres y mujeres. ¿Por qué? Para responder el interrogante, Ginzburg establece toda una serie de correspondencias entre los dos rituales: ambos son vividos «en espíritu» por aquellos o aquellas autorizados a «salir» por el hecho de haber nacido «tocados»; ambos aseguran un vínculo con el mundo de los muertos y las almas errantes, del cual los brujos son una de las figuras posibles -aunque no sean solamente eso- y cuya divinidad tutelar es garante de fertilidad. Las dos creencias, generalmente atestadas por separado, pudieron converger en el Friul donde se encuentran las tradiciones germanas (de las que forma parte el mito de las procesiones de los muertos) y las tradiciones eslavas (donde tiene lugar el de las batallas por la fertilidad). Según Ginzburg, habría que considerar esta convergencia como la expresión de las dos componentes fundamentales -disociadas la mayoría de las veces- de un «culto agrario» o pre o a-cristiano, formado sobre el modelo de los cultos shamánicos. Esta interpretación, que trata las analogías rituales como manifestaciones de un fondo religioso único y original, obviamente plantea problemas, aunque Ginzburg tiene razón en señalar que la cronología de los testimonios no debe ser tomada por la de los fenómenos. La creencia en las batallas nocturnas no data seguramente de 1575, pero no pudiendo seguir la estructuración de esta representación de la misma forma que su desestructuración por efecto de la Inquisición, sólo la reunión minuciosa de rituales «en espíritu» similares a los del Friul podrá verificar o no la hipótesis globalizante propuesta aquí. Arrancadas del secreto que debían mantener, las creencias de los benandanti no resisten la doble presión de los jueces de la Iglesia y de las comunidades rurales. Siguen siendo ambiguas e inestables pues no se identifican con la brujería sabática -lo que hace que entre 1575 y 1620 no se lleve a término ningún proceso- pero implican no obstante entre quienes las viven propiedades que corresponden comúnmente a los brujos, por ejemplo, el poder de curar a los hechizados. Aunque los benandanti no son suficientemente diabólicos como para ser asimilados a los secuaces de Satán por la demonología de los inquisidores, lo son demasiado como para que el pueblo campesino no sospeche de ellos. Esta posición contradictoria, vivida sin duda en una tensión insostenible, encuentra su solución trágica en una doble reducción: la que relaciona las creencias propias y originales de los benandanti con las formulaciones demonológicas, la que los identifica con los brujos y brujas consagrados al diablo. En páginas apasionantes, Cado Ginzburg muestra cómo, gradualmente, y no sin arrepentimientos y contradicciones, se disgrega el viejo discurso y cómo los acusados terminan reconociéndose en el espejo que les tienden sus jueces. De los años 1620 hasta mediados del siglo XVII, este proceso de interiorización omite poco a poco las conciencias de los benandanti que al principio se resisten (pronunciando confesiones contradictorias o atribuyéndose un lugar aparte en los sabbats que describen), y luego enuncian un discurso de brujería totalmente canónico, como mucho atravesado aquí o allá por algunos resurgimientos, a esta altura ya ininteligibles, de las antiguas creencias. Poco a poco, los benandanti llegaron a pensarse a sí mismos como brujos y a describir el sabbat como una realidad de la que son actores, cuerpos y espíritus reunidos. Sus confesiones reproducen trazo a trazo la expectativa de los jueces -y esta conformidad perfecta hace dudar a veces de la sinceridad de la confesión-, pero por suerte esta asimilación se produce en el preciso momento en que desaparecen en Italia, por obra de la prudencia romana, las condenas por brujería. Se salvaron por un pelo. No brujos todavía en los momentos más duros de las persecuciones contra estos últimos, empiezan a ser pensados como tales, por ellos mismos y por los demás, recién cuando estas cesan: «Ignorados o casi como benandanti, se transforman demasiado tarde en brujos como para ser perseguidos». La demostración de Ginzburg es, por lo tanto, doble. Subraya, por un lado, cómo las creencias y los comportamientos populares pueden ser radicalmente distintos de lo que piensan y dicen de ellos los dominantes. Así, en Friul, la brujería diabólica resulta mucho tiempo9788806356675 totalmente ajena a la sociedad campesina cuando para los clérigos, lectores atentos de los tratados de demonología, constituye, junto con la herejía, una de las únicas grillas de interpretación posibles para comprender los discursos heterodoxos o fabuladores que no tienen cabida en las clasificaciones de los teólogos. Mediante esta comprobación, Ginzburg alerta contra la tentación, siempre presente, de identificar la cultura campesina a través de las categorías eruditas construidas para describirla, ya sean las de la brujería o la superstición. Los contenidos de creencia y los rituales vividos por la gran mayoría pueden no tener relación con lo que los dominantes piensan que son y si bien los historiadores, a falta de Inquisición, no siempre tienen las posibilidades de verificar esta distancia, por lo menos deben postular que existe. Entendido de esta manera, el libro de Carlo Ginzburg habría podido evitar sin duda numerosos falsos debates sobre la «realidad» del sabbat y llevar a identificar bajo la uniformidad de la construcción demonológica que regula la relación entre el brujo y su juez, las modalidades múltiples a través de las cuales la «brujería» era vivida tanto por los campesinos que la denunciaban -pero en términos totalmente distintos de los de los magistrados- como por los que, más por la fuerza que de buena gana, debían reconocerse en ella. Pues -y allí está la otra cara de lo que nos dice Ginzburg- los benandanti pasan a ser lo que los clérigos decían (erróneamente) que eran. La percepción que un grupo tiene de sí mismo no puede separarse de la manera en que los otros grupos lo perciben, y tanto menos cuanto más dependiente de ellos es. La imagen dominante, por ende legítima, es impuesta a la conciencia del grupo dominado que aliena así su identidad propia en una representación de sí mismo construida por el otro. Semejante modelo de comprensión es válido sin duda mucho más allá del terreno donde lo aplica Ginzburg. Puede basar, por ejemplo, un análisis de las relaciones que mantienen en los siglos XV y XVI las representaciones manifestadas por los «espejos de la pordiosería» y los modos de organización de las bandas de mendigos de las grandes ciudades europeas. Lejos de ser un puro reflejo de divisiones efectivas susceptibles de constatar in situ, las taxinomias de la pordiosería, que clasifican, caracterizan, jerarquizan según modelos tomados del mundo corporativo, no sólo persuaden a los dominantes de que la sociedad de los mendigos está bien regulada así, sino que llevan también a estos últimos a pensar que su organización es conforme a la imagen que de ella dan los jueces. Asimismo, el abandono de su identidad étnica o regional por parte de un grupo puede comprenderse como el hecho de aceptar que sea el otro -otro dominante- quien defina la identidad legítima, como la abdicación a favor de otro del poder de construir la propia identidad. Las representaciones que los grupos dan unos de otros no solamente son un motivo del imaginario colectivo de cada uno de ellos, también son constructoras de identidades «objetivas», impuestas por los poderosos a los desposeídos mediante estrategias de persuasión o intimidación. A veces los hombres se resisten y afirman una autonomía radical no alterada por nada. Es el caso de este Domenico Scandella, alias Menocchio, encontrado por Ginzburg en el archivo del Santo Oficio conservado en Udine. En 1583, es denunciado a la Inquisición por el cura de la localidad donde vive, Montereale, por haber pronunciado palabras «heréticas y muy impías». Se inicia un juicio, declaran testigos y finalmente Menocchio es arrestado en febrero de 1584. Comienzan entonces sus interrogatorios, que durarán hasta mayo. Este hombre que habla, se explica, razona, argumenta frente a los jueces -en la circunstancia el inquisidor, el vicario general de la diócesis y el podestá- es un molinero de 50 años. En Montereale, es considerado un pequeño notable: instruido (sabe leer, escribir y contar) y relativamente opulento, ocupó los cargos de podestá del burgo y de los pueblos dependientes y de camarero de la parroquia. Como molinero, sufre sin duda la hostilidad comúnmente profesada a este personaje que vive apartado, que es más rico que los campesinos de los que con frecuencia es acreedor y que siempre es sospechoso de fullería y herejía. No obstante, en Montereale, Menocchio también es campesino (trabaja dos parcelas que tenía a censo) -lo cual explica quizá que haya sido denunciado tardíamente, y sólo por el cura del lugar-. Igual que con los benandanti, Ginzburg quiere primero escuchar lo que dice el molinero a sus jueces. En su prolijo discurso, tres son los motivos que sobresalen y ante todo una crítica radical a la Iglesia. Menocchio rechaza a la vez la institución eclesiástica indebidamente privilegiada y opresora, la autoridad y la tradición y toda la construcción teológica y sacramental del catolicismo. Para él, los sacramentos (salvo la comunión) no son más que «mercaderías»; la verdadera religión es ante todo caridad hacia el prójimo, una caridad que puede inspirarse en los ejemplos dados por Cristo, pero que puede encontrarse también fuera del cristianismo. Menocchio denuncia, por otra parte, la sociedad injusta de su tiempo donde los dominantes aplastan a los pobres. El paraíso que imagina es una figura invertida de este mundo social cruel: es «como una fiesta» sin jerarquías, sin opresión, sin labor y sin pena. Y son estos mismos rasgos los que caracterizan al «mundo nuevo» que espera Menocchio en esta tierra. Pero sobre todo, el molinero expone a sus jueces estupefactos una cosmogonía singularísima, muy diferente del relato del Génesis: «Dije que, según yo pensaba y creía, todo era caos, o sea tierra, aire, agua y fuego todo junto; y que este volumen poco a poco hizo una masa, como se hace el queso en la leche y aparecieron los gusanos y fueron Dios y los ángeles; entre esos ángeles, estaba también Dios, creado también de esa masa en ese mismo momento, y fue hecho señor con cuatro capitanes, Lucifer, Miguel, Gabriel y Rafael. Ese Lucifer quiso hacerse señor a la imagen del rey, que era la majestad de Dios y, a causa de su soberbia, Dios ordenó que fuera expulsado del cielo con toda su comitiva y toda su compañía; y ese Dios hizo luego a Adán y Eva, y el pueblo en gran multitud para ocupar los puestos de los ángeles expulsados. Pero como toda esa multitud no obedecía los mandamientos de Dios, este envió a su hijo que fue tomado por los judíos y crucificado». Esta construcción es inestable y Menocchio llega a contradecirse por momentos: ¿la santa majestad es Dios o distinta de él? ¿Y Dios nació del caos primordial o era anterior a él? Las respuestas del molinero pueden variar, como varían respecto del tema de la inmortalidad del alma, unas veces negada, otras reconocida pero a través de una distinción sutil entre el alma, o más bien las siete almas del hombre (el intelecto, la memoria, la voluntad, el pensamiento, la creencia, la fe, la esperanza) tan mortales como el cuerpo, y el espíritu, al menos el buen espíritu, el que procede de Dios y que después de la muerte vuelve a él. Lo que caracteriza la antropología como la cosmogonía de Menocchio es pues menos la rigidez de un sistema bien formado que la voluntad de pensar por sí mismo, contra la autoridad de la Escritura o de la Iglesia, los problemas más fundamentales del destino humano. La contradicción no tiene, por ende, en el discurso de Menocchio, el nivel descalificador que le es propio en el discurso erudito; es inherente al trabajo de un pensamiento que pretende ser libre y nunca permanece en reposo. Las palabras del molinero no son reducibles en absoluto a las fórmulas heterodoxas de la época, ya sean las del milenarismo, del luteranismo o del anabaptismo. Sus jueces lo saben, y también Ginzburg. Aunque a veces el discurso de Menocchio encuentra motivos propios de uno y otro de esos pensamientos heréticos, dice fundamentalmente otra cosa, que Ginzburg identifica como una religión campesina, hecha de materialismo religioso, de aspiración igualitaria y de crítica anticlerical. Si esta cultura oral surge tan fuertemente a través de Menocchio, es sin duda porque el impacto de la Reforma autorizó a tomar la palabra a todos los que pensaban tener una verdad propia y que podían decirla para convencer a los poderosos y al pueblo. Gracias a la circulación del libro permitida por la imprenta, el molinero puede formular con palabras eruditas, legítimas, reconocidas, lo que hasta entonces apenas podía enunciarse. Menocchio piensa por sí mismo, pero a través de sus lecturas. En efecto, leyó libros, comprados o prestados: en sus interrogatorios menciona once títulos, entre ellos la Biblia, Il fioretto della Bibbia, los Voyages de Mandeville, el Decamerón en una edición no expurgada, quizás el Corán, pero los leyó a su modo, a través de una grilla de desciframiento, un código que le viene de su participación en la cultura oral. Al comparar minuciosamente los textos leídos con lo que Menocchio hace de ellos, Ginzburg puede restituir ese trabajo de lectura que radicaliza, 220px-Baldung_Hexen_1508_koldesequilibra, segmenta o acerca los fragmentos. La lectura de Menocchio toma las metáforas al pie de la letra, trata analógicamente textos distintos, fuerza o invierte los sentidos. Se apropia, pues, deformándolos y reformulándolos, los fragmentos de discurso que le vienen de la cultura letrada. El análisis es aquí ejemplar. Señala, en efecto, los límites de una sociología de la distribución en la que se encerraron quizá demasiado los historiadores franceses. Tanto como la repartición, estadísticamente medida, de los objetos culturales, importa su apropiación por parte de los grupos o los individuos. Esta relación es la que da su sentido a los textos, un sentido que no está sepultado en ellos como el mineral en su ganga, sino construido en cada lectura. La Biblia o el Decamerón son también lo que Menocchio piensa que son, y su lectura es un acto creador. No basta pues con localizar la difusión de los textos o su circulación, sino que, y sobre todo, hay que tratar de captar cómo construyen históricamente su sentido los diferentes lectores. Pues -y es otra observación- el trabajo de apropiación de los textos es sin duda más distintivo que su desigual distribución. Durante mucho tiempo se intentó identificar la cultura popular a través de corpus de contornos bien nítidos y con un arraigo social claramente definido -ya sea el conjunto de textos vendidos por venta ambulante y conocidos bajo la designación genérica de Biblioteca azul o el conjunto de creencias y gestos considerados constitutivos de la «religión popular»- . Ahora bien, esas asignaciones sociales son menos simples de lo que podría parecer: la «religión popular» al igual que la Biblioteca azul son mezclas culturales cuya producción y manejo no giran únicamente en torno del horizonte popular. Leyendo por encima del hombro de Menocchio, Carlo Ginzburg propone otro enfoque que rompe con los debates estériles e interminables entablados para saber si se puede calificar o no de popular tal o cual conjunto de objetos o prácticas. Para él, lo «popular» (como lo «erudito») radica no en el objeto apropiado sino en su modo de apropiación. El Decamerón o Il fioretto della Bibbia no forman parte de la «cultura popular» porque figuran entre los libros de Menocchio o sus semejantes sino que la lectura que el molinero hace de ellos puede identificarse como tal. Ginzburg opera por ende un desplazamiento radical en la manera de plantear el problema de la cultura popular calificando y describiendo no los «productos culturales» sino sus desciframientos contrastados. La lectura analógica y dislocada de Menocchio puede pues ser considerada una de las figuras de la relación «popular» del texto, del mismo modo que la «atención oblicua» caracteriza para Hoggart el uso popular de la cultura de masas. El relato de Ginzburg termina con la muerte de Menocchio. En 1584, después de abjurar sus errores, el molinero es autorizado a regresar a Montereale ; allí se le asigna domicilio y es obligado a llevar un hábito marcado con una cruz. Aparentemente respetuoso de la ortodoxia, nombrado otra vez tesorero le la parroquia, Menocchio no puede sin embargo frenar su lengua. Denunciado por blasfemia, es arrestado nuevamente en julio de 1599. Luego de una intervención de Roma, es ejecutado en el otoño. Esta historia de vida, a través de la lectura que hace Ginzburg, puede desembocar en un doble cuestionamiento. El primero va dirigido a él y tiene que ver con lo que parece menos seguro en su libro: el status de esta religión agraria que da su base tanto al discurso de Menocchio como a las creencias de los benandanti. Parece, en efecto, difícil caracterizar como específicamente rurales algunos de los elementos que la componen, y, sobre todo, esa creencia en la generación espontánea que, no obstante, está en el núcleo de la cosmología del molinero. Carlo Ginzburg mismo, en otra historia de vida, la del charlatán-bufón Saccardino ahorcado en Bolonia en 1622, constata la existencia de esa mima representación -los hombres nacieron del barro como los sapos y las ratas del fango- en un universo que no tiene nada de agrario y que es típicamente el de la «cultura de la plaza pública» descrita por Bajtín. Por otra parte, ¿es lícito considerar el materialismo religioso a favor del cual testimonia Menocchio como constitutivo de una religión campesina primordial y universal cuyos rasgos encuentra Ginzburg en las mitologías india y altaica? Como en Los benandanti, estos paralelos dejan al lector un poco perplejo, sobre todo porque al formularlos Carlo Ginzburg parece olvidar lo que hay de más novedoso en su demostración, a saber, no calificar una creencia por su pertenencia a un corpus genérico (por ejemplo, las cosmologías de la generación espontánea), sino identificarla como la apropiación, histórica y culturalmente circunstanciada, de materiales de orígenes dispersos y utilización compartida. Pero también Carlo Ginzburg cuestiona. Él propone, en contra de la historia serial que construye conglomerados estadísticos y trabaja con conjuntos sociales ampliamente recortados, volver a un enfoque biográfico y hacerlo en el campo mismo del estudio de la cultura popular. Del entrecruzamiento de las historias de vida, de la prosografia del basso podrá nacer la comprensión de los pensamientos y las prácticas de la gran mayoría, y no del inventario masivo de los corpus de textos o de conductas propuestos a la lectura o a la imitación de los pueblos. Sobre todo porque cuando se apodera de un individuo de excepción, como lo es Menocchio, esta historia biográfica alcanza la cultura común que se expresa a través de él. Para Ginzburg, lo representativo no se obtiene eliminando las distancias con la media, sino tratando la experiencia más singular como un lugar donde se expresa con mayor coherencia una conciencia compartida. Tomando prestada de Edoardo Grendi la noción de eccezionale normale, trata de pensar la relación entre la cultura campesina y las figuras fuera de lo común, que dicen lo que las otras no saben decir, en términos análogos a los utilizados por Goldmann para comprender hasta dónde las obras más «raras» de Pascal o Racine expresan en forma más total la visión trágica del mundo en su modalidad jansenista. Justamente por no ser un campesino analfabeto Menocchio puede enunciar, en su vocabulario, pero adecuadamente, el fondo de creencias populares que corresponde a los campesinos friulanos, justamente porque viven experiencias fuera de lo común, los benandanti pueden pensar y formular la representación popular de la persona o de lo real. Volcada ante todo a escudriñar individualidades -aunque sea para leer en ellas verdades comunes- la historia tal como la hizo Ginzburg no reivindica el modelo de cientificismo de las ciencias exactas. Su objeto no es en absoluto la observación cuantificada de regularidades que permiten establecer leyes de distribución, sino la construcción de relatos edificados a partir de la recolección de indicios siempre singular y según modelos narrativos parecidos a los aplicados en la escritura de lo imaginario? Puede discutirse sin duda este punto de vista, y más aún algunas de las hipótesis formuladas, pero el trabajo de Carlo Ginzburg tiene el mérito de poner al descubierto las incertidumbres actuales de la historia serial y el retorno a una narración que se toma a sí misma como fin. Los benandanti y El queso y los gusanos demuestran que hay otro camino posible, y que las seducciones del relato y los rigores de la comprensión pueden mantenerse juntos.

[Roger CHARTIER (1991). «Religión campesina y ortodoxia católica», in El juego de las reglas: lecturas. Selección de Marta Madero. Prólogo de José Burucúa. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000, pp. 147-157]