✍ Las ciencias sociales como forma de brujería [1972]

por Teoría de la historia

10440169_1547369225580831_5235920027034646514_nUn libro como el de Stanislav Andreski, Las ciencias sociales como forma de brujería, es un ejercicio muy adecuado para quienes sospechan con más o menos razón del grupo de ciencias que los anglosajones denominan «sociales» o para los que la sociología —en sus diversas y aún contradictorios enunciados— viene a resultar una ciencia perfectamente exacta. En realidad, el libro da Andreski no aporta ninguna conclusión válida. Es un ejercicio crítico y, decididamente, muy brillante, destructor. Andreski arremete contra los sociólogos de peluca, los envarados y «científicos» organizadores del academicismo. No puede extrañar, por consiguiente, que el lector que haya devorado las páginas de Las ciencias sociales como forma de brujería contemple como lógica la siguiente aseveración: «Mi recomendación a los hombres de Estado que deben decidir de qué modo gastar el dinero público podría ser bien recibida por ellos, aunque resultaría extremadamente desagradable para la inmensa mayoría de mis colegas: a saber, no ser demasiado generosos. Una cierta escasez de fondos para la investigación social podría inducir a los investigadores a pensar en otras cosas que el simple dinero». Dicha recomendación será válida, naturalmente, sólo en aquellos países en los que el grupo de «ciencias sociales» haya gozado de ciertos favores. Dudo que la recomendación sirva entre nosotros, donde dichas ciencias han sido presididas ya por —según diría Andreski— una evidiable penuria sin los resultados positivos que hubiéramos podido esperar. Es evidente, sin embargo, que el fenómeno de masificación universitaria que vivimos —y que dudo que podamos evitar y aún que debamos evitarlo— se corresponde con un considerable incremento de estudiantes que se inclinan hacia dichas «ciencias sociales». El fenómeno fue observado hace años en otros países y las conclusiones de Andreski —razonablemente erróneas— no dejan, sin embargo, de despertar una cierta inquietud. Paralelamente, la proliferación de profesionales de la Sociología, la Pedagogía, la Psicología, la Antropología, la Política y otras materias afines, «las escuelas han ido empeorando». El hecho se debería no sólo a que las Facultades albergan a peores estudiantes (como parece admitir en ocasiones el profesor Andreski), sino a que, en conjunto, las disciplinas sociales dejan todavía mucho que desear sobre su pretendido cientifismo. Y la ignorancia académica, la falta de claridad en las exposiciones, no surge sólo del alumnado, como es natural, sino del mismo cuerpo académico. Las hipótesis de trabajo se formulan en forma innecesariamente alambicada, oscura. Falla la lógica elemental del discurso. Para ilustrar sus exposiciones el autor recorre a numerosos ejemplos extraídos de su propia experiencia. El libro, así apoyado e ilustrado, resulta más legible y en muchos momentos sumamente divertido. Sin embargo, el lector no dejará de observar también la arbitrariedad que el autor convierte en doctoral sentencia. La técnica de demostración acostumbra a ser planteada del siguiente modo: el autor enuncia una ley general, obviamente discutible, como por ejemplo, que «la industria de la investigación social atrae a los tontos». Para ello se recurre a una experiencia personal: «Para ilustrar hasta qué punto puede llegar la ignorancia, debo mencionar que una vez modestamente presencié una conversación entre un físico y un profesor de sociología en una universidad norteamericana renombrada como centro de metodología cuantitativa acerca de qué es una teoría, una hipótesis, una ley y un hecho, en la que ambos persistían en el error elemental de confundir la credibilidad de una proposición con la naturaleza de su forma lógica, cosa que quizá podría disculparse en un practicante médico ordinario. Cuando el profesor (que se presentó como un experto en metodología cuantitativa) no sólo reveló que no sabía que para obtener la probabilidad de un acaecimiento conjunto de hechos independientes uno debe multiplicar las probabilidades de cada uno de ellos, sino que persistió en afirmar obstinadamente que hay que sumarlas, el físico, para vergüenza mía, triunfalmente extrajo la conclusión de que la sociología es una bagatela». Pero ¿qué demuestra en realidad la experiencia vivida por Andreski? No sólo que el sociólogo es un incompetente, sino que lo es también el físico que le discute. Podríamos, como consecuencia más justa que la enunciada por el autor que nos presta el ejemplo concluir qué lo que falla en la «famosa universidad norteamericana» es el sistema de reclutamiento de su profesorado. O también podríamos suponer que en la violencia de la discusión ambos profesores olvidan lo elemental (interpretación psicológica) o concluir, en definitiva, que la Universidad es una institución que alberga una sarta de incompetentes porque su función ha caducado (tesis de ciertos radicales). Lo que reclama el autor, contra las91ic++frvpL.jpg confusas metodologías y el lenguaje artificialmente «científico», es una progresión en el conocimiento. «Mientras la autoridad continúe inspirando temor, la confusión y la absurdidad proseguirán fortaleciendo las tendencias conservadoras en la sociedad. Primero, porque el pensamiento claro y lógico conduce a una acumulación de conocimiento (cuyo ejemplo se halla en el progreso de las ciencias naturales) y el progreso del conocimiento tarde o temprano socava el orden tradicional». Andreski opone el pensamiento lógico al pensamiento confuso. Y cree hallar muestras de confusión en numerosas zonas de las actuales «ciencias sociales». Las arremetidas son ingeniosas y no desprovistas de razón, como es razonable y aún sensato considerar que una buena parte de los cultivadores de la sociología y ciencias afines destaca per su incapacidad en escribir medianamente bien. En la actualidad, ser claro y lógico en una exposición puede incluso parecerles infantil a buen número de estudiantes atraídos por «metodologías», «terminologías» y juegos seudointelectuales que les suenan como «ciencia» porque utilizan de vez en cuando alguna fórmula matemática. Sabido es el respeto que las matemáticas inspiran a los hombres de letras, muchos de ellos arrastrados a esta zona por su incapacidad en asimilar el abstracto lenguaje de las matemáticas. En sus juicios y observaciones, el autor puede parecer incluso cruel a quien esté acostumbrado a manejar sólo las rosadas y melifluas reseñas que los especialistas se lanzan, dentro de un juego que posee sus reglas, unos a otros. Pero los enemigos de Andreski no son los divulgadores científicos, ya que en este caso el autor no hace sino divulgar (aunque destruyendo), sino las cumbres del actual pensamiento sociológico. Y las andanadas se dirigen no sólo contra los norteamericanos —a la cabeza del actual movimiento— (véase por ejemplo lo que dice de Mac Luhan (p. 96), sino también contra los europeos, entre los que predomina actualmente el estructuralismo. Éste se define como «una suerte de superciencia o quintaesencia de todas las ciencias, en el sentido de haber dado con los elementos más importantes de cada una de ellas, descubriendo que en la práctica se reduce a afirmaciones ambiguas e incansablemente reiterativas del no excesivamente sorprendente hallazgo de que cada cosa tiene una estructura con invocaciones constantes de esta palabra sagrada en sus diversas transubstanciaciones». Pocos, en consecuencia, se salvan de la catástrofe y, entre todos, el progreso de las ciencias sociales en la actualidad parece detenido por la falta de imaginación, y por la presencia de las grandes fábricas de ideas, instituciones de enseñanza, de investigación o editoriales, auténticas deformadoras de una capacidad intelectual cuando supera la media. Con ello, Andreski no hace sino repetir las catastróficas aunque inteligentes observaciones de Norbert Wiener, el creador de la Cibernética, a quien el autor cita —y al que parece encomendarse—. «Tuve la suerte —escribió Wiener ya en 1956— de nacer y crecer antes de la primera guerra mundial, en un período en el que el vigor y élan de la investigación internacional no había sido echados a pique todavía por 40 años de catástrofes. Tuve la suerte particularmente de que no necesité permanecer mucho tiempo como auxiliar en una factoría científica moderna, haciendo lo que me dijeran, aceptando los problemas que me plantearan mis superiores, y conservando mi propio cerebro incommendam, como un vasallo medieval conservaba sus feudos. De haber nacido en este sistema feudal actual del intelecto, mi opinión es que no habría llegado muy lejos. Desde el fondo de mi corazón compadezco a la generación presente de científicos, muchos de los cuales, de grado o por fuerza, están condenados por el espíritu de la época 91Lb8j21xvL.jpga ser lacayos intelectuales o esclavos de un horario». ¿Quién no suscribiría las palabras de Wiener? ¿Quién no hubiera preferido anteponer a todo su propia libertad creadora, disponer del necesario ocio, vivir y gozar de unos mejores tiempos? Lo que debemos preguntarnos, a continuación, es si aquellos tiempos fueron verdaderamente mejores o lo fueron sólo para unos cuantos y en qué sentido. Las ciencias sociales como forma de brujería es, por todo lo que hemos dicho, un libro apasionante. Posee una virtud, a mi entender, esencial: es un libro que pretende alcanzar la libertad de crítica, virtud de la que los actuales representantes de las ciencias sociales acostumbran a carecer. No importa que sea injusto, que provoque, que sea incluso reaccionario en muchas ocasiones, pretencioso, deficiente o simplista. Andreski en un Don Quijote ante los molinos. Por todo ello, creemos que es un libro necesario, justo en el conjunto y falso en muchas de sus partes, sofista, aunque convincente en sus resultados. 

[Joaquín MARCO. «Ciencias sociales y pseudociencia», in La Vanguardia (Barcelona), 14 de marzo de 1974, p. 49]