✍ Historia crítica de la literatura argentina (XI). La narración gana la partida [2000]

por Teoría de la historia

la-narracion-gana-la-partida-noe-jitrik-elsa-drucaroff-12337-MLA20057995132_032014-FPresumiblemente dentro de los estudios literarios, las historias de la literatura se cuentan entre los proyectos intelectuales y críticos de más largo aliento y mayor envergadura: pertenecen a esa clase de obras que no podemos dejar de admirar por su monumentalidad. No menos presumiblemente, este tipo de monumentalidad lograda remite de un modo directamente proporcional con el esfuerzo requerido por lo que encarar el proyecto de escribir una historia de la literatura supone sortear todo tipo de dificultades. Esta condición general, entre nosotros, los argentinos, se extrema, se agudiza al punto tal de que cada intento de historizar se convierte en el inicio de aquel viaje “entre sombras y escombros” al que aludía Ricardo Rojas a principios del siglo que termina. El enunciado de Rojas leído retrospectivamente adquirió valor profético. Las sombras y los escombros referidos en las palabras preliminares de la primera historia de la literatura argentina de algún modo prefiguran las adversas condiciones sociales de producción de un proyecto de tal importancia en la Argentina. Pensemos que hasta este momento sólo son tres las historias completas de la literatura argentina. Quizás por estas razones, el proyecto encarado por Noé Jitrik en su calidad de director general de la obra y secundado por todos los colaboradores de una Historia crítica de la literatura argentina que cierre el siglo XX no sólo constituye un aporte valiosísimo para el campo de los estudios literarios sino también el conjuro a cierto estado generalizado de malestar en la cultura argentina. Las sucesivas apariciones de los volúmenes décimo “La irrupción de la crítica”, en 1999, y del undécimo, “La narración gana la partida”, en el 2000, representan unas de las concreciones críticas más alentadoras de los últimos tiempos en nuestro país. De un modo programático en ambos volúmenes se privilegia menos la dimensión cronológica que la elección de un eje temático para construir el período analizado. En ambos casos el eje se anuncia tematizándose en el título del volumen. En “La narración gana la partida”, dirigido por Elsa Drucaroff, la certeza de que “la narración se impuso con una legitimidad particular, adquirió un prestigio específico en un imaginario de expectativas ligadas a una gran expansión de la escritura y a una no menos fuerte problematización de la lectura” (8) es la premisa básica y fundamental a partir de la cual se construye el período que “habría comenzado hacia la segunda mitad de los sesenta, se volvió intenso durante los setenta y sin duda mantiene efectos fuertes hasta ahora” (8), y se elaboran los criterios que regulan la selección y constitución del corpus de los textos literarios y los autores analizados. Centrado exclusivamente en el análisis de la narración, este volumen piensa la historia de la literatura en los términos de evolución literaria de la que hablaban los formalistas rusos. La literatura argentina es revisada desde su propia evolución interna: lo que importan son los cambios producidos a partir de un momento dado en el interior de un género literario en particular. Podríamos decir, para simplificar, que este volumen narra un episodio fundamental dentro de la historia de la narrativa argentina: el que se produce a partir del auge y la consolidación de la novela en tanto género hegemónico de la producción literaria: qué formas nuevas va asumiendo la narración durante este período, con cuáles del pasado las inflexiones nuevas entran en conflicto y cómo se tensan entre sí; estas, entre otras, son algunas de las preguntas que el libro se propone contestar. Resulta interesante la decisión metodológica de postular la historia inmanente de la literatura como el punto de vista privilegiado para la lectura del período porque por esa vía se consolida el derecho que tienen el arte y la literatura a una autonomía relativa respecto de fenómenos sociales, históricos externos y ajenos. Lo que queremos decir es que proponiéndose hacer la historia de la narrativa vista desde adentro a partir de sus propias preguntas, sus propios cambios y movimientos, este volumen logra crear un efecto de percepción de la complejidad que caracteriza a los fenómenos literarios y estéticos en sí mismos y a la vez tomar distancia de una perspectiva muy frecuentada por la crítica literaria según la cual las vicisitudes de la historia de la literatura son analizadas como meros reflejos de lo que pasa en la Historia con mayúsculas, es decir la dimensión política y social. A partir de esta decisión temática pero también metodológica, en este volumen podemos leer el ejercicio de la resistencia a pensar los modos de relación entre la literatura y lo social en términos de subordinación de la primera a la segunda. Pero esto no equivale de ninguna manera a aislar lo literario de lo social completamente ni a abolir la dimensión social, ideológica y hasta política de los hechos literarios. Más bien se trata de encontrar otro modo que no sea ni determinista ni ahistoricista para analizar la relación entre la literatura y la sociedad, problema que se cuenta entre los más acuciantes de la teoría y la crítica literaria del siglo XX. La búsqueda encarada lleva a ensayar un modo más justo, en el sentido de hacer justicia con la literatura, ya que ésta no debe resignar sus propias prerrogativas en nombre de una dimensión social cualitativamente jerárquica. Las lecturas críticas que alcanzan la resolución más eficaz de este problema son aquellas en las que se propone algún tipo de relación dialéctica entre las formas de la literatura y los fenómenos sociales. Inevitablemente pienso en el inteligente trabajo de Martín Kohan “Historia y literatura: la verdad de la narración” en el que se propone analizar cómo la literatura se ha acercado al discurso histórico como una forma de acentuar la mediación con lo real y no de construir una representación más inmediata, “no como un atajo que le permitiera cortar camino, sino como un rodeo que se lo alarga” (245) bajo el siguiente paraguas teórico: “Si bien los condicionamientos de la coyuntura histórica delimitan posibilidades tanto en lo que concierne a la producción como a la circulación literarias, la literatura sigue también el desarrollo relativamente autónomo de su propia historicidad” (248), o en el trabajo de José Luis de Diego dedicado al análisis del exilio como una situación que marca en varios sentidos a la producción narrativa argentina de la época en el que subraya la aparición y configuración de formas breves como uno de los efectos en la escritura producida por el exilio. Como sabemos, existen vasos comunicantes entre la historia de la literatura y el canon de una literatura nacional. La historia literaria junto con la crítica y la enseñanza de la literatura contribuyen a la conformación del canon y la tradición literaria sigue determinados presupuestos estéticos pero también ideológicos y políticos. Es interesante analizar el modo en que este volumen de la historia crítica desafía el canon literario a través de una perspectiva, que podríamos llamar “posmoderna”, cuestionadora no sólo de las operaciones excluyentes y discriminatorias ejecutadas por el canon en nombre de valores concebidos como universales y esenciales sino también de sus efectos perniciosos para el campo literario; en definitiva, el canon pensado como un dispositivo que cepilla, en el sentido de barrer y alisar, las diferencias entre los textos, los autores, las lenguas en nombre del eurocentrismo masculino, blanco y occidental. “La narración gana la partida” opera sobre el canon de la literatura argentina rígido y autoritario desterritorializándolo a través de la incorporación de obras, géneros y autores frecuentemente excluidos. La revisión de la narrativa argentina incluye no sólo las “grandes obras consagradas” de autores como Puig, Cortázar, Piglia, Saer, o las de escritores en proceso de legitimación como Rodolfo Walsh u Osvaldo Lamborghini sino también las narraciones de mujeres, los géneros menores como el policial, el fantástico y la ciencia ficción, las historietas, etc. Expandir los límites de un campo que hasta ahora había permanecido muy cerrado produce indiscutiblemente un efecto democratizador en la medida en que habilita la inclusión de obras hasta ahora ignoradas, resistidas por la crítica académica universitaria a causa de no responder a sus criterios de lectura más o menos rígidos. Pensemos, por ejemplo, en la inclusión de las narraciones de Osvaldo Soriano, Miguel Briante, Ana María Shua, Angélica Gorodischer, entre otros. Resulta más que interesante por su variedad y multiplicidad, el corpus literario que se compone en el volumen. Se rescatan autores hasta ahora olvidados como el escritor polaco exiliado en la Argentina Witold Gombrowicz, o Rodolfo Wilcock; a la vez que no se descuidan “figuras” literarias de la época como Puig, Piglia, Saer y, para incrementar el efecto de diversidad, mezcla y contaminación, debemos señalar que se extienden las fronteras del dominio literario hasta sus orillas colindantes con la cultura massmediática en las que habitan escritores como Alejandro Dolina, Roberto Fontanarrosa, Landrú. Creemos saber cuánto ha ganado la literatura argentina con esta operación de flexibilización del canon con la inclusión de la literatura infantil, la humorística y de ciertos textos escritos por mujeres. Sin embargo, nos permitimos dudar acerca de los beneficios que reporta la por lo menos curiosa inclusión de autores como Poldy Bird o Jorge Asís. En esta dirección y en relación con la flexibilización del concepto “literatura”, en el volumen se produce una puesta en escena de las aristas más problemáticas y conflictivas, las sombras que acechan a las operaciones posmodernas relativas al canon; nos referimos a la suspensión del juicio valorativo que permite la inclusión de autores como estos. Este déficit hablaría menos de una falla de este volumen en particular que de uno de los riesgos propios de la postulación del relativismo axiológico y estético que caracteriza a la sensibilidad posmoderna. En el peor de los casos este riesgo consiste en el olvido de la literatura en nombre de una política de democratización de un territorio hasta ahora fuertemente custodiado. La heterogeneidad permea todas las capas de este libro: no sólo caracteriza al corpus de textos y textualidades escogidas para el análisis sino también a los criterios teóricos y críticos utilizados. La multiplicidad de puntos de vista garantiza una perspectiva compleja y dinámica de la narrativa argentina que permite poner en evidencia las distintas caras de un mismo fenómeno: por ejemplo, el boom de la literatura latinoamericana es leído como una tendencia poética que se proyecta en las narraciones de Tomás Eloy Martínez y Osvaldo Soriano pero también como un fenómeno editorial en el que se urde una trama peculiar entre literatura y mercado. Como con el movimiento del caleidoscopio, cada artículo forma una figura diferente. Esta heterogeneidad de criterios por momentos recae en cierto eclecticismo crítico pero por sobre todas las cosas produce de nuevo el efecto de mezcla y contaminación de los más diversos puntos de vista; en una perspectiva global de la lectura se constata que ciertos ademanes estructuralistas y narratológicos, verdaderos resabios del pasado, conviven con perspectivas sociológicas y problemáticas teóricocríticas actuales que crean las condiciones de legibilidad de autores hasta ahora no leídos. Pensamos por ejemplo en el trabajo de Alberto Giordano y Judith Podlubne sobre Rodolfo Wilcock y Héctor Bianciotti a partir de la cuestión del descentramiento cultural y la extraterritorialidad lingüística que les permite indagar estas narraciones argentinas escritas en italiano y francés, respectivamente; los usos aplicativos de la teoría se rozan con los más estimulantes que optan por problematizar sus presupuestos en lugar de convertirlos en herramientas. Recordamos el ensayo de Adriana Mancini y Enrique Foffani en el que la problematización y desterritorialización del concepto de regionalismo es la clave que permite la lectura de las narraciones de Juan José Saer y Héctor Tizon como ejemplares de una literatura de “región sin regionalismo”. La flexión crítica también se inscribe en el balance sobre “las ventajas y desventajas de los análisis feministas en los estudios literarios” que abre el artículo de Elsa Drucaroff donde las potencialidades de este modo de leer son enfatizadas desde una perspectiva dispuesta a problematizar los paradójicos efectos represores que pueden tener las perspectivas feministas que se aferran sólo a consignas dogmáticas. También pensamos en el agudo trabajo de Luis Chitarroni en el que la narrativa de Néstor Sánchez, Ricardo Zelarrayan y Osvaldo Lamborghini es analizada en tanto literatura del borde, del límite, “un límite que no tiene que ver con la ilegibilidad sino con la ‘tensión’, con un llevar hasta un extremo las posibilidades del lenguaje” (161) y en el que el análisis de estos textos se vuelve la ocasión para que Chitarroni en un movimiento autorreflexivo indague de un modo tan lúcido como descarnado cuáles son las condiciones de posibilidad de la crítica literaria. Por último, no queremos dejar de aludir a la perspectiva melancólica —no nostálgica— desde la que Horacio González construye una semblanza de “editor-lector apasionado de libros” alrededor de la figura de Francisco Porrúa, el editor de Sudamericana —descubridor de Cien años de soledad. A González no sólo le interesa rendir un homenaje a Porrúa sino también enfatizar en su figura la alegoría del editor que ve acabar su tiempo. Subraya el sentimiento de pérdida y así sugiere un juego de luces y sombras entre las condiciones de la época analizada y las del presente. Si en los años ‘60 en la Argentina, la relación entre la literatura y el mercado editorial era intensa y luminosa, en la actualidad esa relación está oscurecida por las sombras que proyecta el capitalismo feroz de fin de siglo. Un grupo de más de treinta críticos de diversa procedencia institucional y hasta geográfica colaboran en la escritura de este volumen de la historia crítica de la literatura argentina. Sus voces se entretejen componiendo una verdadera polifonía en la que algunos tonos armonizan entre sí y otros se crispan pero el resultado final es la configuración de una voz colectiva que ensaya un relato de la narrativa argentina. Quisiéramos terminar parafraseando las palabras de Jaime Rest. Este interesante libro recorre la mansión de la narrativa argentina con su multitud de aposentos: algunos espaciosos, brillantes y activos como las novelas de Héctor Tizon, Andrés Rivera o Juan José Saer; otros revelan empañado su pretérito esplendor como los textos del realismo mágico de Daniel Moyano o la resonante Rayuela, y hasta los recovecos del cuarto en donde murmuran los textos femeninos juntos a los de Wilcock y Gombrowicz. Este recorrido configura un mapa; o mejor dicho, para seguir con la metáfora de Rest, traza un plano de la mansión narrativa. Paradójicamente este plano es menos una descripción que una narración. La historia de la narrativa argentina de los años ‘60 y ‘70 es en sí misma un muy buen relato ya que cuenta con todos sus ingredientes: una intriga llena de personajes, tensiones, conflictos y dilemas. Y en ese sentido, nos da gusto pensar que la narración vuelve a ganar la partida y que probablemente ese logro sea una forma de la felicidad para quienes escribieron esta compleja historia narrativa.

[María Celia VÁZQUEZ. «Noé Jitrik (director de obra), Elsa Drucaroff (directora de volumen). La narración gana la partida. Historia crítica de la literatura argentina. Buenos Aires: Emecé, 2000» (reseña), in Revista Iberoamericana (Pittsburg), vol. LXVII, nº 197, cctubre-diciembre de 2001, pp. 805-809]