✍ Historia del pensamiento chino [1997]

por Teoría de la historia

A pesar de la globalización mercantil dominante, que amenaza con uniformizar la diversidad cultural del planeta, resulta difícil negar los síntomas que sugieren un creciente interés por otras formas y realidades culturales. Son muchas las tribunas desde las que se exige con creciente intensidad la ruptura de unos límites, casi siempre lindantes con el prejuicio, que se perciben ahora dañinos para la evolución y el progreso de nuestra civilización. Pero esa fascinación por las formas extremas de alteridad cultural se ha traducido a menudo en una estéril búsqueda de lo exótico que, lejos de producir un verdadero acercamiento, ha procurado más bien un mayor desconocimiento recíproco. Debido en parte a que históricamente los vínculos entre España y los países de Extremo Oriente no han sido relevantes (sin olvidar los aciagos efectos de un etnocentrismo aún vigente), lo cierto es que las instituciones académicas españolas han marginado hasta hoy el estudio escrupuloso de las culturas asiáticas propiciando así su tratamiento superficial a manos de un «orientalismo» carente de rigor científico y escaso de valor intelectual. La reciente creación de los estudios de Asia oriental en varios centros universitarios de Madrid y Barcelona invita a creer que esa situación ha comenzado a cambiar. La publicación del ingente proyecto realizado por la sinóloga francesa Anne Cheng debe situarse, a mi juicio, en ese proceso de cambio. Este valioso estudio viene a aumentar la oferta de publicaciones disponibles en lengua castellana sobre China en un ámbito que, curiosamente, ha permanecido especialmente impermeable al diálogo cultural: la filosofía. Por mucho que en sus Lecciones sobre filosofía de la historia universal el mismísimo Hegel considerara que, al carecer de la necesaria antítesis entre el ser objetivo y el movimiento subjetivo hacia ese ser, la variabilidad en China era imposible y se empeñara además en condenarla a una suerte de estática reaparición de lo mismo (llegando incluso a expulsarla de la historia universal), la mirada atenta y sensible de Anne Cheng hacia el despliegue efectivo del pensamiento chino basta para prevenirnos contra ese error tan recurrente. Su trabajo recorre con minuciosa fidelidad la permanente sucesión de inflexiones, las múltiples modulaciones que caracterizan el devenir intelectual de China. La arquitectura interna de su propuesta presenta una estructura cronológica sólida y coherente en la que, como es lógico, el decisivo periodo clásico ocupa un lugar prominente. La autora describe con claridad y profusión el humanismo y la exigencia moral del proyecto confuciano, el impulso libertario y la vocación naturalista del taoísmo, las diatribas sofistas en torno al lenguaje, el realismo descarnado y el autoritarismo de los legistas Han Fei o Shang Yang, hasta alcanzar las teorías cosmológicas del Libro de las Mutaciones. Pero, a diferencia de lo que ocurre con otras obras o manuales sobre el pensamiento chino, el trabajo de Anne Cheng no se detiene ahí. Entre otros muchos aspectos, su ambicioso análisis comprende también las aportaciones metafísicas de la llamada «escuela del misterio» durante las dinastías Wei y Jin; la trascendental penetración del budismo hindú y su posterior reelaboración china en la dinastía Tang; las diferentes propuestas de reforma neoconfuciana a lo largo de las dinastías Song y Ming, a cargo de pensadores tan relevantes como Zhu Xi o Wang Yangming; así como los fundamentos del pensamiento moderno, cuyo surgimiento debe situarse en la novedosa relectura de los textos clásicos realizados durante la dinastía Qing por eruditos de la talla de Kang Youwei o Liang Qichao bajo la influencia parcial del pensamiento occidental. La exploración de ese colosal legado cultural se hace en este caso cediendo la palabra a las fuentes textuales, siguiendo de cerca la tradición exegética, acogiendo los eventos político-sociales más notables, y completando esa lectura con una abrumadora bibliografía secundaria producida por la sinología occidental y oriental durante las últimas décadas. En definitiva, Anne Cheng nos brinda una de las mejores síntesis de la historia del pensamiento chino, imprescindible a la hora de comprender la vitalidad de una inmensa cultura unitaria. Antes de concluir la valoración de este texto, me parece justo mencionar dos virtudes ajenas a las contribuciones de la autora. En primer lugar, cabe destacar la excelente versión castellana de la traductora y sinóloga Anne-Hélène Suárez; la precisión y la calidad de su tarea han sido reconocidas recientemente con el prestigioso premio de traducción Ángel Crespo. Y, en segundo lugar, resulta conveniente señalar también el exquisito trabajo realizado por Ediciones Bellaterra al haber añadido una bibliografía suplementaria con un listado completo de los materiales publicados en lengua castellana y catalana. El estudio del pensamiento chino no sólo procura la satisfacción de nuestra curiosidad intelectual, deudora todavía del espíritu colonial (o turístico) de quien se acerca a contemplar extravagancias indígenas. Al facilitar la penetración en un universo conceptual radicalmente diferente, la integración del pensamiento chino podría inaugurar una perspectiva inédita desde la que quizá nos fuera posible tomar conciencia con mayor lucidez del andamiaje, de los obstáculos y de las limitaciones que han forjado el sendero filosófico de nuestra propia tradición y, al mismo tiempo, aproximar el reto de un excitante renacimiento cultural. En palabras del sinólogo Simon Leys, China es sencillamente el otro polo de la experiencia humana…y no conviene ignorarlo por más tiempo. Por todo ello, la divulgación de este volumen es a todas luces una excelente noticia.

[Albert GALVANY. «Pensar la alteridad», in El País, 27 de diciembre de 2003]

Considerada como una de las mejores sinólogas en Europa, Anne Cheng repasa la evolución e influencia del pensamiento chino y sus vínculos con la historia de su país y del mundo. Una manera de entender mejor China y las ideas de Confucio y su resurgimiento desde el punto de vista ético y estético. En una reciente conferencia en la Universidad Autónoma de Barcelona, que celebra el Año de Asia Oriental, la sinóloga Anne Cheng, autora de Historia del pensamiento chino (Bellaterrra), aborda una cuestión que se debate desde principios del siglo XX: ¿puede hablarse realmente de filosofía china?, ¿qué implicaciones tiene encajar la tradición intelectual china en un concepto que le fue ajeno hasta hace poco más de un siglo?

-Actualmente, China constituye un gran centro de interés, en parte debido al desarrollo económico de los últimos años, desarrollo que se asocia a un resurgimiento del confucianismo. ¿Cómo analiza este fenómeno?

-Los «ismos» parecen prácticos, pero enmascaran la realidad. El término «confucianismo» es un neologismo occidental sin equivalente en la lengua china, que habla de «escuela letrada». Confucio vivió entre los siglos VI y V antes de nuestra era. Su enseñanza fue instrumentalizada tres siglos después al instaurarse el imperio centralizado. El «confucianismo» abarca una compleja realidad histórica, institucional, social, cultural, desarrollada durante dos milenios (el imperio dura hasta 1911). Su resurgimiento moderno tiene cerca de un siglo: tras la caída del imperio, muchos letrados versados en cultura clásica confuciana quisieron renovar el confucianismo, releyéndolo a la luz de los textos tradicionales chinos, principalmente budistas, y de textos occidentales que ejercían una influencia creciente desde el siglo XIX. Hacia 1920 se perfilan dos grandes corrientes; el movimiento del 4 de mayo, una especie de Revolución Cultural avant la lettre impulsada por estudiantes e intelectuales occidentalistas, que percibía el confucianismo como el principal factor del retraso de China; y otra corriente menos vociferante que intentó revisar esa tradición confuciana. Es el Nuevo Confucianismo Contemporáneo (NCC). Tras la llegada del comunismo en 1949, los intelectuales del NCC deciden irse a Taiwan o a Hong Kong, donde intentan reconstruir un confucianismo adaptado al hombre moderno. Este movimiento que desemboca en la propuesta de un Tu Wei-ming, arraiga en la élite china de Estados Unidos. Es un confucianismo globalizado. A través de esa figura emblemática y mediática -una especie de tele-evangelista del nuevo confucianismo que propugna un humanismo para el hombre moderno del mundo entero-, el NCC participa en lo que sucede en China en los años ochenta. Es una mutación importante que se inicia en los llamados «cuatro pequeños dragones» (Taiwan, Singapur, Japón y Corea del Sur), y pasa a China continental poco después del final de la Revolución Cultural. China Popular estaba huérfana de la figura tutelar de Mao y, al mismo tiempo, en un campo de ruinas, la Revolución Cultural había arrasado sus tradiciones. Entonces empezó a hacer mella el discurso ideológico sobre los valores asiáticos, identificados con el confucianismo, que sirvió para explicar el milagro económico. Incluso comunistas serios se adhirieron a esta tesis: ese súbito desarrollo que parecía surgir de la nada se debía a la cultura confuciana (valoración del trabajo, de la educación, la solidaridad familiar […] En un giro completo, el confucianismo pasó de ser considerado -por chinos y occidentales, como Max Weber- como freno para el desarrollo económico a convertirse en factor de un desarrollo específicamente chino y del mundo sinizado. China continental encuentra en él una explicación ideológica que conviene a los dirigentes autoritarios de Pekín: si la sociedad está enfrascada en un desarrollo capitalista salvaje, no se ocupa de política; es estable, fácil de controlar, etcétera. Todo ello se atribuye al «confucianismo».

-¿Puede hablarse de filosofía china?

-La reapropiación de la tradición intelectual china (confucianismo, taoísmo y budismo) a principios del siglo XX se inscribe en un esfuerzo para construir una filosofía china con historia propia. Se hizo pasando por Japón. En el siglo XIX, Japón fue el primero en Asia oriental en querer asimilar la fuerza de la modernidad. Crearon la palabra tetsugaku para el concepto occidental de filosofía. Esa palabra pasó a China, pronunciada zhexue, donde siguió derroteros distintos: si los japoneses consideraron que no existía una filosofía japonesa anterior a la filosofía moderna, los chinos decidieron aplicar el concepto a su propia tradición reinventada, adaptándola a los criterios que veían representados principalmente en la filosofía alemana llegada vía Japón. Así, uno de los grandes nombres del NCC, Mou Zongsan, releyó toda la tradición china en términos kantianos, para demostrar que Mencio, por ejemplo, pensó los problemas planteados por Kant mucho antes y mejor que Kant. Los intelectuales chinos intentaron equiparse con el dispositivo que, según ellos, constituía la potencia de Occidente, culminando una evolución iniciada en la Europa de las Luces, o antes, con los misioneros, que presentaron el corpus confuciano como equivalente de la filosofía occidental, y a Confucio como gran filósofo. Esta sinomania se invierte con la Revolución Francesa y en el siglo XIX: en Europa, la filosofía se institucionaliza, entra en las universidades, los filósofos se convierten en profesores. Los filósofos alemanes son prototípicos. Así llegó a China, al tiempo que, en Europa, China desaparecía del campo filosófico. En el siglo XIX, sobre todo con el romanticismo, Europa se busca un origen único: Grecia, excluyendo al resto del mundo -China en particular- de la filosofía. Actualmente se redistribuyen las cartas. China tiene un papel importante y aspira al de líder. La posición de su filosofía sigue este movimiento. Hay una reivindicación de reconocimiento cada vez más exacerbada y multiforme. Algunos intelectuales, conscientes de las aporías en que desembocan las experiencias anteriores, se preguntan: «¿Por qué cargar con el término filosofía? Tenemos una tradición específica». Pero de esta postura a un discurso nacionalista no hay más que un paso. Y muchos de estos intelectuales, incluso los más críticos, no son conscientes de estar dando ese paso.

-¿Qué opina de la filosofía comparada, deudora del proyecto intercultural tan en boga?

-Precisamente, esa especificidad china irreductible encaja bien con las tesis elaboradas en Estados Unidos sobre el choque de civilizaciones. Yo metería en un mismo saco esta forma apocalíptica y fundamentalista de pensamiento del fin del mundo debido al choque de civilizaciones, y ciertas empresas comparatistas que, so pretexto de establecer paralelismos y diálogos caen en el mismo tipo de esencialismo. Me parece una visión reductora de la vida de las culturas, tan lábil: las culturas se interpenetran constantemente; no se pueden aislar como objetos colocándolas frente a frente. Los efectos de espejo China-Grecia, China-Europa son estériles. No permiten comprender; al contrario. Incluso pueden ser peligrosos: manipulados por gente poco cauta, desembocan directamente en el choque de civilizaciones.

-¿Qué debaten los pensadores chinos contemporáneos?

-Los medios de comunicación occidentales se extasían ante el milagro económico chino y, por otra parte, remachan que los intelectuales chinos están amordazados. Hay control, pero eso no significa que no haya reflexión ni debate. Hay un movimiento de ideas, aunque muchos intelectuales se interesan sólo por las ideas occidentales, muy influidas por la intelligentsia americana. Conocen bien a Derrida y a Foucault, pero pasados por Estados Unidos. Por una parte, hay esta fascinación por lo que agita los círculos intelectuales globalizados; por otra parte están los intelectuales que se interesan por los orígenes tradicionales. A éstos les cuesta separar la explotación ideológica de la reflexión crítica. Hay cierta búsqueda de fundamentalismo culturalista y, al mismo tiempo, de recursos para pensar una sociedad estable en «armonía». Se trata de poder seguir llenándose los bolsillos sin que haya revuelta social. La sociedad china actual tiene muchos factores de inestabilidad, de desigualdad; por eso, de momento, el régimen es lo bastante autoritario para eliminar de raíz cualquier veleidad de revuelta social.

-¿Qué queda entonces de la enseñanza de Confucio?

-Prácticamente nada, pero eso desde los inicios de la era imperial, cuando fue instrumentalizada. El proceso es similar al que sufrió el mensaje de Cristo al institucionalizarse y ser utilizado para justificar todo tipo de horrores. El confucianismo se ha convertido en ideología de un régimen autoritario que, además, cultiva un nacionalismo exacerbado. La China del siglo XXI está tomando la revancha por su pasado de subordinación respecto a las potencias occidentales. Proliferan los discursos oficiales sobre la grandeza de la cultura china -que se remonta, de modo inflacionista, a 4.000 o 5.000 años- de quienes en realidad apenas la conocen. Es un fenómeno ideológico. Confucio proponía una ética exigente, pero fácil de practicar, sin imperativos categóricos, sin dogma. Partiendo de uno mismo, se llega a la vida en comunidad y en el mundo. Los pensadores chinos de la antigüedad nunca pensaron el hombre como algo separado del mundo natural. Somos parte del mundo, pero esa parte podemos y debemos hacer que sea lo mejor posible, en aras de la convivencia humana y del equilibrio en el mundo. En esto radica la gran fuerza de la enseñanza confuciana. Aún hoy es posible reconocer a un ser confuciano: tiene un agudo sentido de la relación justa con su entorno. Aprovecho para destacar la dimensión estética de la ética confuciana. Radica en esa justedad, la misma que buscan los grandes calígrafos, hasta tal punto que se considera tradicionalmente en China que el arte caligráfico refleja no sólo el carácter de la persona, sino su calidad humana. En toda la estética china se valora la justedad del gesto, tanto en el tiro al arco, como en la caligrafía, o en la pintura, en las prácticas, digamos, psicofísicas. En la relación entre uno mismo y su entorno existe un acorde que requiere desarrollar un buen oído, lo que Confucio dice haber logrado a los sesenta años. La ética confuciana no es exigencia rigorista de privación para alcanzar la santidad, sino realización, plenitud, búsqueda de la armonía en la relación con los demás y con el mundo. Cuando los textos antiguos hablan de dao, no hablan de algo trascendente ni místico, sino del funcionamiento del cielo, de la belleza equilibrada de los ciclos de los planetas a los que se conforman las actividades humanas. Puede parecer un ideal campesino, pero el mensaje confuciano es capaz de superar las especificidades culturales. Sin llegar a vender humanismo universal como Tu Wei-ming, creo que la persona confuciana no tiene por qué ser china.

[Anne-Hélène SUÁREZ. «China es importante en el origen de Europa» (entrevista con Anne Cheng), in El País, 4 de marzo de 2006]