✍ Vivre l’histoire [2011]

por Teoría de la historia

lucien-febvre-vivre-l-histoire,M19703En una edición buena, barata y fácil de manejar a pesar del número de páginas de la publicación, con todos los índices necesarios para hacer del propio libro un instrumento de investigación, y bajo la responsabilidad de dos verdaderos especialistas en la obra de Lucien Febvre —Brigitte Mazon es la responsable de la organización de los archivos del gran historiador y Bertrand Müller es bibliógrafo e intérprete de Febvre y responsable de la edición científica de su correspondencia con Marc Bloch—, se puede hoy disponer en un solo volumen de dos de las grandes obras de crítica histórica del notable historiador francés, uno de los fundadores de los Annales y en buena medida el responsable del programa de investigaciones históricas que durante el siglo XX caracterizó lo que con más o menos justicia se llamó la “escuela histórica francesa”. El volumen reúne dos grupos de escritos de Lucien Febvre —aunque los dos grupos de textos son semejantes en su naturaleza crítica—: de una parte el clásico Combats pour l’histoire, del que existe en castellano una edición (aunque incompleta) publicada en 1970 y reimpresa en 1986 y 1993, fechas después de las cuales parece decrecer en América Latina todo el interés anterior por la llamada Escuela de los Annales, hoy olvidada bajo el peso cuasi hegemónico de las orientaciones designadas como “postmodernas”; de otra parte Pour une histoire à part entière, texto del que en castellano no se conocen hasta el presente sino algunas pocas líneas, a pesar de su importancia historiográfica y a pesar de encontrarse ahí muchos de los temas “interdisciplinares” que se repiten, por ejemplo, en los conocidos ensayos de Fernand Braudel sobre historia y ciencias sociales —ellos sí muy difundidos en castellano— y no pocas de las aperturas de la historia social y cultural, que hoy aparecen cargadas de tanta novedad para una generación de jóvenes historiadores que, poco familiarizados con las obras clásicas de la disciplina, realizan descubrimientos que en realidad tienen ya una cierta historia (por ejemplo la historia de las sensibilidades o la historia de los sentimientos). Combats pour l’histoire fue en su época (la primera edición se hizo en 1953) la recopilación que Lucien Febvre hizo de algunas de sus cientos de reseñas. El libro pues fue pensado y organizado por el propio autor y sus secciones internas son una guía sobre la forma misma como Febvre veía su trabajo de crítico, de organizador colectivo de trabajos y de pionero que va indicando problemas y soluciones a una disciplina en construcción. Pour une histoire à part entière es por el contrario una recopilación realizada, con gran cuidado, por los editores del volumen, a partir de la organización misma que Febvre había hecho de sus carpetas, lo cual permite que el volumen pueda tener una forma no muy alejada de lo que pudieron haber sido los designios del maestro. Lo que domina el conjunto del volumen es la idea de crítica —una idea que no se encuentra alejada de la manera como Lucien Febvre entendía la tarea propia del historiador, según lo dan a entender sus grandes obras: sus trabajos sobre Rabelais o sobre el Franco-condado, por ejemplo, o su introducción a una “geografía histórica”, algo avejentada hoy, pero no menos importante en su época—. Febvre por su cuenta había hecho suya la idea de Nietzsche de que el “historiador se ocupaba ante todo en contradecir”, pero no en el sentido de los niños y los adultos malcriados que encarnan el peor uso del “principio de contradicción”, sino a la manera juiciosa de quien ha querido encarnar el papel del pionero que vela por la suerte de una disciplina que compromete enteramente su vida, ya que el análisis histórico no se separa en Febvre de su vocación republicana. Según escribe el autor, su examen crítico permanente de las piezas que se fabrican en el taller de Clío tiene ante todo como propósito “ofrecer algunos servicios a mis compañeros, sobre todo a los más jóvenes”, una observación que no parece ser solamente un gesto retórico detrás del que se esconde la figura del “mandarín”, sino la muestra de una disposición de ánimo permanente y la ratificación de su idea de que las dificultades de constitución sobre bases firmes de un disciplina no pertenecen a su prehistoria, sino a su propio presente, siendo “conquistas frágiles”, que deben ser vueltas a examinar cada cierto tiempo, a la luz de las propias consideraciones que se hacen sobre el avance de la disciplina y sus nuevas realizaciones. No hay pues en la visión de Febvre —y es un punto que resalta de sus innumerables reseñas y en su examen de su “propia conciencia de historiador”— ni asomo de la idea de que él y Bloch, y algunos otros —a quienes siempre cita—, han creado las bases eternas de una construcción cuyos fundamentos no habría que volver a pensar cada cierto tiempo, como sí ocurrió a lo largo de todo el siglo XX con el llamado “materialismo histórico”, del que sus cultores y defensores se hicieron la idea ingenua de que los “padres fundadores” en el siglo XIX habían puesto las bases, y que la tarea era simplemente desarrollar la doctrina y vigilar el cumplimiento de la ortodoxia. A propósito de este asunto, en el volumen se incluyó, por fortuna, una simpática breve reseña que Febvre hizo de una edición francesa del libro de Federico Engels Las guerras campesinas en Alemania, presentado por una editorial marxista, cien años después de su aparición, como la “última instancia” de análisis sobre los levantamientos campesinos. Febvre dirá, con ironía justificada, que el libro nos ilustra sobre Engels —sobre sus limitaciones en el plano del análisis—, antes que informarnos sobre las guerras campesinas; aunque se debe decir que, en un balance de conjunto, Febvre se muestra conocedor de Marx y en parte admirador de muchos de sus análisis, aunque de hecho no comparta de manera global esa perspectiva y ponga de presente en muchas de las páginas del libro las evidentes exageraciones y simplificaciones del “marxismo”, sobre todo cuando se trata de los fenómenos designados como “superestructurales” (en particular la ciencia, la filosofía y la literatura). Aunque los Combates por la historia han sido a veces malinterpretados, como si el título tradujera de inmediato una forma “militante y partidista” de entender el oficio del historiador, desde los primeros capítulos del libro —capítulos en los que Febvre establece su idea fundamental sobre los fines a los que puede servir el análisis histórico— queda claro que para el autor el compromiso se refiere ante todo a su convicción de que el análisis histórico sirve a la sociedad en la medida en que se afirma en la idea de rigor, de oficio bien realizado, de forma de trabajo compleja, opuesta a toda simplificación. Desde ese punto de vista la “causa de la historia”, para decirlo con una frase equívoca, no es diferente de lo que Pierre Bourdieu designaba —con una expresión igualmente poco adecuada— como la “causa de la ciencia”, es decir, el compromiso del sabio, más allá de sus afinidades electivas y sobre todo de sus afinidades electivas impensadas y de sus supuestos ocultos y no reflexionados, con eso que aproximadamente puede llamarse la “verdad”, reconocida ella de manera humilde y poco positivista como parcial, fragmentaria y siempre relativa, aunque incompatible con la idea relativista de que todo puede ser verdad y que en el “juego” de la ciencia “todo vale”. Desde luego que por provisional y fragmentaria que sea, por condicionada que esté por la época y por los intereses de los actores y de los analistas, hay un margen para establecer, respecto de un fenómeno determinado, por lo menos elementos de verdad, es decir de conocimiento efectivo, diferente del elemental sentido común, del prejuicio y del simple fantaseo gratuito. Combates por la historia es, en términos formales, un conjunto de reseñas de libros, de monografías, de recopilaciones de textos, de tesis doctorales, y en términos menos formales es la prueba de una atenta consideración crítica por todo lo que en una disciplina determinada va produciéndose, en este caso con la ventaja de que, a pesar de cierto “chovinismo” casi que consustancial a los galos, se presta firme atención a lo que ocurre más allá del Hexágono, o por lo menos se lo intenta, si se tienen en cuenta las limitaciones de información y de circulación de la información en esa época, muy distinta a la nuestra en el plano de la “circulación internacional de las ideas”. Pour une histoire à part entière no tiene un carácter diferente, a pesar de cierto aire de sistematicidad extrema que aparenta su índice. La perspectiva crítica es la misma, como lo muestran por lo demás muchas repeticiones de temas y motivos, pero se podría decir que la gran idea que rodea la obra es la posibilidad, tantas veces acariciada por Febvre, de una “historia total”. De esta idea se ha dicho, como se sabe, que se trata ante todo de un ideal, de una propuesta de trabajo, antes que de una realización cumplida; que se trata ante todo de una aspiración y de un impulso que sirve para que el análisis histórico no sea destrozado por la división del trabajo, la especialización y esa especie de coraza de refugio que constituye el “dominio de un periodo”. Posiblemente sea así. En Pour une histoire à part entière la idea de una “historia total” no es abordada de manera teórica, sino más bien presentada a partir de un núcleo que, en principio, debería ser evidente para todos los investigadores: el conjunto de relaciones visibles entre los objetos que constituyen y definen al conjunto de las ciencias sociales —dejando de lado en esta oportunidad la geografía, uno de los conocimientos más apreciados por Febvre y al que dedicaría un volumen completo—. El balance se extiende desde la economía, caracterizada como hermana inseparable del análisis histórico (conformando uno de los “polos” de la famosa ecuación: los hombres y el espacio, que definiría muchos de sus trabajos y de los trabajos de sus discípulos), hasta la psicología, pasando por la lingüística, estas últimas dos disciplinas que constituyeron parte central de los intereses de Febvre (recuérdese sus notables incursiones en lo que hasta hace un tiempo se llamó “historia de las mentalidades” y su costumbre de empezar la consideración de todo problema histórico con el análisis de la “palabra” y sus transformaciones de significado). Pero más allá de la determinación de las relaciones entre las disciplinas y la lucha contra las falsas fronteras, lo que ponen de presente los análisis de Febvre es la naturaleza integrada de los objetos y la constitución múltiple de todas las actividades humanas, desde el punto de vista de las dimensiones y los registros que entran en juego en cualquier práctica social, sin atender a falsas separaciones entre físico y espiritual, social y económico, político e ideológico o material y simbólico. Se trata —sin falsas analogías— de la misma concepción que Marcel Mauss desarrollaría en su famoso Ensayo sobre el don acerca del hecho social total. Del conjunto de textos de Febvre reunidos en estas más de mil páginas —que de todas maneras constituyen una selección y no el conjunto de las reseñas que Febvre escribió— recogidos en Vivre l’histoire, lo que emerge con claridad total, como lo anotamos al principio de estas líneas, es la idea de que la buena historia no puede alimentarse más que de la crítica constante —al tiempo equilibrada, justa y sin concesiones— de las obras que el trabajo de los historiadores va proponiendo a la consideración del lector. No parece haber duda de que la forma por excelencia de esa crítica no es otra que la reseña y el balance crítico, y la producción sistemática de “estados del arte” sobre cada uno de los problemas que propone la investigación histórica. De ahí la importancia, desde luego, de las revistas y su necesidad imperiosa para el avance de una disciplina. La tradición de “compte rendu” y de “Nota crítica a propósito de…”, que por años ha sido distintiva de la revista de los Annales, es la expresión de una forma de hacer, de una forma de intervenir en la coyuntura historiográfica, que tiene sus orígenes mismos en la obra de Marc Bloch y de Lucien Febvre y de quienes los acompañaron en la empresa de los Annales —la misma labor de crítica la ejerció Febvre en la Revue de Synthèse, la publicación de su amigo Henri Beer, al punto que buena parte de las reseñas incluidas en el libro no provienen de Annales sino de la revista de Beer—. En Colombia las revistas de historia empiezan a constituir una cierta tradición, pero no hay que exagerar: el número de las revistas de análisis histórico que cuenta desde el punto de vista de su calidad se puede contar con los dedos de una sola mano, y el número de reseñas que se incluyen parece muy inferior a una producción historiográfica que, sin que discutamos ahora sobre su calidad, es de lejos superior a la que despierta algún interés crítico. Con razón decía el historiador Malcolm Deas que en Colombia se escribían más libros de los que se leía, refiriéndose a una producción creciente, que poco eco encontraba, desde el punto de vista del examen crítico. Se trata de una tarea pendiente de la historiografía local, y sería altamente sospechoso de su evolución que el aumento del número de estudiantes de historia, la consolidación de maestrías y la aparición de doctorados no se correspondiera en un futuro cercano con el aumento de la actividad pública —visible— de análisis crítico de los resultados y esfuerzos de la disciplina. La lectura cuidadosa en las escuelas de historia de algunas de las reseñas innumerables de Febvre o de reseñas escritas con las mismas exigencias de calidad, espíritu crítico y conocimiento de los temas tratados, sería una formidable herramienta pedagógica en la formación de los historiadores jóvenes, y la posibilidad de acceder al dominio del “género” y sus reglas, a través del estudio de uno de los pensadores —¡y hay muchos otros!— que más han contribuido a la creación de una tradición en este campo. Pero la tarea es difícil, por múltiples razones, entre las cuales la primera que debe mencionarse se relaciona con el abandono en muchas escuelas de historia de la lectura de las grandes obras clásicas de la disciplina. Uno tiembla si se trata de interrogar a uno de nuestros estudiantes jóvenes sobre su conocimiento directo de obras de historiadores como Lucien Febvre. Cien veces he hecho en años recientes la experiencia, preguntando por la noticia que se tenga o no se tenga, por ejemplo, de La incredulidad en el siglo xvi. Ni el título se conoce. Pero el ejemplo se puede extender a Los reyes taumaturgos o al Mediterráneo en tiempos de Felipe II, obras de las cuales la gente solo tiene noticia por lecturas fugaces de comentarios más bien triviales como los de Peter Burke en su libro sobre la “Escuela de los Annales”; y los ejemplos pueden extenderse a otras culturas historiográficas y a otras lenguas, incluida la inglesa, en la que no se leen sino las novedades de última hora y siempre que tengan la forma de artículo reciente (y breve) de “journal”. Todo indica que hay una generación de estudiantes recientes de historia que se ha “liberado” de manera fácil de leer las “pesadas” obras que conforman las mejores tradiciones del análisis histórico del siglo xx. Liberarse de una tradición puede tener sus méritos. No hay duda. Liberarse por ejemplo en Colombia de las servidumbres de los análisis de la historia populista de Liévano Aguirre y dar un paso hacia los análisis fríos y detallados, a veces fuertemente cuantitativos, de Germán Colmenares, no hay duda de que constituye un gran avance. Pero la idea de que toda tradición mata, y la certidumbre de los jóvenes doctores de que el análisis histórico ha comenzado en el mundo con una reciente producción de quien fuera su director de trabajo de grado, o que, aún peor, la historiografía comienza con nuestros humildes trabajos, puede ser un regalo envenenado que no nos libera sino que nos empobrece. Volver a los clásicos —o ir a ellos por primera vez—, con simpatía pero no menos con un fuerte espíritu crítico, puede ser la oportunidad de cotejar nuestros puntos de vista con los de ellos y medir el grado mismo de “nuestra modernidad” historiográfica, tantas veces exagerada. El libro de Lucien Febvre que se reseña constituye un ejemplo en ese terreno. Cuando se superan las dificultades que plantea una lengua demasiado apegada a formas de escritura seguramente derivadas de su amor por Michelet, cuando se superan las barreras de estilo que nos separan de Febvre, cuando se pasa por encima de su tono a veces gruñón, el lector se encuentra con una de las versiones más sugestivas de la investigación histórica que uno pueda imaginar, pues no hay aspecto de la actividad humana que a Lucien Febvre no le pareciera interesante de examinar, en la perspectiva del historiador; no hay problema de análisis de los que estudian las otras ciencias sociales que no le resulte imaginable de llevar a las toldas del análisis histórico por excelencia (aquel que hace jugar el tiempo y las transformaciones), con gran provecho para el conocimiento amplio de los problemas de la sociedad y el individuo. Cuando se miran sus agudísimas observaciones sobre “psicología histórica”, cuando se examinan sus intuiciones sobre una historia del amor, de los sentimientos, de la sensibilidad; cuando se repasan sus sugerencias sobre cómo leer una fuente histórica, cómo acercarse a un testamento, sobre cómo integrar en la historia social las historias del arte, de la literatura y del pensamiento y se recuerdan las fechas tempranas de esas propuestas de investigación que muchas veces van más allá de las pequeñas novedades que se nos dan como los “insuperables” descubrimientos de hoy, no queda duda de que los clásicos son una gran compañía para enfrentar ese difícil “territorio del historiador”, sembrado de tantos interrogantes —verdaderos enigmas en ocasiones— que mantienen en la perplejidad nuestro espíritu. Por fortuna el historiador de hoy no tiene por qué caer en la trampa que opone los trabajos recientes a la gran herencia clásica y sabe, por ejemplo, que Febvre no se opone a Foucault, de la misma manera que Durkheim no se opone a Bourdieu ni a Chartier (de quien más bien se alimentan). A veces he soñado con la aparición de movimientos de resistencia estudiantil contra los más dogmáticos de sus profesores, que casi siempre resultan ser, al lado de los viejos marxistas de doctrina y misa diaria, gentes muy poco formadas en la tradición, poco conocedores de las grandes obras maestras del análisis histórico —entre ellas las de Marx desde luego— y convencidos de que el mundo del análisis histórico ha comenzado con ellos. Movimientos de resistencia estudiantil que tan solo aspiren a bibliografías más amplias, menos incompletas, menos apegadas al artículo de moda sacralizado, más plurales. Movimientos de resistencia estudiantil, de tipo cultural, que puedan conducir a lecturas independientes, críticas y autónomas, de ese legado fundamental que son los clásicos de la historiografía del siglo xx, hoy relegados al cuarto del olvido en beneficio de lecturas o bien frágiles y paisajistas, o bien repletas de jerga impenetrable, única razón de su prestigio.

[Renán SILVA. «Lucien Febvre. Vivre L’histoire. Paris: Robert Lafont-Armand Colin, 2009, 1109 páginas» (reseña), in Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura (Bogotá), vol. XXXVIII, nº 2, 2011]