❖ Tulio Halperin Donghi, historiador argentino [1926-2014]

por Teoría de la historia

sin-tc3adtuloPolémico, irónico, minucioso e imprescindible si se quiere entender de manera rigurosa y clara la historia argentina. Así fue Tulio Halperin Donghi, doctor en Historia, que murió ayer a los ochenta y ocho años en California, donde se radicó a principios de la década de 1970. La distancia jamás fue un escollo para sus investigaciones sobre la Argentina, a la que visitaba todos los años y sorprendía a sus colegas por estar informado de lo que sucedía de manera cotidiana. Abogado por la Universidad de Buenos Aires, era doctor en Historia, aunque sus inicios universitarios habían arrancado por Química. Halperin Donghi había nacido el 27 de octubre de 1926 en Buenos Aires y dedicó su vida a la enseñanza y a la investigación. Fue docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, decano de la Universidad Nacional del Litoral, profesor en Oxford y profesor emérito de la Universidad de California, en Berkeley, donde daba clases desde 1972. «Lo que lo vuelve a uno hacia el pasado es un interés que surge del presente. Pero, al mismo tiempo, una de las cosas que caracterizan el estudio del pasado es que lo que uno tiene que descubrir del pasado es que no es el presente», le explicó, en 2008, al periodista Carlos Pagni las razones de su inclinación por la historia, durante un reportaje con motivo de la publicación de Son memorias. Hasta sus colegas que no coincidieron con su manera de bucear en la historia y encontrar nuevas facetas a problemas ya analizados, manifestaron públicamente el golpe que les produce su ausencia. «Fue un intelectual de fuste que tuvo gran influencia en el campo historiográfico nacional, fundando escuela. Quienes disentimos de algunos de sus ejes temáticos e ideológicos aprendimos a respetar su capacidad intelectual, su formación académica y su virtuosismo polémico», admitió ayer Pacho O’Donnell, ex presidente del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego. Para el escritor Eduardo Sacheri, murió «un historiador imprescindible». Y la misma tristeza sintieron los integrantes de la carrera de Historia de la Universidad Nacional de Noreste (Chaco-Corrientes): «La comunidad de historiadores está conmovida por la noticia del fallecimiento de Tulio». Halperin Donghi, que había recibido la mención a la trayectoria del Premio Konex a las letras hace pocos días, lega una profusa producción bibliográfica, entre la que se destaca Historia social de América latina, Una nación por el desierto argentino, Revolución y guerra, La República imposible, y El enigma Belgrano, su último trabajo, publicado hace pocas semanas. También deja en el aire su dolor por la sucesión de frustraciones sociales y políticas de su país: «Ya me acostumbré a la idea de que la Argentina es peronista y debo decir que a esta altura estoy tan vencido por la vida que no me molesta en absoluto», dijo en una oportunidad en la que fue consultado por los medios sobre la institucionalidad de los últimos 70 años. «La Argentina fue realmente, como apuesta, una de las más audaces que ha habido. Porque la idea de hacer un país nuevo, no renovar una sociedad sino crear una sociedad, que en buena medida se hizo, no salió bien. No hay vuelta que darle.» La frase resuena en su ausencia.

[María Elena POLACK. «Tulio Halperin Donghi», in La Nación (Buenos Aires), 15 de noviembre de 2014]

1114_tulio_halperin_donghi_g2_ced.jpg_1508290738Ayer, 14 de noviembre, a la una de la madrugada, murió en Berkeley el más grande historiador argentino, Tulio Halperin Donghi. Hace menos de un mes, durante toda la tarde, leí su último libro, El enigma de Belgrano. Este hombre, nacido en 1926, me sorprendió una vez más con una especie de Idiota de la familia rioplatense cuyo protagonista, a diferencia del Flaubert de Sartre, fue formado por sus padres para ocupar precisamente un lugar distinguido en la historia de la Nación. La ironía, como siempre en Tulio Halperin, gobierna el despliegue de azares y contingencias. Cerré el libro con ánimo feliz, preguntándome cómo era posible que un hombre de casi noventa años hubiera escrito esa prosa tan precisa y, sobre todo, tan facetada, tan bifronte, donde la ironía encuentra su perfección formal. La prosa de Halperin fue legendaria entre admiradores y críticos. Hijo de un profesor de lenguas clásicas y de una profesora de literatura italiana, encontró la forma más adecuada a un pensamiento que jamás era lineal ni se sostenía en una sola idea. Cada frase mantiene un diálogo imaginario con las posibles objeciones; cada frase mira lo que dice y lo que se podría decir. Halperin estableció una vasta y compleja arquitectura de ideas e hipótesis sobre la historia argentina en libros como Revolución y guerra, Argentina en el callejón, Una nación para el desierto argentino y decenas de monografías sobre intelectuales y políticos. Nunca tuvo supersticiones nacionales frente a la historia y sus próceres. Al escribir esta vida de Belgrano, que según nos cuenta, habría debido formar parte de su último libro de historia intelectual Letrados y pensadores, Halperin seguía siendo un hombre de inteligencia indómita, frente a la muerte que se aproximaba. Lo imagino con la seguridad de alguien que sabe que la obra escrita durante más de medio siglo tiene la fuerza de las grandes interpretaciones. Se había ganado el derecho de mirar a Belgrano con ironía benevolente. Este último libro parece escrito por un hombre mucho más joven. O quizás debería invertirse la afirmación: desde joven, sus libros parecen escritos por un historiador completamente maduro, a quien la madurez no ha quitado la audacia. Publicó Revolución y guerra, obra grande y original, a los 45 años. En Son memorias, Halperin se definió como un “pesimista agnóstico”. Esa definición es la divisa de su estandarte. Como historiador, no sucumbió a ninguna ilusión gratificante, ni moralizante, ni aleccionadora. No buscaba establecer una verdad que prestara servicios en el campo político. Juzgaba que los esfuerzos del revisionismo eran intentos de “militancia retrospectiva”. Pero su trabajo contradijo también las versiones canónicas de la llamada historia liberal, aunque no les dedicara un librito tan perspicaz como el que dedicó a los revisionistas. La obra de Halperin era la crítica práctica de los historiadores que lo precedieron. De todos modos reconoció en algunos de ellos la búsqueda de documentos y, como en el caso de Mitre, el gran relato de historia militar y política. Un revisionista como Eduardo Astesano mereció su respeto. A otros simplemente no los tomó en serio. La “militancia retrospectiva” se opone, por cierto, al “pesimismo agnóstico” con que Halperin define su ética de historiador. El pesimista se resiste a identificar, en el pasado que investiga, las huellas y signos de un inevitable progreso. La historia política argentina del siglo XX le dio pruebas suficientes de que el pesimismo no era una perspectiva equivocada si se tienen en cuenta los golpes militares y la imperfección institucional. No creo, en cambio, que fuera un “pesimista” frente a la historia del siglo XIX. Habría sido difícil preguntárselo, ya que Halperin tenía una capacidad infernal para no colocarse en la perspectiva de ese interrogante. Como un vanguardista, siempre se desmarcaba. Borges se desmarcaba con una frase; Halperin podía ofrecer una interpretación extensa, en la que de a poco, iba cambiando los términos del interrogante que, al final, siempre quedaba como prueba de una inquietud equivocada o de una objeción sin base. Su talento brillaba en el desmarque. Por supuesto, Halperin no podía ser otra cosa que agnóstico: no creía en los fines inevitables, ni en los orígenes que imponen recorridos futuros. No creía en ningún Ser o Destino que diera fundamento a la Nación. Conocía demasiado de la historia argentina y latinoamericana para cultivar esa fe consoladora. Era un espíritu radicalmente laico, precavido por el escepticismo. Todo eso fundido en un temperamento irónico: incluso formalmente irónico, porque en cada frase dejaba al descubierto el deslizamiento inevitable del sentido hacia otros sentidos, de una hipótesis hacia otra. Escuchaba con generosidad y atención, pero le incomodaban los acuerdos en las discusiones, como si un acuerdo mostrara que alguno de los interlocutores no hubiera avanzado lo suficiente en sus argumentos. Por supuesto, era casi imposible ganarle una discusión, aunque no renunció al acuerdo para condenar la monstruosidad del régimen militar o la inconsistencia del populismo y sus dirigentes. La Argentina lo obsesionaba. Hasta los últimos días, en su casa de Berkeley, leyó todos los diarios, todas las noches. No puedo callar una anécdota rara en un hombre que practicaba una cortesía casi pasada de moda. En 1989, en un bar de Berkeley, frente a la Universidad, lo esperábamos dos o tres argentinos y el historiador y cientista social mexicano Enrique Semo, a quien le habíamos preguntado sobre su país. Cuando llegó Halperin, no bien se sentó y comprobó que esos argentinos estábamos hablando sobre México con su amigo Semo, dijo, como si propusiera el más natural cambio de tema: “Bueno, hablemos un rato de Argentina, que es tanto más interesante”. Y la conversación viró, si mal no recuerdo, hacia Juárez Celman. En Berkeley, hasta el fin, su gran amiga fue la crítica cultural Francine Masiello, especializada, por supuesto, en Argentina. Hace unos meses, ella me envió la última fotografía que tengo de Halperin: pantalón claro, saco azul, un hermoso bastón sostenido en el puño izquierdo, y el brazo derecho levantado como si estuviera en medio de un argumento. La última vez que nos vimos fue en mi casa. Estaba también Graciela Fernández Meijide. Sin pensarlo mucho, quise que se conocieran esa noche. Conversamos hasta las tres de la mañana. Lo extrañaremos y nos hará falta. Hace poco escribí una frase que él consideró ridícula. Escribí: “Halperin Donghi es un genio”. La inteligencia era una parte de su fascinación. La otra, más compleja, era la rarísima mezcla de mordacidad y benevolencia, una mezcla que parece imposible. A medida que fue envejeciendo no abandonó la ironía, pero se volvió más bondadoso. Cuando terminó la dictadura y nos visitó en los tempranos 80, dejamos de temerle y, más tranquilos, pasamos simplemente a admirarlo.

[Beatriz SARLO. «Nos hará falta», in Perfil (Buenos Aires), 15 de noviembre de 2014]

0011821228Tulio Halperín Donghi (1926-2014) fue un historiador de quilates académico. Murió ayer a los 88 años y dejó una escasa popularidad mediática pero una imagen de investigador impecable, riguroso y también de textos densos, no aptos para lectores perezosos. Halperín Donghi registró a la Argentina en varios péndulos y movimientos. Con todo ello hizo su libros, clases y conferencias por distintos países. Investigó las contradicciones de distintos períodos institucionales y tomó posiciones que no eran indiferentes a políticos, a sus colegas historiadores dentro y fuera de la academia. Lo más interesante fue que Halperín Donghi se formó en la universidad argentina, muchas veces vitupereada por los intelectuales que admiran la calidad educativa extranjera. Dueño de una obra de enorme valor, era uno de los intelectuales más importantes de América Latina. Ejerció la docencia en la Facultad de Filosofía y Letras (entre 1955 y 1966) y en la Universidad Nacional del Litoral, de la que fue decano, fue profesor en Oxford y desde 1972 enseñaba en la Universidad de California, Berkeley. Formó parte de un privilegio generacional: su reflexión se inserta en las décadas del 60 y del 70, en la que sí había debates por interpretar la historia, claro, para que no se repita. Entre sus numerosas publicaciones figuran «El revisionismo histórico argentino», «El ocaso del orden colonial en Hispanoamérica», «Una nación para el desierto argentino», «Guerra y finanzas en los orígenes del Estado argentino (1791-1850)», «José Hernández y sus mundos», y «De la revolución de la independencia a la confederación rosista», «La democracia de masas» y «La República imposible». Doctor en abogacía e historia, investigó los sucesos históricos de la Argentina sin temer la refutación o la crítica. Inclusive, resignificó ciertas claves cerradas sobre el pasado nacional reciente. Al comentar sobre el mentado revisionismo historiográfico argentino dijo: «Esa corriente historiográfica cuyo vigor al parecer inagotable no ha de explicarse por la excelencia de sus contribuciones, en verdad modestísimas». Con esta definición gustaba entrar en la palestra de un debate por la historia misma. Muchos libros, por ejemplo, «Revolución y Guerra» ostentaron su método historiográfico. En esa obra luce la historia que prefería hacer: relatar la trama de las relaciones entre el poder político, económico y militar y las ideas que formaban a una dirigencia. Las elites que luchan por estructurar el poder real y/o virtual, ocuparon su trabajo de historiador político cuyos resultados gustó enseñarlos a todos.

[Rodolfo CEBALLOS. «Historia y tramas de Argentina», in El Tribuno (Salta), 15 de noviembre de 2014]

00d5df10-556d-11e4-80ae-6192b5c2a0e7_0929_halperinEl caballero de la historia argentina, menudo como un soplo, supo que la faena del historiador es inexorablemente política. Que nadie puede estudiar la Revolución Francesa o la Revolución Rusa como si estuviera investigando la vida de las hormigas o de las abejas. “Toda mi vida fue afectada por la política. Fui antiperonista casi como un destino; no es que lo eligiera, ahí caí y afronté las consecuencias. Nunca se me ocurrió hacer otra cosa. Pero en algún momento eso empezó a aburrirme, y afuera se hacía incomprensible que todos, peronistas y antiperonistas, se calentaran tanto por cosas que desde el exterior no se veía por qué eran tan importantes.” Tulio Halperin Donghi, uno de los historiadores argentinos más destacados de las últimas cuatro décadas, murió ayer a los 88 años, informaron desde la editorial Siglo XXI. “No sólo perdemos al autor de una obra excepcional, dueño de un pensamiento sagaz, irónico e imposible de reducir a cualquier tipo de esquematismo, inspirador de tantos autores más jóvenes, sino también a una persona que acompañó desde sus inicios nuestro proyecto editorial, tanto en México como en la Argentina –afirmó el editor Carlos Díaz a través de un comunicado–. En 1957, Arnaldo Orfila Reynal, fundador de Siglo XXI y gran amigo de Tulio, le encargó un libro, que terminó siendo nada menos que Revolución y guerra, una de sus obras fundamentales, publicada por primera vez en 1972.” En la antología Discutir Halperin (El cielo por asalto, 1997), en la que un grupo de historiadores e intelectuales reflexionan acerca de las contribuciones del autor de Una nación para el desierto argentino (1982) a la historia argentina, Ignacio Lewckowicz intentaba definir su complejo objeto de estudio. “¿Quién es Halperin? El agudo historiador que supo penetrar en habitaciones secretas del archivo. El emigrado que en la distancia alcanza una lucidez triste y serena. El elegante animador de veladas selectas. El tenaz antihéroe moderno, convertido por ello en héroe posmoderno. El oráculo que –en irónico enigma– enuncia la verdad para quien sepa la cifra […] El delicado equilibrio entre dandismo y nihilismo. El viejo gorila.” Halperin Donghi nació en Buenos Aires el 27 de octubre de 1926. Aunque empezó estudiando química, pronto abandonó sus estudios por la historia. Cursó en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales en Buenos Aires (1950) y en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), entre 1952 y 1954. Se graduó de abogado (en 1952), profesor en Historia (1954) y doctor en Filosofía y Letras (1955). En 1960 Halperin fue becado por la Comisión Nacional de Investigaciones Científicas y viajó a Londres para estudiar las relaciones económicas entre Argentina e Inglaterra en el siglo XIX. También estudió en la Universidad de Turín y en la Ecole Pratique des Hautes Etudes de París. José Luis Romero y el francés Fernand Braudel fueron figuras decisivas en su formación. “En cuanto a historia argentina, mi primer maestro es uno considerado muy malo: Vicente Fidel López, cuya historia leí, como si fuera una novela, en las vacaciones antes de entrar en el colegio secundario”, recordaba el historiador. Ya su primer libro publicado, El pensamiento de Echeverría (1951), abrió una línea novedosa de reflexión sobre la figura del intelectual y el trabajo historiográfico en América latina. Ejerció la docencia en la Universidad de La Plata y en la de Buenos Aires hasta 1966. Ese año renunció a su cátedra por su oposición a la dictadura de Juan Carlos Onganía (1966-1970) y se exilió en los Estados Unidos, donde desde 1971 fue profesor en la Universidad de California, Berkeley. La vuelta de la democracia implicó el regreso de Halperin Donghi a la docencia en las universidades argentinas. Recibió el Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Luján (1992) y de la Universidad Nacional de Córdoba (1993) y dos Premio Konex de Platino a las Letras en la disciplina Historia en 1994 y 2004, por mencionar un par de reconocimientos. Entre sus principales libros se destacan El revisionismo histórico argentino (1970), El ocaso del orden colonial en Hispanoamérica (1978), Guerra y finanzas en los orígenes del Estado argentino (1791-1850) (1982), José Hernández y sus mundos (1985), De la revolución de la independencia a la confederación rosista (1987), La democracia de masas (1991), La larga agonía de la Argentina peronista (1994), La república imposible (2004), El revisionismo histórico argentino como visión decadentista de la historia nacional (2005) y Son memorias (2008) y el último libro que publicó este año, El enigma Belgrano. Un héroe para nuestro tiempo, un trabajo en el que postula una serie de claroscuros que retratan al prócer más venerado por la historiografía como un hombre escindido entre las expectativas depositadas en él y su capacidad para estar a la altura de las circunstancias. Una semblanza no exenta de polémica, que se lee a contrapelo de la versión que presenta a Belgrano como un emblema de virtudes cívicas. “En la memoria argentina Belgrano es el único entre los personajes venerados como Padres de la Patria cuyo derecho a ser tenido por tal no ha sido impugnado por una comunidad historiadora que, lejos de pasar por alto los reveses, que en su breve carrera abundaron más que los éxitos, ha venido explicándolos a partir de limitaciones de las que ha levantado un cada vez más minucioso inventario”, planteaba el historiador. La unanimidad es el sueño de los autoritarios camuflados de demócratas. Halperin Donghi ponía el cuerpo en la polémica y podía ser –y muchas veces lo fue– políticamente incorrecto. Norberto Galasso lo criticó porque en La democracia de masas relativizó los bombardeos a la Plaza de Mayo en junio de 1955. Su profusa obra seguirá siendo leída en el sentido de que toda lectura es un acto de interpretación intensa, no exenta de entreveros y equívocos. Una anécdota que contaba tal vez pueda sintetizar los problemas que enfrentan aquellos que andan con las manos en la masa de la historia: “Una vez le oí decir a Juan Carlos Garavaglia que escribir historia es como andar en bicicleta, en cuanto a que apenas uno se pregunta cómo puede avanzar en un mundo de tres dimensiones sostenido en ese ridículo aparato bidimensional lo primero que descubre es que ya no puede”.

[Silvina FRIERA. «Se fue una parte de la Historia», in Página/12 (Buenos Aires), 15 de noviembre de 2014]

UnknownTulio Halperin Donghi fue el más importante historiador argentino de la segunda mitad del siglo XX. Lo conocí en 1962, cuando volvía de Inglaterra y trabajamos juntos. Fue director de la investigación de Inmigración Masiva, que dirigían José Luis Romero y Gino Germani. Allí comenzamos una larga amistad. Trabajamos en conjunto en varias tareas. En algunas, tuvimos distintos enfoques, ya que yo me aboqué a la historia económica argentina. Recuerdo siempre su personalidad brillante, de un conocimiento enorme en cantidad de temas. Siempre fue enormemente profundo y tuvo una gran capacidad de encontrar facetas nuevas a problemas que ya se habían analizado durante mucho tiempo. Para mí su obra más brillante fue Revolución y guerra, una interpretación de los cambios pre y pos-Revolución de Mayo. Sin imaginar en recibir esta noticia tan triste, esta semana hice alusión a él cuando recibí el Konex de Platino y me referí al grupo de los renovadores de la historia, entre quienes mencioné a Sánchez Albornoz y a Garzón Maceda. Halperin Donghi tenía una capacidad analítica tremenda y una gran habilidad intelectual para relacionar fenómenos, característica que no siempre tienen los historiadores. Estaba perfectamente informado de todo lo que sucedía en nuestro país, al que venía todos los años. Compartimos mucho tiempo en Estados Unidos. Siempre recordaré cómo seducía al público cuando hablaba de historia.

[Roberto CORTÉS CONDE. «Una personalidad brillante y profunda», in La Nación (Buenos Aires), 15 de noviembre de 2014]

1114_tulio_halperin_donghi_g4_ced.jpg_1853027552Ha muerto un historiador. No uno más. Murió el historiador de Argentina. Tulio Halperín Donghi (1926-2014) escribió los textos de referencia a partir de los cuales los historiadores contemporáneos han analizado y siguen discutiendo los siglos XIX y XX de un enigmático país. Su primer libro fue El pensamiento de Echeverría (1951), y ya en 1955 comenzó a destacarse hasta renovar la lectura de nuestro pasado. Quizás su libro más importante haya sido Revolución y guerra (1971), en el que traza la estructura socioeconómica de la campaña bonaerense del siglo XIX y da cuenta de la formación de la clase terrateniente. Pero el trabajo de archivo y el mayor rigor académico lo articuló con la revisión de la historia de las ideas y el cultivo provocador del ensayo como género en el cual logró intensidad para penetrar en flujos que a veces desatiende la reconstrucción histórica. Ante las experiencias infranqueables de la violencia, los horrores y el terror, ante las heridas que una y otra vez se registraron en nuestra sociedad y que permanecen como fallas subterráneas, ante esas resistencias opuso el esfuerzo, la voluntad mayor de lucidez. Alguna vez dijo que “la nostalgia es el gran motor de nuestra historia”, y desde ese prisma se abocó a un fenómeno singular, complejo y perturbador, el peronismo: “el peronismo se legitimaba satisfaciendo una nostalgia”. Una y otra vez volvió al peronismo, siempre con pasión crítica. El prólogo de Proyecto y construcción de una nación (1980) se convirtió en libro: Una nación para el desierto argentino (1982), e intensamente allí repasa los proyectos de 1837, reformulados en 1852 y 1880, vuelve a la ilusión del orden y el desierto que reaparece con los diversos enfrentamientos. Compleja, sofisticada, sin esquematismos de bandos, sin anhelos legitimatorios, Halperín Donghi ha dado cuenta de cómo Argentina se proyectaba, y cómo aquello que se ideaba hacer se deshacía, tantas veces con ferocidad, brutalidad y matanzas. Son memorias (2008) presenta al historiador que ha pasado buena parte de su vida en los archivos, al profesor emigrado y al elegante crítico del peronismo constatando que toda su vida fue afectada por la política. Hasta el aburrimiento y ya la incomprensión, ha pensado que hemos sido marcados por la disputa peronismo-antiperonismo. Nacido en Buenos Aires, fue hijo de una familia inmigrante mixta -judía y católica. Su padre fue profesor de latín, su madre fue profesora de castellano y de literatura italiana. Estudió en el Colegio Nacional Buenos Aires, luego en la UBA. Empezó química en Exactas, luego de dos años quiso ser historiador. Sus padres le dijeron que no iba a poder mantenerse, que mejor estudiara derecho; lo hizo para tener una patente que le permitiera no sabe bien qué. Encontró allí, en Derecho, que aprender consistía en pasar exámenes. Se describió como “un estudiante lumpen en Derecho”; se recibió. Después estudió historia en Filosofía y Letras de la UBA, luego en Turín y París. Enseñó en la UBA, la Universidad Nacional del Litoral, Oxford y, desde 1972, en Berkeley. En el laberíntico Dwinelle Hall dictó sus clases y tenía su oficina en el Departamento de Historia. Se alejó, entonces, de la Argentina desde 1966. Nunca Argentina le fue indiferente. Pero con el correr de los años supo que nunca volvería. Obviamente, siempre volvió, siempre se mantuvo cerca, siempre buscó la distancia correcta con la Argentina. En La larga agonía de la Argentina peronista (1994) vuelve sobre el peronismo. Lo concibe como una revolución que construyó una nueva sociedad, con sectores que conquistan su ciudadanía, un nuevo rol del Estado, el logro del pleno empleo y la economía cerrada al mundo. Pero “la fiesta peronista” llegó a su fin en 1949. Luego dirá que “la noción de revolución, referida al peronismo, es quizás innecesariamente provocativa”, pero uso el término porque el peronismo elevó un 10% la participación de los asalariados en el PBI. Siempre fascinado y con miedo ante la Argentina del ciclo peronista, de 1946 a hoy, desafiado por la dificultad de estudiar lo que entendió como una cultura política sin paralelo en el mundo, ante la cual resulta difícil fijar parámetros. Fue escéptico de diversos modos. Nunca creyó en la historia militante. Tampoco en el determinismo histórico: no se sabe qué hace el pasado sobre el futuro, tampoco cómo lo hace. Subió una y otra vez al carrusel mediático, pero con desconfianza. Criticó el absurdo de la hiper especialización académica. Fue, en cambio, un fino tejedor: “Hay realidades en la Argentina de hoy que dependen del equilibrio social de la campaña durante el rosismo, pero a la gente no le interesa qué pasó con una montonera en 1823. Y sobre eso no hay nada que hacer.” Ante Sarmiento demandó un evaluación compleja, ya que quiso ser un hombre del futuro, pero a la vez un hombre arraigado en el pasado. Ante la existencia de un país que podía dudarse que lo fuera se resignó. Con sus obras se puede hacer aquello o que decía que debemos hacer con las obras de Sarmiento: “Abrirlas al azar”. La herencia está ahí, a disposición de todos. Tiene una enorme riqueza de sugestión, de lecturas posibles, aun las más contradictorias. Y esa sugestión no está, por cierto, en ninguna de las imágenes convencionales del historiador-profeta. “La historia es un relato sobre el cual se establece un acuerdo, pero el problema es que no puede haber un acuerdo”, enseñó Halperín Donghi.

[Claudio MARTYNIUK. «Murió Tulio Halperín Donghi, el historiador de la Argentina», in Clarín (Buenos Aires), 15 de noviembre de 2014]

hdHa muerto un gran historiador latinoamericanista y un agudo observador de la política argentina. Su influencia en la formación de historiadores ha sido invalorable, tanto en Argentina como en el resto de Iberoamérica. Convendría aclarar que esa influencia no sólo se produjo por su labor en la docencia universitaria sino sobre todo por la calidad de su obra escrita y de las colecciones que dirigió. Además de su estatura intelectual, de su destacada erudición, de la agudeza de su juicio crítico, de la increíble rapidez mental, poseía sólidos puntos de partida para evadir el camino fácil proveniente de solidaridades ideológicas. Esto se reflejaba en su polémica con interpretaciones dogmáticas del pasado. Sobresalía así su rechazo de visiones ingenuas que suelen interpretarlo como un conflicto entre los buenos y los malos y su incisiva crítica a la inclinación a establecer relaciones directas entre grupos económicos y tendencias políticas. En este sentido, es reveladora una temprana declaración de principios en uno de sus primeros libros: “Los hechos históricos no serán ya explicados por una realidad esencial, sea ella natural o metafísica, sino –más modesta pero también más seguramente– por la historia misma.” Era asimismo notable su capacidad de reunir una información actualizada sobre la historia de los diversos países latinoamericanos, compararla, y juzgar la validez de las diversas interpretaciones existentes. Y fue esa atención al conjunto de la historiografía latinoamericana la que también le permitía ahondar en la historia nacional argentina, evadiendo las limitaciones provenientes del nacionalismo historiográfico. Es cierto que el estilo de Halperín suele complicar la lectura de algunos de sus trabajos. Como expuse en un homenaje en abril de este año, “recuerdo haber afrontado el reclamo de un alumno por lo difícil que le resultaban algunos párrafos de Revolución y Guerra, recordándole el viejo precepto de que todo autor que vale la pena merece más de una lectura … Con un padre que fue destacado latinista en la enseñanza superior en Buenos Aires, y por el hecho de haber sido bautizado como Tulio, podríamos inferir que debe haberle sido tentador inclinarse más hacia el autor de las Catilinarias que al de la Guerra de las Galias. Sin embargo, es de advertir que esa modalidad de su escritura no expresa otra cosa que la vivacidad de un pensamiento esquivo de los esquemas y ansioso de reflejar en un solo párrafo la complejidad de los acontecimientos históricos, riesgoso objetivo que algunas veces puede haberle sido difícil de obtener apropiadamente, sin por eso malograr la calidad del trabajo.” Es este un homenaje personal proveniente de mi larga amistad con Halperín, uno de los mayores talentos de la cultura argentina de los últimos tiempos.

[José Carlos CHIARAMONTE. «Formas de leer a un historiador punzante», in Clarín (Buenos Aires), 15 de noviembre de 2024]

HALPERIN DONGHI FOTO SANDRA CARTASSOEl viernes 14 de noviembre falleció en Berkeley, California, el argentino Tulio Halperín Donghi, quien fue, con toda probabilidad, el historiador latinoamericano más importante de los últimos 40 años. Recibí la noticia en Buenos Aires, el mismo viernes, en una conferencia sobre historia intelectual latinoamericana, organizada por varios de sus amigos más próximos. La consternación de todos –el sentimiento de una pérdida irreparable– convivía con una conciencia difusa y dolorosa de que esta muerte marca también el final de una época y de un ejercicio crítico de investigación y de implicación en el debate público que no será ya nunca igual. Tulio Halperín fue autor de numerosos libros de historia de la república Argentina, que consiguen, en su conjunto y cada uno, promover una reflexión crítica del fracaso de la idea nacional y de la polarización social como pasión y destino. Conocí a Tulio hace unos 15 años en la Universidad de Chicago. Había venido de California por una iniciativa coordinada por uno de sus estudiantes, Nils Jacobsen, y por mí, y tuvimos la buena fortuna de traerlo justo en un día tibio y primaveral –no hay nunca más de dos o tres semanas así en el año en Chicago– y pude por eso pasear varias horas totalmente placenteras con Tulio. La pasión por la conversación era una marca de Tulio y un punto natural de identificación entre nosotros. Pasamos de manera natural del chisme profesional a la historia, a impresiones de la política en América Latina y en Estados Unidos. La conferencia que dio Tulio en esa ocasión me dejó una impresión profunda –era la primera vez que lo escuchaba hablar. Y creo que nunca he visto una demostración parecida de profundidad, inteligencia, ironía, erudición y memoria. No resumo el contenido de su charla –que a estas alturas está ya desdibujada en mi memoria–, sino que me detengo en vez en un detalle: Tulio llegó a dar su conferencia armado sólo de un lápiz. No traía papel ni un cuaderno. Tampoco un portafolios. Y así, desnudo de cualquier apoyo a la memoria, se sentó en la cabecera de la mesa de seminarios, puso el lápiz sobre la mesa y nos dio una conferencia de 45 minutos perfectamente armada –diría yo que perfectamente redactada–, como si se hubiera aprendido de memoria uno de sus brillantes textos. Hijo de un profesor de latín y de una profesora de castellano, Tulio fue un notable escritor y estilista, y su conferencia era también así: una composición perfecta, presentada con todo y citas textuales de fuentes primarias. Nunca había visto –ni he visto desde entonces– alguien con una memoria así, alguien capaz de una hazaña así. Y toda la conferencia, tan rica tanto a nivel de análisis como de investigación, mezclada siempre con el gozo de un amor por el prójimo, hecho manifiesto, curiosamente, por un rasgo que usualmente no asociamos con el amor: la malicia y la ironía. En la voz y en la escritura de Tulio la malicia y la ironía, el gusto por el chisme y por lo mundano, era ante todo un regodeo en la condición humana, una obstinación por no permitir que las circunstancias de cada uno fuesen hechas de lado como si fuesen insignificantes. Por eso Tulio era un verdadero historiador. Había en ese rasgo una estimación y aprecio por la situación humana –aprecio que lo hacía filosamente crítico y a veces algo temido, pero, creo, siempre respetado, aunque fuera a regañadientes. El último libro de Tulio, que todavía no leo porque apareció hace pocas semanas, es un breve tratado sobre Belgrano, el único héroe argentino que no ha sido blanco de ataques de peronistas ni de antiperonistas, y que es sometido a un estudio que parece reminiscente en espíritu al tipo de desmitificación histórica que hiciera alguna vez Jorge Ibargüengoitia con la tertulia de la corregidora Josefa Ortiz de Domínguez en su novela Los pasos de López: el heroísmo como algo menos heroico, como algo más aleatorio, y la virtud como un recurso más bien post hoc que desnuda en algo la fragilidad de los mitos nacionales. La prueba de que la ironía de Halperín no era un simple instrumento punzante, hecho para herir, sino una herramienta de la inteligencia, útil e importante tanto para entender como para participar en la acción social como acto consciente, es el uso que le dio a este recurso en su notable autobiografía, titulada Son memorias, publicada hace pocos años. Es el libro de un historiador ayudando a sus lectores a situarlo, a entender el tiempo desde donde escribe y la historicidad desde donde toma sus decisiones. Se trata de un verdadero modelo de autorreflexión que combina la precisión, la crítica y la pureza estilística ya totalmente decantada. Por otra parte, el sentimiento de Halperín de que la historia de Argentina es la historia de una ilusión fallida, de un experimento colectivo vulnerado y frustrado, le da a este historiador una profundidad en el plano humano que es escaso en los grandes historiadores que vienen de tradiciones triunfantes. Y es, quizá, esta mezcla de dolor y de autoconciencia la que hace de la obra de Tulio Halperín Donghi un verdadero hito y punto de referencia en la conciencia latinoamericana. La última vez que lo vi fue en Berkeley, hace como tres años. Caminamos un poco por el bello campus de la universidad y nos fuimos a comer. Tulio estaba muy delgado y frágil en lo físico, encorvado, y con una temblorina fuerte en la mano, pero no le faltaba una pizca de energía en la conversación, en la curiosidad, ni en su capacidad agudísima de análisis. Conversamos sobre su largo ensayo sobre fray Servando de Teresa y Mier que me había enviado, y sobre mi interés por Francisco Bulnes y por los científicos durante el porfiriato. Hablamos de México y de Argentina –Tulio a veces expresaba cierta admiración por algunas de las salidas originales del viejo Partido Revolucionario Institucional. Le parecía que México había sido siempre un país tan pobre que gobernarlo tenía que ser apreciado como un verdadero arte, como una invención. Hablamos de la crisis del estado de California y las dificultades por las que pasaba la universidad estadounidense, y nos pusimos al corriente. Lo acompañé a la parada del autobús. Tulio Halperín Donghi fue un gran pensador y un investigador prolífico y original, además de ser un escritor y conversador notable que tuvo la pasión y la modestia de no dejar nunca de interesarse en los demás.

[Claudio LOMNITZ. «Tulio Halperin Donghi (1926-2014)», in La Jornada (México), 16 de noviembre de 2014]

pag-24-25_halperin-donghiLos textos de Tulio Halperin Donghi son bibliografía forzosa en las universidades y academias. Sería sobreabundante y soberbio que intrusara ahí quien es sólo un lector gánico y constante, desprovisto de competencia técnica. Por añadidura, este escriba es refractario a proponer lecturas obligatorias: lo sofrena un antiautoritarismo personal, fraguado en tramos crueles de la historia. La biblioteca del cronista atesora libros del gran intelectual fallecido ayer. Los fue subrayando de a uno, de modo disperso, a lo largo de una vida larga, que es la suya. Tiene deudas con el polemista erudito, entre ellas muchas relecturas y sus dos últimos volúmenes. La principal es haber sido inducido a pensar y a desconfiar de los simplismos. Mención que abarca a los propios. Comprender es mucho más que aprender y, sobre todo, es algo cualitativamente distinto. Adquirir saber es, a su turno, algo distinto que adherir. El estilo del historiador, esas frases eternas que se ramificaban en un haz de subordinadas, dan testimonio de un pensamiento complejo. En un ágora tuitera, polulada por eslóganes o apotegmas tajantes, es casi un bálsamo releer algunas de esas frases como hizo uno, compulsivamente, en estas horas. Socrático a su manera, Halperin Donghi ponía en tela de juicio la premisa principal de cada párrafo, iniciaba un recorrido, se iba por los atajos. Cientificista, a veces despectivo con quienes no compartían sus métodos, no se privó de incurrir en el ensayo libre. Un inventario de las divergencias subjetivas es, en ocasiones, un gesto de soberbia que está de más. Existieron, quienquiera que lea este diario las conoce o imagina. Como propone el historiador Sergio Wischñesky en una notable columna publicada ayer en este diario, “incluso para estar en contra es un enorme punto de referencia”. La ironía y el pensamiento complejo son dos dones de la inteligencia. Cuando se da con ellos, es buena praxis saludarlos. La banalidad del mal es una descripción formidable, canónica si usted quiere. Hay momentos en que prolifera por doquier la banalidad del bien. Apodamos así a la comodidad de recostarse en las propias certezas, de repetir los lugares comunes del repertorio compartido. Hay que alzar la guardia contra el facilismo, la pereza, la pulsión repetitiva. Y revalorizar los aportes de quien ayudó a otros a interrogarse, los indujo a levantar su nivel para cuestionarlo, los forzó a sentarse bien sentaditos para leer textos trabajados y trabajosos. El cronista lo vio muy pocas veces, le hizo un reportaje para este diario hace añares y una relativa entrevista en la presentación de un libro, de otra historiadora. Llegó a percibir su mordacidad, el placer por discutir, el gusto por descolocar al interlocutor. No lo conoció personalmente, pues. Los volúmenes de la biblioteca enseñaron más, iluminaron. Los Boca-River son entretenidos en las canchas en que se disputan. La polarización binaria es una alternativa eventual de la política, una lógica en el fútbol. En el mundo del conocimiento distraen más de lo que suman. Así las cosas, el homenaje que se propone es modesto. Sugerir que todo aquel que quiera conocer la historia argentina debe recorrer la obra de Halperin Donghi. Invitar, apenas.

[Mario WAINFELD. «Una invitación, apenas», in Página/12 (Buenos Aires), 16 de noviembre de 2014]

TulioCon 88 años recién cumplidos falleció ayer el historiador Tulio Halperín Donghi. Varias generaciones de historiadores y de entusiastas lectores nos formamos leyendo sus ensayos, discutiendo con sus escritos, enojándonos con su gramática y aprendiendo con su singularísimo estilo. Discutir a Halperin fue parte de un gesto que se tornó folklórico. Doctorado en Historia y Derecho en la Universidad de Buenos Aires ejerció la docencia en la Facultad de Filosofía y Letras (entre 1955 y 1966) y en la Universidad Nacional del Litoral, de la que fue decano, fue profesor en Oxford y desde 1972 enseñaba en la Universidad de California, Berkeley. Nunca dejó de venir a la Argentina, nunca dejó de pensarla y de participar en sus debates. La lógica clasificatoria que quiere ver en el mundo de los historiadores a mitristas vs. revisionistas, o alguna fórmula binaria por el estilo, fracasa si intenta enlazarlo en una clasificación rígida y perdurable. Sus análisis históricos penetran los procesos sociales, los protagonismos biográficos y los desenlaces de los acontecimientos imbuidos de una complejidad de la que su prosa es testimonio. Entre sus numerosas publicaciones figuran Historia contemporánea de América latina (1967), El revisionismo histórico argentino como visión decadentista de la historia nacional (1970), El ocaso del orden colonial en Hispanoamérica, Una nación para el desierto argentino (1982), Guerra y finanzas en los orígenes del Estado argentino 1791-1850, José Hernández y sus mundos (1985), La democracia de masas (1991), La larga agonía de la Argentina peronista (1994) y La República imposible (1994), dicho esto en una selección arbitraria y desordenada. Su último libro fue publicado hace apenas un mes: El enigma Belgrano. Reconocido por su agudeza y punzante ironía, era el patriarca de la escuela histórica que desde 1983 pregona la profesionalización del trabajo del historiador y el encorsetamiento de sus prácticas a las duras reglas del credo academicista. Sin embargo, a Halperin le gustaba escribir ensayos y arriesgaba hipótesis mucho más cerca de un polemista que se divertía lanzando provocaciones y sugiriendo caminos a recorrer que del lado del riguroso citador de fuentes que se quiere pensar neutral y apolítico. Su libro La larga agonía de la Argentina peronista, escrito hace 30 años, arriesga un vaticinio que a esta altura de nuestra historia parece un modo de ser. Como todo discurso, la dilatadísima obra de Halperin tiene sin duda silencios, omisiones, tretas, desbalances, cinismos y baches argumentales. ¿Quién no los tiene? Pero es muy difícil no ver la enorme iluminación que recorrer su obra produce. Incluso para estar en contra es un enorme punto de referencia. Una de esas intensidades de sus textos es el incesante esfuerzo por no aprisionar la historia en preconceptos que hacen de los actores simples marionetas de un recorrido del que ya se sabe a priori a dónde conducen. Sabía Halperin que los protagonistas de cualquier historia, imbuidos en sus pasiones y voluntades, se dirigen a rumbos que desconocen, que están inmersos en fuerzas que los superan y que apenas pueden percibir. Por eso meterse en ese universo complejo que es la prosa halperiniana requiere de paciencia, de saber que a toda oración le seguirá una derivada, que a veces una idea se perderá en un oscuro rincón y reaparecerá mucho después o no lo hará nunca. Muchos somos los que sentimos el desgarro de saber que se fue un gran maestro, no porque estuviéramos en todo de acuerdo con él. Bibliografía obligada de todas la universidades de Latinoamérica y de muchos otros lugares del mundo, su presencia seguirá sin duda vigente en una vorágine de congresos, escritos, homenajes y jornadas que es muy fácil prever, empiezan a gestarse desde hoy. Chau, maestro.

[Sergio WISCHÑEVSKY. «Un gran maestro», in Página/12 (Buenos Aires), 15 de noviembre de 2014]

1416264012_613592_1416264331_noticia_normalPocas veces en la Argentina de hoy se da un consenso tan unánime en torno a una persona, viva o muerta. El historiador Tulio Halperin Donghi, antiperonista de toda la vida, falleció a los 88 años el pasado viernes en Berkeley (California) entre el reconocimiento y la admiración de sus compatriotas de todo signo político. Clarín, el diario más crítico con el Gobierno, lo calificó como “el historiador de la Argentina”. La Nación, también crítico, tituló que había fallecido un personaje “imprescindible” para entender la historia del país. El historiador y columnista argentino Carlos Pagni comentaba ayer que probablemente Halperin Donghi haya sido, junto a Jorge Luis Borges, una de las personas más inteligentes que haya dado Argentina. Y desde el lado opuesto, el diario afín al Gobierno Página 12 titulaba: “Se fue una parte de la historia”. Un gran maestro, Carlos Díaz, su editor en Siglo XXI, lo describió como “dueño de un pensamiento sagaz, irónico e imposible de reducir a cualquier tipo de esquematismo”. En un país como Argentina, donde el general Juan Domingo Perón, muerto hace 40 años, parece tan presente o más que algunos candidatos para las presidenciales del año próximo, un país donde se publica cada semana algún libro sobre los últimos 200 años de historia, Tulio Halperin se labró un prestigio a prueba de las muchas polémicas en las que nunca temió meterse. Eso sí: en buena parte se lo labró desde el extranjero, ya que a partir de 1966 fue profesor en las universidades de Harvard y de Oxford, y desde 1971 enseñó en la de California, en Berkeley. Hijo de un profesor de latín y una profesora de español, Halperin nació en Buenos Aires en 1926. Estudió Química durante dos años y medio, hasta que se dio cuenta de que quería ser historiador. Su padre insistió en que consiguiera un título y se licenció en Derecho. Después se doctoró en Historia, completó su formación en Turín y París y en 1972 publicó en la editorial Siglo XXI su gran obra, Revolución y guerra, imprescindible para quienes pretendan conocer la élite política, económica y militar argentina en la lucha por su independencia, entre 1810 y 1820. En 1972 se marchó a Berkeley, donde daba clases como profesor emérito. Pero Argentina era su gran obsesión y a menudo volvía a su país y seguía escribiendo de él. Entre su profusa bibliografía se podría destacar Historia contemporánea de América Latina (1967), Una nación para el desierto argentino (1982) y La lenta agonía de la Argentina peronista (1994). En este último se preguntaba por qué había un consenso tan generalizado sobre uno de los próceres de Argentina, Manuel Belgrano (1770-1820), sobre el que el mes pasado publicó su estudio, El enigma Belgrano. En una entrevista que concedió en 2008 a la revista Ñ señaló: “Digamos que fui antiperonista casi como un destino; no es que lo eligiera, ahí caí y afronté las consecuencias. Nunca se me ocurrió hacer otra cosa. Pero en algún momento eso empezó a aburrirme, y afuera se hacía incomprensible que todos, peronistas y antiperonistas, se calentaran tanto por cosas que desde el exterior no se veía por qué eran tan importantes. Uno iba a España y entendía muy bien por qué el país estaba dividido. En cambio, ¿en la Argentina qué había pasado? E incluso ¿qué estaba pasando con el peronismo?”. Su estilo era enrevesado, plagado de frases yuxtapuestas y párrafos que se alargaban en más de una página. Pero no solía dejar cabos sueltos. En el diario Página 12, Sergio Wischñevsky escribió el sábado bajo el título de Un gran maestro: “Varias generaciones de historiadores y de entusiastas lectores nos formamos leyendo sus ensayos, discutiendo con sus escritos, enojándonos con su gramática y aprendiendo con su singularísimo estilo. (…) Bibliografía obligada de todas las universidades de Latinoamérica y de muchos otros lugares del mundo, su presencia seguirá sin duda vigente en una vorágine de congresos, escritos, homenajes y jornadas que, es muy fácil prever, empiezan a gestarse desde hoy”. En el bisemanario Perfil, la crítica literaria Beatriz Sarlo escribió: “Lo extrañaremos y nos hará falta. Hace poco escribí una frase que él consideró ridícula. Escribí: ‘Halperin Donghi es un genio’. La inteligencia era una parte de su fascinación. La otra, más compleja, era la rarísima mezcla de mordacidad y benevolencia, una mezcla que parece imposible. A medida que fue envejeciendo no abandonó la ironía, pero se volvió más bondadoso. Cuando terminó la dictadura y nos visitó en los tempranos ochenta, dejamos de temerle y, más tranquilos, pasamos simplemente a admirarlo”. Su muerte ha suscitado en Argentina un consenso semejante al que había sobre el héroe Manuel Belgrano hasta que él diseccionó al personaje.

[Francisco PEREGIL. «Tulio Halperin, uno de los grandes historiadores de América Latina», in El País (Madrid), 17 de noviembre de 2014]

17_20141118_ilustracio_fmtAlguna vez tenía que ocurrir. Los grandes historiadores, los hombres que conversan con los muertos y los vivos, también marchan al silencio. Tulio Halperín Donghi tenía ochenta y ocho años y supongo que no necesito dar demasiadas explicaciones para sostener que fue el gran historiador argentino de los últimos cuarenta años. Explicito el tiempo, porque el otro gran historiador, el hombre que no sé si fue su maestro pero seguramente fue su guía, se llamó José Luis Romero. Como Newton, Halperín Donghi bien podría decir que “si he logrado ver más lejos, es porque me he subido a hombros de gigantes”. Él también llegó a ser un gigante. Imposible pensar los grandes problemas de la Historia sin sus aportes. Leí su último libro sobre Belgrano hace un par de semanas sin sospechar que se trataba de una despedida. “No es su mejor libro”, me dijo un amigo. No lo es, pensé, pero pocos, muy pocos podrían escribir un libro así. Tal vez no sea su mejor libro, pero allí está él, su mirada singular, su talento para instalar un punto de vista o percibir algo que hasta ese momento nadie había advertido; sus modulaciones, sus tonos, su despreocupada ironía. Durante años, el anuncio de un libro de Halperín Donghi en la calle era un momento de felicidad para quienes amamos la historia. La noticia llegaba desde algún lado y uno salía a las librerías para conseguir el libro. Esa felicidad, esa dicha, esa particular ansiedad, es una sensación que perdemos con su muerte. Algo parecido me pasaba con las películas de Bergman, Visconti y Rhomer. Él no está más, pero quedan sus libros, que nunca se terminan de leer porque, como los clásicos que merecen ese nombre, son infinitos, siempre dicen algo nuevo, nunca dejan de hablar. A “Revolución y guerra” lo debo haber leído ocho o nueve veces y ciertos párrafos de algunos capítulos los puedo repetir casi palabra por palabra. Mentiría si dijera que leerlo es un placer. Su prosa no se permite esas debilidades. Frases largas, a veces interminables, sometidas a todas las variaciones de las subordinadas, hacen de su lectura más una exigencia que un placer. Su lenguaje es la expresión de un pensamiento complejo, contradictorio, matizado por la reflexión, liberado por la ironía. Alguna vez se me ocurrió postular que Romero es el Borges de nuestra historia; y Halperín Donghi, el Faulkner. Como Faulkner, su escritura es torrencial y a las revelaciones e interrogantes hay que hallarlos en el inquietante descenso de las subordinadas, en los laberintos de sus infatigables frases. En verdad, leerlo no es un placer, pero es un desafío a la inteligencia. Hay libros que se leen sin riesgos, como si se tomara un vaso de agua; algunos se comparan con esas copas que se saborean a la hora del aperitivo. Tragos livianos para bebedores livianos. Por el contrario, los libros de Halperín Donghi siempre fueron un trago fuerte, uno de esos tragos que hay que tomar con sorbos cortos y paladeando la calidad del vino. Con muy pocos autores uno tiene la sensación -al concluir su lectura- de que es más inteligente, que su visión del mundo se ha ampliado y que en lugar de conformismos o saciedad, lo que se abre son nuevos interrogantes. Con muy pocos libros pasan esas cosas. Los de Halperín Donghi cumplen al pie de la letra con estas exigencias. José Luis Romero es el otro. Durante años, debatir acerca de las modalidades de la escritura de “José Hernández y sus mundos”, por ejemplo, se tornó en un hábito cotidiano, en un vicio de prolongadas tertulias de sobremesa. En lo personal, creo que en ciertos momentos se le va la mano y la lectura se hace innecesariamente farragosa. Quienes lo trataron dicen que alguna vez -y con la prudencia del caso, porque sus respuestas podían ser temibles- le observaron estos límites. Por supuesto nunca les llevó el apunte. En Halperín Dongui, esa escritura fue una marca en el orillo, y para acceder a su genio había que resignarse a atravesar por esa jungla de palabras donde a veces ni siquiera la cortesía de una coma o un punto seguido le permitía al fatigado lector una pausa. El estilo de Halperín Donghi es inseparable de él, de su manera de relacionarse con sus pensamientos, de su manera de representar la realidad, de construir escenarios. El problema, en todos los casos, no es él y su escritura, sino aquellos que suponen que para ser un buen historiador hay que escribir como él. Una escritura así, sin el brillo de su inteligencia, sin la aspereza de sus ironías, sin las lecciones de su sabiduría, es una caricatura, un indigesto guiso de palabras. El talento, la creatividad, la lucidez, exigen condiciones irreductibles a la imitación o a la presunción de que se alcanza el genio de Faulkner o de Halperín Donghi porque se escriben frases largas que se extienden hasta el fin de la página sin piedad ni misericordia para el lector. Salvo su primer libro sobre Echeverría, y su tesis sobe los moriscos en el reino de Valencia, creo haber leído toda su obra. Sus libros de historia y sus excelentes ensayos y prólogos. No aporto novedad alguna si digo que su obra cumbre es “Revolución y guerra: afirmación de una élite dirigente en la Argentina criolla”. Lo leí hace muchos años en las sierras de Córdoba. Me llevó quince días leer el libro para arribar a la resignada conclusión de que si quería aprovecharlo en serio, lo mejor que podía hacer era empezar a leerlo de nuevo. Fue lo que hice. Renegué con su escritura, pero a la segunda lectura supe que nunca más podría apartarme de ese fraseo, pero por sobre todas las cosas aprendí lo que era un historiador de fuste haciendo su trabajo. “Revolución y guerra”, no sólo me enseñó cómo se constituye una élite dirigente, cómo se produce el pasaje del letrado colonial al intelectual revolucionario, cómo se construye el poder, sino que en ese libro que una vez que agarra al lector no lo suelta más, aprendí a pensar históricamente, a asumir la complejidad de los procesos históricos, a rechazar las interpretaciones y determinaciones lineales, a hacer inteligibles los hechos históricos desde la historia misma; a decir ante la resolución de cada problema histórico: “Y sin embargo hay otra vuelta de tuerca”. El otro libro para llevar a una isla es “Una nación para el desierto argentino”. Tal vez sea una continuidad de “Revolución y guerra”. Es probable. Está impecablemente escrito. ¿Historia de las ideas, historia política, historia de los intelectuales, historia social? No lo sé. Pero Halperín Donghi lo sabe. Mejor dicho, sabía que en historia, como en literatura, los géneros no existen o no son lo más importante. También sabe que no hay historia sin teorías, aunque para el buen historiador las teorías son un respaldo, una palanca, nunca la sustitución de la historia. Se dice que después de “Revolución y guerra”, nunca más pudo escribir un libro de ese nivel, no porque se hubiera agotado su creatividad, sino porque en 1966 y ante la irrupción de los militares liderados por Onganía, renunció a su cátedra y se fue a los Estados Unidos de Norteamérica donde trabajó en Harvard y Berkeley. No fue un exiliado en el sentido estricto de la palabra, pero fueron razones políticas las que lo obligaron a dejar su país. Nunca dejó de pensar a la Argentina y nunca dejó de volver, sobre todo después de la recuperación de la democracia. Ya para entonces, era un prócer consagrado. Sus adversarios revisionistas impugnaban algunas de sus ideas, pero no podían desconocer su obra. Alguna vez lo acusaron de gorila y alguna vez dijeron que era demasiado conservador. Jamás perdió el sueño por esas imputaciones. Me consta que conversar con él no era fácil. Ni pedante, ni soberbio; mucho menos fanfarrón, era sencillamente complicado y lo sabía. Algo de esto se insinúa con mucha discreción en su libro “Son memorias” y en algunas entrevistas. Sin embargo, los que lograban superar las barreras levantadas con tan esmerado esfuerzo, descubrían a un hombre espléndido, un conversador ameno, un polemista refinado y elegante y un amigo leal. Intimidades al margen, con su muerte la Argentina pierde a uno de sus intelectuales más reconocidos en el mundo y sus lectores nos perdemos la posibilidad de disfrutar de nuevos libros.

[Rogelio ALANIZ. «Tulio Halperín Donghi», in El Litoral (Santa Fe), 18 de noviembre de 2014]

na40fo01Pertenecía al mismo tipo de problemas que afrontaban los grandes historiadores: ¿dónde poner la “muerte del rey”? Un suceso que es conmovedor en el momento en que ocurre y luego es sometido al olvido que se va despilfarrando en placas, conmemoraciones y el propio afán ceniciento de los historiadores. Ese es el tema clásico que suscitó siempre el mayor libro de renovación de la historiografía del siglo XX, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, donde Braudel coloca al final de su voluminosa investigación y escritura el fallecimiento del monarca, pues si tanto había interesado a sus contemporáneos, ahora era apenas un manojo de papeles o una lápida perdida ante lo que realmente importaba, los grandes ciclos en los que la historia amasa su tiempo real, material. Su tiempo somnoliento, en que la cultura que producen los hombres se asienta sobre moldes perezosos al cambio, pero las pasiones políticas hacen subir y caer constantemente a sus fugaces figuras. El pensamiento real que las abrigaba se ha perdido, y el historiador tiene que tratarlo como si fueran losas hundidas en la tierra, que sólo revelan un fragmento de su secreto. Se tienta con esos despojos, juega a descifrarlos y descubre que eran pequeñas criaturas que vivían en un mundo de simulaciones, finalidades frustradas, lucimientos usurpados, inútiles pasiones. Halperin se declaró impresionado por Braudel, pero su manera historiográfica consistió en la creación de una escritura que debía fusionarse con la imposibilidad de captar el tiempo pasado, por lo tanto ella tenía que poseer los mismos arabescos, hilachas e incertezas del tiempo. Todo debía ser paradójico, contingente y cómico, pero transfigurado en una arcilla irónica que mostrara que cada momento histórico y cada personaje no tenía modo de saber lo que hacía y en qué consistía. Para llegar a esta exquisita noción tuvo que escuchar –pero pasando de largo– a sus contemporáneas compañías intelectuales, los estructuralistas, existencialistas, fenomenólogos, gramscianos, marxistas, luckascianos, semiólogos, etc., que sólo dejaban en él alguna astilla perdida, alguna palabra que reutilizaba en silencio y con cierta mordacidad, prefiriendo el concepto de “estilización” para describir algún momento erróneo en que las cosas parecían fijarse inopinadamente, pero para marchar luego a su propia agonía. Quizá su mayor fracaso, pero ilustre fracaso, fue su escrito sobre José Hernández: en el intento de explicar por qué lo que llama un “periodista del montón” se convierte en el autor del Martín Fierro, no consigue llegar al corazón del problema artístico, aunque atina a llamar misterio y enigma a esa transformación de una escritura periodística en una indescifrable poética, resistente a su reducción a los vericuetos, aun los tan hondos, que practicó con su historia social. Más difícil es penetrar en las razones últimas de su acritud hacia notorios episodios históricos actuales o pretéritos, que se complacía en describir con ácidas viñetas, con una mortificación que –a diferencia de Martínez Estrada, al que de alguna manera se le parece– parecía una toma de partido desafiante, destinada a provocar el enojo de los que consideraba escritores presos de una demonología o de las esfinges míticas que toda historia nacional contiene. A diferencia del prudente Braudel, no puso al final de sus obras “el fallecimiento del rey”, considerando el pasado como el anticipo irónico del presente, lo que le permitió su inclemente ejercicio de prevenciones y denuestos. Su combate por la historia, sin duda inspirado en el de Lucien Febvre, no se privó de un fino desprecio hacia leyendas que no siempre eran vanidosas o ridículas, pero lo sublimó en un tipo de narración histórica en la que se solazó con su capacidad satírica, la que sólo producen los escritores bien dotados. A su manera, fue un ensayista, y lo fue a la manera argentina, pero cambiando los modos de la estridencia por un esteticismo vitriólico, que hacía latir entre las conmociones visibles de las sociedades que estudiaba. Eso le permitió crear su estilo, donde el libelo sutil convivía con las quebradizas temporalidades del relato. Halperin participaba por igual de la tradicional historia de las ideas, de la aristocrática malevolencia de un Montaigne o del rigor para combinar vida económica y orden moral, tomado de José Luis Romero, aunque dándole si cabe un empujón más hacia el abismo, donde ya se encontraba el 18 Brumario de Marx, su modelo secreto de narratividad histórica. Pero como hombre ligado profundamente al conservadurismo del alto linaje nacional de las academias, desdeñosas pero dolientes, se refugió finalmente en una gran melancolía de combate. Fue un intelectual argentino que todo lo tomó de una inspiración profunda para revestir tal condición: el que veía que un mundo anhelado e indefinible se iba escurriendo. Quizás un mundo imposible, donde las palabras coincidieran con los hechos. Y en ese desvanecimiento de lo argentino, se tornaba un representante ejemplar de la vida intelectual argentina caracterizada por su disconformidad con esas mismas singularidades que el país había producido. Y lo hizo en pliegos de escritura de gran suntuosidad. En ese sentido, Tulio Halperin Donghi es uno de los grandes intelectuales argentinos –como se diría hoy: un gran disidente– que mucho hereda de actitudes similares habidas en nuestro pasado nacional. No en lo ideológico de la política, no en los modos políticos de acción, pero sí en lo que lo lleva a la escritura desesperante, situada entre lo que alarma y lo que apena. Y allí podemos verlo en espejo en ciertos tramos de un Sarmiento o de un Vicente Fidel López, que llevan ese mismo sello. En Halperin no costaba descubrirlos en los tejidos internos de su labor de historiador, donde refugió su raro recelo argentino por la Argentina.

[Horacio GONZÁLEZ. «Halperin Donghi como intelectual argentino», in Página/12 (Buenos Aires), 19 de noviembre de 2014]

303796_20141114204636_donghiEscribo estas líneas con profunda melancolía. La Argentina ha perdido a su pensador histórico más brillante. Aquel cuyas ideas fijaron, durante muchas décadas, los marcos de debate y producción histórica. Tulio Halperín Donghi es el autor del libro de historia general más relevante que se ha escrito sobre América latina, y también tiene obras sobre historia europea e historiografía latinoamericana. Sin embargo, su legado más amplio es su trabajo sobre la historia de nuestro país. Sus investigaciones sobre la independencia y la genealogía de la Argentina a través de la revolución, el faccionalismo y la guerra interna son esenciales para entender los comienzos de nuestra patria. Sus lecturas y sus obras sobre los siglos XIX y XX establecieron los paradigmas principales para pensar nuestra problemática histórica. Por ejemplo, sus incisivos análisis de los ocasos y renacimientos peronistas permiten entender con claridad este fenómeno político que para otros es difícil de explicar. Para Halperín, el peronismo se explica de forma compleja, como un universo de ideas y prácticas provenientes del mundo de entreguerras que creó una forma autoritaria y vertical de democracia con múltiples espacios de acción por derecha e izquierda. El peronismo era un elemento cambiante y no una esencia de la historia nacional. No lo concibió nunca como un factor extraño, pero tampoco como una realidad necesariamente permanente. Su obra ha influido en todos los historiadores profesionales que trabajan sobre nuestro país. Recuerdo que cuando yo era estudiante en la carrera de Historia de la UBA en la década del noventa, todos (profesores y estudiantes) planteaban recurrentemente la necesidad de decir algo distinto que Halperín y pocos podían hacerlo. Por ejemplo, dar una nueva visión sobre la relevancia del faccionalismo en la Argentina del siglo XIX o discutir en serio su idea de que la Argentina nació como un país liberal. De todas formas, discutir a Halperín era, y es, muchas veces un ejercicio retórico más que práctico. Eso se debía, y se debe, a varias razones. Quizá la principal, más allá de sus brillantes ideas y argumentos, sea que, como ha notado hace unos días Beatriz Sarlo, sus libros presentan distintos argumentos convergentes y a veces mutuamente excluyentes. Sus hipótesis se presentan y se discuten primero en sus propios libros. Su prosa, difícil pero riquísima, no es fácil de leer, pero para los lectores los premios intelectuales son impresionantes. En lo personal tuve la suerte de conocer bien a Tulio Halperín. Primero, como estudiante en la UBA era fácil encontrar a Tulio solo leyendo en las bibliotecas y archivos (a diferencia de muchos de nuestros profesores de entonces). A pesar de que vivía gran parte del año en Estados Unidos, cuando visitaba Buenos Aires parecía estar en todos lados (conferencias, encuentros, clases y centros de documentación). Su generosidad con los estudiantes y su jovialidad e ironía eran ejemplares. Recuerdo que en un curso semestral que dio en la calle Puán en la Facultad de Filosofía y Letras Tulio siempre insistía en no terminar la clase si los estudiantes no le hacían preguntas. Luego, como colega y amigo en Estados Unidos, pude apreciar también la generosidad de Tulio, su profundo interés en establecer diálogos con las generaciones de jóvenes historiadores. Cuando, irónico y risueño, hablaba de las fuentes, parecía como si imposiblemente los hubiera conocido y escuchado a todos, de Sarmiento a Mitre. Con el paso de los años, ya dedicado al estudio de la historia intelectual y la política del siglo XX, éste fue muchas veces el caso, desde los intelectuales argentinos que conoció o escuchó en el periodo de entreguerras a Cristina Fernández de Kirchner. El encuentro con Tulio en el café Tolón, en la avenida Santa Fe y Coronel Díaz, su preferido, fue un ritual que compartí con muchos otros colegas de mi generación a quienes él criticaba con elevada ironía, y también aconsejaba. Después de una invitación que le hice para una conferencia magistral en Nueva York, que se publicó este año en Buenos Aires como libro, Halperín me pidió que, si escribía el prólogo (cosa que hice), por favor fuera breve y que no lo elogiara. Esta pequeña anécdota textual es testimonio de su humildad con los lectores, pero también su humildad para pensarse históricamente en el maelstrom de la historia de la que fue «un observador participante». En aparente contradicción, durante su paso por Nueva York, Halperín dijo con ironía que la humildad nunca fue una de sus virtudes. En mi opinión, y aunque él mismo no estuviera de acuerdo, Tulio era humilde en un sentido amplio, en su forma de pensar la historia y su propio lugar en ella. Una posición para leer el pasado que a veces era testimonial y siempre era profundamente analítica. Sorprendentemente, en aquella conferencia de Nueva York también describió su propia trayectoria como típica. Lo que quería decir es que él también era producto y efecto de sus contextos, de la Argentina peronista al exilio y la vida itinerante entre la Argentina y Estados Unidos. Tulio tenía una idea muy clara de su lugar en la historiografía, pero nunca fue ni se pensó como el dueño de la verdad. Era más bien un poderosísimo intérprete de verdades, fuentes y saberes. No tuvo aprendices, no pedía a sus colegas que aceptaran automáticamente sus hipótesis, pero sí que pensaran con él a través de su obra y su palabra. Para casi todos los historiadores profesionales fue un gran maestro. Su estilo de escritura que vincula una fina ironía con una narrativa abigarrada y llena de reflexiones de largo alcance es simplemente inigualable. Halperín no deja discípulos, pero si infinidad de lectores y amigos agradecidos.

[Federico FINCHELSTEIN. «Tulio Halperín Donghi en nuestra historia», in La Nación (Buenos Aires), 21 de noviembre de 2014]

thdTulio Halperin Donghi, el historiador más importante que ha tenido la Argentina en el último medio siglo, falleció el fin de semana pasado. El último domingo de octubre, este suplemento había publicado un anticipo del que sería su último libro, El enigma Belgrano. Un héroe para nuestro tiempo (Siglo XXI, 2014), una perfecta y breve puerta de ingreso a su exquisito método de trabajo y a su característica prosa repujada: largas oraciones, llenas de subordinadas y pequeñas pero siempre importantes inflexiones. Halperin tenía la virtud de advertir lo que cientos o miles de historiadores antes de él no habían visto. Eso solo ya lo hacía distinto. En el caso de Belgrano, los ejemplos son numerosos y sorprendentes. Primero, que “la noción que hace de la invención de la Bandera blanquiceleste la contribución más valiosa de Belgrano a la epopeya de la independencia” podría ser una construcción tardía y débilmente fundamentada, ya que, “en el certamen poético celebrado en Montevideo el 25 de mayo de 1841 por los antirrosistas allí refugiados”, el poema de Juan María Gutiérrez (el “padre” de la crítica literaria nacional) atribuía la Bandera a “nuestros gigantes padres”, en vez de hacer centro en la figura de Belgrano, fallecido en 1820. Segundo, que es el único “padre de la Patria” que “no ha sido impugnado por una comunidad historiadora que, lejos de pasar por alto los reveses, que en su breve carrera abundaron más que los éxitos, ha venido explicándolos a partir de las limitaciones de las que ha levantado un cada vez más minucioso inventario”. Tercero, que la primera reivindicación de su figura la hizo el general Paz en sus memorias, cuya autoridad, en principio, invoca para fundar su escrito, pero, a poco de andar, “avanza también implacablemente la erosión de la imagen de Belgrano, en un crescendo que sugiere que Paz está decidido a no detenerse hasta haber destruido por entero la reputación del virtuoso y digno general”. Cuarto, que la propia memoria de Belgrano adquiere un “tono cada vez más sombrío” porque su autor comprende que “carece de la competencia necesaria para desempeñar con éxito el papel que había escogido para sí en la epopeya revolucionaria”. Aquí hay que agregar que Halperin, al cotejar lo que Belgrano dice en esa memoria de 1814 sobre lo que vivió a fines del 1700 con los documentos que escribió hacia 1790, llega a la conclusión de que es poco confiable porque Belgrano la usa, dicho rápidamente, para autoasignarse una temprana convicción revolucionaria –nacida al calor de la Revolución Francesa– que nunca tuvo. Un quinto y último ejemplo: algunas cartas le permiten comprender que Belgrano tendía a justificar sus propios errores apelando a los ajenos. A mediados de 1812, desde Jujuy, escribió: “Siempre me toca la desgracia de buscarme cuando el enfermo ha sido atendido por todos los médicos y lo han abandonado”. Lo que está diciendo, en otras palabras, es que el error no es suyo, sino de quienes lo supieron designar para funciones específicas, pero no en primer término sino después de haber elegido a otros, que fracasaron. Halperin, implícitamente, une aquel pasado con este presente. Por eso nos dice que Belgrano, al mismo tiempo, es un enigma histórico y un héroe para nuestro tiempo.

[Rogelio DEMARCHI. «Un historiador distinto», in La Voz (Córdoba), 24 de noviembre de 2014]

Retrato-Halperin-Donghi-Juano-Tesone_CLAIMA20141114_0237_27El destacado historiador Tulio Halperín Donghi falleció a los 88 años. Fue docente y autoridad de la Universidad Nacional del Litoral, institución a la que siempre tuvo alta estima. En 2002 recibió el título Doctor Honoris Causa.
Con la voz apenas perceptible por el paso de los años, Halperín Donghi se paraba frente a sus alumnos con la misma pasión que lo había hecho en su juventud. La universidad, sea en Oxford o en Santa Fe, era su mundo, su casa, su República, y en las aulas, su pequeña figura se agigantaba, movida por la fuerza de ideas que había solidificado con años de estudio y dedicación académica. Halperín Dongui fue una personalidad señera del campo historiográfico argentino y latinoamericano, que tuvo una notable producción intelectual, cuyo impacto trascendió el ámbito específico de la comunidad académica. Polémico y valiente, supo abordar temas centrales sobre el pasado y el presente de los argentinos, y algunas de sus obras, como “Una Nación para el desierto Argentino” (1982), fueron verdaderas hojas de rutas en la construcción de una nación democrática. Para la Universidad Nacional del Litoral, Halperín Donghi fue un pilar central en la década de oro de la universidad pública argentina. Primero, como docente en la Facultad de Filosofía con sede en Rosario; y después como decano, supo dejar su huella en miles de estudiantes y en una institución que se nutrió con sus aportes. La noche de los bastones largos, en 1966, lo alejó de la responsabilidad institucional y lo empujó a un exilio de más de treinta años. El mundo académico lo recibió como el gran historiador que ya era. Hasta recalar en la Universidad de California, Berkeley, a mediados de los setenta, Halperín Donghi tuvo el privilegio de ser catedrático en Harvard y Oxford. Pero a pesar de la distancia, el cariño y la proximidad con la UNL nunca se quebraron. Cuando la Universidad lo distinguió con el título Doctor Honoris Causa en 2002, Halperín Donghi destacó los profundos lazos de unión que tenía con esta casa de altos estudios. Con emoción, recordó que en 1956 había participado de la discusión y redacción del nuevo estatuto de la Universidad en el mismo recinto que ahora lo recibía para distinguirlo. Esta memoria exquisita lo acompañó en un ejercicio austero y comprometido de su profesión, hasta convertirlo en una referencia ineludible para las generaciones de historiadores formados en las últimas décadas, aún para quienes no acuerdan con él. Son ahora históricas también las discusiones y debates que mantuvo con otros referentes del campo, polémicas que hoy se recuerdan con nostalgia. La Universidad Nacional del Litoral, se duele de su ausencia física, pero celebra el ingreso de Tulio Halperín Donghi al altar de sus próceres. La institución que tan cercana era a su corazón se obliga también al ejercicio excelso de la memoria que ejercía Tulio Halperín Donghi, constante y privilegiada de un historiador único y noble.

[Claudio LIZÁRRAGA y José Luis PIVETTA. «La memoria de los próceres», in El Litoral (Santa Fe), 22 de noviembre de 2014]

o_1416115096Evaluar el legado del mejor historiador argentino de todos los tiempos no es una tarea sencilla. A lo largo de más de sesenta años, Tulio Halperin Donghi escribió unos veinte libros y centenares de artículos. Prolífico y erudito, incisivo e iconoclasta, su ambición de conocimiento no se dejaba dominar por las fronteras disciplinares. Su registro temático fue inusualmente amplio: escribió sobre intelectuales y pensadores, pero también sobre historia económica y fiscal. Tenía una relación pasional con la historia como empresa de conocimiento. Disfrutaba conversando y debatiendo, y era generoso con los jóvenes. Poco complaciente consigo mismo, no temía revisar sus ideas. En cambio, no le gustaba pontificar desde una posición de autoridad. Se movía con igual familiaridad discutiendo la Revolución de Mayo y la Revolución Mexicana, el battlismo y el peronismo, el siglo XVIII y el XXI. Y pese a que fue un activo promotor de la profesionalización de los estudios históricos, ya que era consciente de la fragilidad de este proyecto en una comunidad de historiadores como la nuestra, siempre dividida contra sí misma, siempre pensó que la historia debía ser algo más que una disciplina académica. Pues además de ser un gran historiador, fue un gran intelectual, pero un intelectual peculiar, que hizo sentir su voz cada vez que era requerido, pero sin estridencias, ni vocación militante. Para él, la reflexión sobre el pasado no debía subordinarse a ninguna gran verdad. Su obra tiene un personaje central, el intelectual. Halperin Donghi trazó el perfil del letrado latinoamericano, y analizó sus mutaciones desde la colonia hasta el siglo XX. Una y otra vez volvió sobre esta figura, desde su primer escrito, un artículo sobre Sarmiento de 1949, hasta su último trabajo, un breve ensayo sobre Belgrano, publicado pocas semanas antes de su muerte. Estos dos nombres nos dicen mucho sobre el tipo de personajes que más le atraían y, a la vez, sobre cómo concebía las potencialidades de esta exploración. Capaz de recrear como nadie el pensamiento y la biografía de un autor, el estudio de los letrados le sirvió para preguntarse sobre la política y la sociedad de la que esos sujetos formaban parte. Fue un excepcional historiador de los intelectuales y las ideas, pero fue mucho más que eso. En esta exploración más vasta, dejó tres grandes marcas. En primer lugar, redefinió nuestra manera de comprender la Revolución de Mayo y la sociedad que emergió de la ruptura con España. Y no sólo porque demostró que para entender la independencia es preciso apartarse de los relatos patrióticos y los mitos nacionales. Mucho antes de que François Furet tomara distancia de la interpretación social de la Revolución Francesa para señalar que la ruptura revolucionaria es ante todo un hecho político, Halperin Donghi ya había avanzado por ese camino. Pero también creía que la política debe comprenderse en un marco más amplio. Por ello, escribió Revolución y guerra (1972), quizás el mejor libro de historia publicado en nuestra tierra, donde no sólo analiza el campo del poder, sino también las transformaciones sociales y económicas de la era de la Revolución. En segundo lugar, colocó en el centro de la discusión el problema del Estado. Ésta fue su gran contribución de la década de 1980. En tres libros enfocados en las finanzas estatales, la biografía de un político del montón y los debates del período que va de Caseros al Ochenta, revisó la perspectiva societalista que dominaba en la historiografía. Estos trabajos pusieron de relieve la importancia del Estado en el patrón de desarrollo histórico de nuestro país, y establecieron un nuevo horizonte para el análisis de esta temática. Desde la década de 1990, dedicó más tiempo y energía al siglo XX. Sus trabajos cambiaron la manera de entender la historia de nuestra democracia. En primer lugar, llamó la atención sobre la notable persistencia de las tradiciones políticas nacidas durante la Organización Nacional y, en particular, la de un liberalismo que nació y se mantuvo hostil al pluralismo político. Enfatizó esta clave para interpretar los conflictos de la república radical y, luego, para explicar por qué en la década de 1930 la elite dirigente se orientó por el camino del fraude. Todo ello no prenunciaba el peronismo, aunque ayuda a colocarlo en perspectiva, y a comprenderlo mejor. Pues el peronismo fue una novedad, y Halperin Donghi creía que su cifra no estaba contenida en sus premisas sociales ni en su inspiración ideológica. Su visión de este fenómeno fue cambiando con el tiempo. La larga agonía de la Argentina peronista (1994) lo concibió como una verdadera revolución social e institucional de la que surgió un orden tan inviable como resistente al cambio. Cuando formuló este argumento, parecía que el mundo nacido en 1945 estaba muriendo, ahogado por la ola neoliberal de la década de 1990. Ese pronóstico no se cumplió, y el nuevo siglo trajo un reverdecimiento del peronismo como fenómeno político, aunque en una sociedad muy cambiada. Sus últimos trabajos ayudan a entender esta mutación. Hace tiempo que estábamos a la espera de la publicación de una Historia Argentina, que arrancaba con la conquista y llegaba hasta nuestros días, que Halperin Donghi había venido ampliando y revisando por años. Hoy sabemos que no tendremos la posibilidad de leerla con Tulio vivo, ni de ver qué hay de nuevo en su última visión de conjunto de nuestra trayectoria histórica. No es lo único que vamos a extrañar. Para muchos de nosotros, su muerte deja un enorme vacío. Nos queda el recuerdo de su figura a la vez genial y generosa, y su extraordinario legado. Intelectuales, revolución, Estado, democracia y peronismo fueron algunos de los temas de nuestro pasado sobre los que dejó grandes ideas y libros magistrales. Seguiremos discutiendo sobre todas estas cuestiones, quizá la mejor manera de rendir homenaje al gran historiador.

[Roy HORA. «El país que Halperin Donghi enseñó a leer», in La Nación (Buenos Aires), 23 de noviembre de 2014]

Adios-retratista-siglo-XIX_CLAIMA20141129_0021_14Tulio Halperin Donghi ha muerto y con él se ha ido no solamente uno de los historiadores más brillantes y reconocidos de la Argentina (y me atrevería a decir de América Latina), sino también uno de los intelectuales argentinos más relevantes de las últimas décadas. Hoy en día, aun sus detractores no dudan en considerar sus obras como referencias ineludibles. Pero su pensamiento y su imagen han trascendido en tiempos recientes al reducido círculo de los historiadores profesionales y especialistas. Su rostro así como su fina ironía se hicieron conocidos por muchos que jamás lo habían leído, a través de innumerables notas aparecidas en los medios locales en los que hablaba sobre los temas más diversos del pasado y del presente. Sin embargo, lo que podríamos llamar el “fenómeno Halperin” (su popularidad “ultra disciplinaria”) ha sido un fenómeno relativamente reciente para un intelectual cuya trayectoria se ha extendido a lo largo de más de medio siglo. Su estilo, tan complejo como lo eran los fenómenos que historiaba, así como sus puntos de vista que iban por lo general a contramano del sentido común básico que permea cierta historiografía muy difundida no contribuían a convertirlo en un escritor popular. Y sin embargo, lo ha sido. Aunque sus escritos fueron conocidos y admirados por especialistas desde finales de la década de 1950, podríamos decir que la popularidad más o menos reciente de Halperin se dio en dos etapas. Una primera entre los cultores de la profesión quienes, sobre todo a partir de la vuelta de la democracia, encontraron tanto en sus textos como en la docencia que llevaba a cabo anualmente en el país una forma rigurosa de hacer historia, nunca despolitizada, pero sí ajena a su utilización como instrumento ideológico destinado a legitimar posiciones políticas del presente; una historia que partía de perplejidades y preguntas y no de certezas preconcebidas. Esta actitud la conservó hasta el final. Su último libro sobre Belgrano –que despertó grandes controversias– parte de una pregunta o enigma que es el que le proporciona el título a la obra. La historia que proponía Halperin dejaba atrás anacrónicos debates que hoy continúan esforzándose por mantener vivos aquellos amantes de la historia a-priori. Se trataba de una historia compleja que se negaba a proporcionar respuestas fáciles a preguntas complicadas, nunca lineal ni teleológica; y aunque sus preguntas (como las de todo buen historiador) se originaban en el presente, recusaba cualquier posibilidad de entender el devenir histórico como un proceso determinístico. La segunda etapa de su popularidad, más reciente, estaba vinculada a su posición como observador lúcido, ajeno pero a la vez intensamente comprometido con el presente del país. No haré aquí un análisis de los textos halperinianos. Sin embargo, quisiera detenerme brevemente en un libro relativamente reciente, a cuya factura, junto con Jorge Lafforgue, he asistido de manera más o menos directa: Son memorias. Y si me detengo en este texto no es sólo por el papel que me tocó jugar en él, sino porque considero que este libro de madurez condensa algunas de las virtudes que hacen de Halperin un gran historiador. En una época donde la memoria se ha convertido en el objeto de una verdadera industria académica –pareciera que la inclusión de la palabra “memoria” en títulos de proyectos y libros garantiza su éxito–, Halperin decide escribir un libro que es mucho más que sus memorias, y que de alguna manera va a contrapelo de buena parte de las premisas sobre las que se basa una porción considerable de la inmensa producción sobre la memoria que ha inundado el mercado. He aquí una característica general de la obra de Halperin: nunca rehuyó a los temas o herramientas metodológicas “de moda” (historia social, económica, cuantitativa, intelectual, etc); pero se les acercaba y utilizaba desde una perspectiva que le era enteramente propia, no se subía a ningún “carro historiográfico”. Son memorias no es un libro académico stricto sensu, sino una reconstrucción de la historia argentina entre la década de 1920 y la de 1950, basada en la memoria de alguien que vivió esos años con una inusual intensidad. Pero es también una reflexión teórica acerca de los vínculos existentes entre la historia y la memoria y el uso que el historiador puede hacer de la segunda. Y acá Halperin, fiel a un estilo desarrollado a lo largo de su extensísima trayectoria, hace una utilización sumamente sofisticada de la teoría pero sin hacerla jamás explícita. Esa, creo, es una de las virtudes más importantes de su escritura: la teoría está siempre ahí, sustentando el análisis, pero al mismo tiempo es casi invisible, velada, entretejida en el texto y no añadida como un molde dentro del cual se intentan forzar los hechos, como nos tiene acostumbrados cierta historiografía con pretensiones académicas. Ese uso casi oculto de sofisticadísimas herramientas conceptuales (tanto las más recientes como algunas clásicas) es la que permite a Halperin convertir a hechos del pasado –que en manos menos hábiles serían meras ilustraciones de conclusiones obtenidas de antemano–, en verdadera evidencia histórica, que por lo tanto, en vez de cerrar, abren nuevos universos de problemas. En Son memorias Halperin reflexiona sobre el uso que el historiador puede hacer de la memoria, en este caso la propia. Memoria e historia se van entrelazando sutilmente conformando ésta última un riquísimo telón de fondo en el que se inserta y al mismo tiempo del que se nutre la primera. Este entrecruzamiento le permite explicar procesos mucho más generales. Así, episodios aparentemente mínimos, rescatados de la memorias de su niñez le permiten ofrecer una corrección (o al menos un fuerte cuestionamiento) a la versión de la evolución social argentina ofrecida por cierta narrativa sociológica considerada canónica. De la misma manera se permite brindar una visión bastante matizada del gobierno del general Justo a partir de un hecho menor que su memoria rescata pero que en sus manos adquiere estatuto de evidencia histórica. Yo fui alumno de Tulio Halperin en Berkeley durante la segunda mitad de la década del 80, y a lo largo de los años desarrollamos una relación bastante estrecha. Una de las cosas que más he admirado siempre de él es que nunca ha tenido discípulos. Como él mismo le dijo a una colega, “nunca había desarrollado la joroba epistemológica de la veneración”. Creo que esa es una cualidad que habla también de su nobleza como intelectual. Le resultaba inconcebible la idea de “formar escuela”, imponiendo puntos de vista o formas específicas de abordar el pasado. Uno aprendía con Tulio, pero también aprendía que no tenía sentido intentar escribir la historia como lo hacía él. Como me señaló alguien también cercano a él, para muchos de nosotros va a ser difícil pensar el mundo sin Tulio Halperin Donghi.

[Mariano Ben PLOTKIN. «Maestro sin discípulos», in Revista Ñ (Buenos Aires), 1º de diciembre de 2014]

1205104313_fTulio Halperin Donghi murió el viernes 14 de noviembre. Reitero la frase tantas veces repetida desde entonces para intentar convencerme de ese hecho definitivo y escribo así para sumarme al recuerdo colectivo de ese hombre excepcional. Halperin es el historiador más importante de la Argentina de nuestro tiempo. Desde sus primeros trabajos y a lo largo de una vasta y complejísima obra revolucionó el estudio del pasado, en un proceso incesante de creación y recreación que continuó hasta sus últimos días. Esa obra, que abarca desde finales del período colonial hasta principios del siglo XXI, ha sido la referencia principal e ineludible de toda la producción historiográfica argentina de los últimos cuarenta años y seguramente lo seguirá siendo por muchos más. Al mismo tiempo, su forma de hacer historia es irrepetible: no responde a ningún modelo previo ni tampoco tiene sucesores evidentes. Lejos de cualquier pensamiento lineal o previsible, sus trabajos combinan magistralmente erudición e imaginación y fraguan interpretaciones fuertes pero a la vez sometidas a un mecanismo de interrogación inquietante que desestabiliza cualquier lectura. Cada texto termina siendo así una usina de ideas provocativas y de preguntas sin respuestas evidentes, abiertas a la indagación y el debate. He ahí la impronta que ha marcado nuestra historiografía: no porque los estudios recientes se aferren a las propuestas de Halperin –las copien, las sigan o las repitan–, sino porque ellas constituyen el horizonte de sentido a partir del cual se escribe hoy, desde cualquier corriente o disciplina que sea, sobre nuestro pasado. La Argentina fue el principal foco en la obra de Halperin pero sus preocupaciones eran universales. Miró a su país como parte del mundo y en particular de una América Latina que también era motivo de sus reflexiones. Como humanista de vastísima cultura y curiosidad insaciable, sus intereses intelectuales no tenían límites visibles, pero al mismo tiempo, sus esperanzas y desesperanzas nacían de su profundo vínculo con la Argentina. Nacido en el seno de una familia de clase media ilustrada de origen inmigrante y formado en la Universidad de Buenos Aires, donde se inició en la profesión elegida, Halperin fue uno de los tantos profesores que en 1966, con la intervención decretada por la dictadura de Onganía, perdió su trabajo y su lugar institucional. Las universidades de la República (en Montevideo), de Oxford y Harvard fueron estaciones en su búsqueda de un lugar alternativo, hasta que recaló por fin en la sede de Berkeley de la Universidad de California desde donde alcanzó proyección y prestigio internacionales. Desde allí, también, siguió viviendo la Argentina, adonde volvía cada año. Durante la última dictadura, apoyó de mil maneras los esfuerzos de quienes, en un contexto del todo adverso, sostuvieron la tarea intelectual en el país y sus visitas periódicas fueron un estímulo fundamental para seguir adelante en medio de la oscuridad. Después de 1983, contribuyó con enorme generosidad al renacimiento de la vida académica y del debate intelectual a través de seminarios y cursos dictados en diferentes universidades, conferencias, charlas y entrevistas públicas, el contacto personal con jóvenes investigadores y estudiantes y los interminables encuentros con amigos. Disfrutaba, incansable, de esa intensa actividad que realimentaba su inserción en la Argentina. Esa inserción marcó de manera decisiva toda su obra. La pasión por entender lo que consideró un proyecto revolucionario de construcción de una sociedad a nuevo, que se inició con la ruptura del orden colonial y se reformuló una y otra vez a lo largo de casi dos siglos, lo llevó a ensayar formas diferentes de aproximarse al pasado y a iluminar distintas zonas de ese experimento (y sus derivas) que a la postre resultó fallido. Ese fracaso se ha revelado en toda su magnitud al principio del nuevo milenio, cuando, escribe en la última página de su último libro, la nación se encuentra “envuelta… más que nunca en una despiadada guerra contra sí misma”. Este diagnóstico sombrío no le impidió seguir escrutando el pasado con la perspicacia y el ingenio de siempre. En esa tarea inacabable su punto de partida fue el presente, pero –en sus palabras- “una de las cosas que caracterizan el estudio del pasado es que lo que uno tiene que descubrir del pasado es que no es el presente”. Por ello, se sumergía en ese pasado para hurgar, descubrir, imaginar y entender a los hombres en su tiempo y lugar, sin presuponer un derrotero inevitable o subordinar la interrogación a la respuesta deseada. La identificación con sus personajes pero a la vez el distanciamiento que marcaba a través de una zumbona ironía le permitía una familiaridad con ellos y sus entornos que resultaba demoledoramente desmitificadora. Su último y soberbio ensayo sobre Belgrano es una muestra conmovedora de esa sabiduría tolerante y a la vez escéptica de la condición humana.

[Hilda SÁBATO. «Compromiso vital con la Argentina», in Revista Ñ (Buenos Aires), 1º de diciembre de 2014]

tulio-halperinHemos perdido al gran historiador, al autor del retrato más complejo que tenemos del siglo XIX argentino. Ávido lector de archivos, como sólo él los conocía, apasionado en su afán por perseguir hasta el último detalle, por entrar en los recovecos minuciosos del pasado y del presente y llegar a integrarlos, como él mismo había dicho en su prólogo a Revolución y guerra , en una narrativa de sustancial valor explicativo de los problemas que enfrenta la nación. La suya ha sido siempre una lectura original y brillante y, sin que sea necesario decirlo, sumamente provocadora. Aun para los que leyeron la historia desde otro ángulo o con una mirada sobre la política que distara de la suya, era imposible negar que Halperin cambió nuestro modo de entender la historia de la Argentina y la de América Latina. Para este lector dedicado a los legajos, diarios, novelas inglesas y folletines, el mundo impreso era su deleite y, con su memoria infalible (nuestro Funes, le decíamos en los pasillos de Dwinelle, allí funcionaba el departamento de historia y el de letras hispánicas en Berkeley), traía a la escena del debate desde el detalle mínimo hasta los paradigmas más deslumbrantes para hacernos entender las consecuencias de la problemática del Estado y la nación a lo largo del siglo XIX, su efecto en la articulación de diversos pactos entre los actores políticos, y, en especial, en la formación del letrado como protagonista de su teatro. Desde su libro sobre Echeverría, de 1951, hasta su Letrados y pensadores de 2013 y El enigma Belgrano, Halperin se dedicaba a pensar la formación del intelectual, su angustiante relación con el pasado, sus triunfos y fracasos, su uso de los saberes para alcanzar un lugar en el mundo. En Berkeley, donde trabajó de profesor desde 1972, Tulio efectivamente fue conocido como el gran historiador, pero también fue conocido como hombre generoso y cálido, abierto a los colegas y los alumnos, siempre dispuesto a conversar sobre historia, literatura y política y también de la vida cotidiana. Etico y sagaz, Tulio fue respetado en la universidad como un intelectual del más alto nivel. El director de la editorial de la Universidad lo consideraba su más agudo y perspicaz lector; sus colegas en historia lo veían como un talento luminoso sin par. Pasaba muchísimo tiempo con sus colegas en letras hispánicas porque le parecía más entretenido. Primero, porque le gustaba conversar en castellano (aunque su inglés era impecable); segundo, porque le gustaba que le invitáramos a las clases de literatura para hablar de Sarmiento, de Borges, de las crisis de las políticas culturales. Lo sabía todo. Terminó de dirigir su última tesis en diciembre (sobre temporalidades y culturas impresas del s. XIX); el mes pasado aceptó participar en un comité de tesis sobre Artigas. Añoraba la Argentina. Cuando en abril le hicimos un homenaje para festejar el premio que le fue otorgado por la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA), vinieron algunos músicos. Le preguntaron por su canción predilecta e insistió en el tango “Volver”. Durante estas últimas semanas, estaba contento con la publicación de su Belgrano pero extrañaba a sus amigos de Buenos Aires. Para distraerlo, fui a su casa para festejar el nuevo libro. Allí, como siempre, hablamos de los amigos, de los libros, de la cultura argentina a principios del siglo XIX. Yo le pregunté detalles sobre Hipólito Vieytes porque estaba leyendo su periódico de 1802; él miró a su esposa Doris y le dijo “vos sabés quien es, el de la familia de los jabones”. Todo casero. La historia desde la mirada familiar. Entrañarse con los actores. De la charla sobre los jabones, pasa a hablar del blueing, el azul que se usaba en otra época para lavar las sábanas y blanquearlas. “Pusieron una fábrica para el azul en 1840”, me dice, “pero Rosas, cuando se enteró de esta novedad, se puso paranoico porque pensaba que los unitarios estaban detrás de esta movida, con la cual querían ver pintados de azul todos los dormitorios de Buenos Aires.” ¿De dónde sacaba estas cosas? ¿Quién podrá conocerlas mejor que él? Pero, fundamentalmente, a partir de ahora no tendremos a quien nos cuente estos relatos, faltará quien nos haga sentir que la historia ofrece tan inmenso placer que se bordea con las estrategias de la ficción.

[Francine MASIELLO. «Un lector brillante y provocador», in Revista Ñ (Buenos Aires), 1º de diciembre de 2014]

Halperin-DonghiLas dos Argentinas, la peronista y la antiperonista, también se enfrentan en la academia, especialmente en la de la historia. Uno de los efectos de la década kirchnerista ha sido la revitalización del revisionismo histórico, que no surge sólo en este periodo de gobierno y que a lo largo de los años ha sido utilizado generalmente para dar argumentos al peronismo. Considerado uno de los más destacados historiadores de América Latina, Tulio Halperín Donghi, fallecido el 14 de noviembre en Berkeley (California, Estados Unidos) a los 88 años, era crítico con esa corriente historiográfica que ensalza al caudillo autoritario Juan Manuel de Rosas (1793-1877) como «figura heroica nacional opuesta a los intereses oligárquicos», tal y como se describe en su libro El revisionismo histórico argentino como visión decadentista de la historia nacional (2005). «Fui antiperonista casi como un destino; no es que lo eligiera», decía Halperín, aunque a continuación matizaba: «Pero en algún momento eso empezó a aburrirme, y afuera se hacía incomprensible que todos, peronistas y antiperonistas, se calentaran tanto por cosas que desde el exterior no se veía por qué eran tan importantes». Por tanto, Halperín no era simple ni lineal, ni se le podía encasillar en uno u otro pensamiento político. Sus análisis historiográficos eran respetados desde todos los sectores. Tras su fallecimiento, la escritora Beatriz Sarlo lo explicó así en Perfil: «Encontró la forma más adecuada a un pensamiento que jamás era lineal ni se sostenía en una sola idea. Cada frase mantiene un diálogo imaginario con las posibles objeciones; cada frase mira lo que dice y lo que se podría decir». Halperín era probablemente el mejor historiador de la Argentina del siglo XIX y el que mejor supo interpretar la evolución latinoamericana. Sus dos obras fundamentales son Historia de América Latina (1970) y Revolución y guerra (1972). Nacido en Buenos Aires e hijo de una profesora de literatura italiana y de un profesor de lenguas clásicas, Halperín estudió Derecho e Historia en la Universidad de Buenos Aires (UBA), de cuya facultad de Filosofía y Letras fue profesor, así como de la Universidad Nacional del Litoral (UNL) de Santa Fe. Su trayectoria académica en Argentina se truncó en 1966 con la dictadura del general Juan Carlos Onganía (1966-1970), que supuso el fin de la autonomía universitaria. Halperín se exilió y fue profesor de las universidades de Harvard y Oxford, antes de instalarse definitivamente en Berkeley en 1971. Maestro de historiadores, en la universidad californiana dio clases hasta su muerte, aunque desde que finalizó la última dictadura visitaba regularmente Argentina para dictar conferencias y cursos, y hasta sus últimos días no dejó de investigar sobre la historia de su país, como lo demuestra la reciente publicación de El enigma Belgrano, donde Halperín, siempre controvertido, se atreve a cuestionar la figura del prócer argentino. Entre sus obras, editadas por Siglo XXI, también destacan El ocaso del orden colonial en Hispanoamérica (1978), La larga agonía de la Argentina peronista (1994) o La democracia de masas (1991), por el que fue criticado desde sectores peronistas por relativizar el bombardeo de la plaza de Mayo del 16 de junio de 1955, durante el fallido intento de golpe contra Perón. Halperín plasmó en el 2008 su autobiografía en Son memorias. Y ese año, en una entrevista en Clarín, el historiador demostró una vez más la ironía de que hacía gala en sus escritos cuando definió el género de su libro: «Las biografías, en cierta medida, son la historia sin sus problemas».

[Robert MUR. «El historiador de América Latina», in La Vanguardia (Barcelona), 22 de noviembre de 2014]